En la última entrada sobre el final de la vida, comentando el libro de Seamus O´Mahony, concluíamos algo así como que la muerte y el morir están fuera de control en nuestra medicina moderna. 

Las soluciones para el autor irlandés deberían venir desde la propia medicina y la sociedad:

«…nuestras necesidades al final de la vida son sociales y existenciales, no médicas. Lo que puede hacer la medicina es muy limitado y debería estar definido explícitamente. La medicina, y nuestra cultura, serían más saludables si se dejara de esperar que la atención sanitaria resolviera todos los problemas existenciales y espirituales, si se dejara de creer que los cuerpos son como máquinas, y si se renunciara a las fantasías de control y de inmortalidad que aun tenemos”  

Daniel Callahan, como O´Mahony, no está a favor de la eutanasia y dedica parte de su magnífico libro «The Trouble Dream of Life: In Search of a Peaceful Death» a justificarlo.

En el texto que escribí tras su muerte, destacaba la honestidad intelectual de Daniel Callahan; una honestidad que le permitió pasar de ser un antiabortista (cuando empezó su libro sobre el tema) a justificar la necesidad de su regulación (cuando lo acabó). La frase que utilizó para justificarlo se me quedó grabada:

«Bajo algunas circunstancias (no muchas) el aborto podría estar moralmente justificado pero en cualquier circunstancia la ley debería defender el derecho de la mujer a decidir”.

Callahan pensó, tras analizar lo que estaba pasando en varios países del mundo y en su propia nación, que prohibir el aborto ponía a las mujeres en una situación de máxima vulnerabilidad y por eso su derecho a decidir era fundamental como salvaguarda para evitar situaciones de sometimiento y daño grave a la integridad física y moral de la mujer.

Ahora bien, una cosa es aceptar la despenalización del aborto y otra pensar que esa decisión no debe estar sustentada en buenas razones morales. Como explica en su autobiografía: 

“Yo quería que se legalizara el aborto pero también defendí que era una decisión moral que debía ser tomada seriamente y por buenas razones. Por eso propuse que, además de su legalización, se debía producir un debate nacional para conocer la situación y, entre todos, reflexionar sobre qué podríamos considerar una buena razón para abortar”.

Las consecuencias de esta doble filiación de Callahan (regulación, sí, pero acompañada de un debate sustantivo sobre cómo pensar comunitariamente acerca de mejores y peores razones para abortar, y poner en marcha políticas que fomenten que el aborto sea una excepción) fueron obvias: nadie quedó contento, algo que será bastante frecuente con su obra.

Callahan enfadó, por supuesto, a los antiabortistas pero también a una parte del feminismo que consideraba que si el aborto era una decisión individual no había juicio moral que analizar.

Callahan no entiende que la decisión de abortar sea individual sino que debe estar inscrita en una reflexión más amplia, de base comunitaria, que permita dotar de sentido moral cada una de las decisiones para, de esa forma, discernir entre buenas y malas razones.

En el caso del aborto, Callahan creía que, además de esa reflexión sustantiva, debía regularse su despenalización; en el caso de la muerte médicamente asistida, por contra, cree que no debe abrirse esa posibilidad.

Como todo lo que dice Callahan me suele ayudar a reflexionar he decidido analizar su libro para entender sus razones.

Comienza Callahan su libro» The Trouble Dream of Life: In Search of a Peaceful Death» recordando que el debate sobre el final de la vida se circunscribe a la toma de decisiones pero no incluye una reflexión profunda sobre la propia muerte:

«Probablemente no sorprenda esto en una sociedad más cómoda con la regulación legal que con el discurso filosófico o religioso, y más a gusto con el lenguaje moral centrado en la toma de decisiones que con la sabiduría de esas decisiones. Hablar de la muerte misma, y cómo debe encontrar un lugar en nuestra autoconcepción, es más difícil»

Para Callahan este es uno de los daños de las sociedades liberales (qué oportunas parecen estas reflexiones ahora que estamos con el lío del PIN parental): considerar que los debates sobre los asuntos morales importantes de la vida (sexualidad, envejecimiento, nacimiento y final de la vida) deben estar circunscritos a la esfera privada:

«Estamos en una sociedad que utiliza la excusa del pluralismo, del respeto a cualquier decisión autónoma, para eliminar el intercambio serio sobre los problemas más profundos, que han sido desterrados al reino de lo privado, enajenados de la plaza pública.»

Pero lo cierto es que la medicina contemporánea no se ha ocupado realmente de la muerte como fenómeno:

«A pesar de todos sus grandes triunfos, la medicina contemporánea no sabe qué hacer con la muerte. Ante el fin de la vida, hay un vacío preocupante de ideas en medicina… La muerte no tiene un lugar bien entendido en la teoría médica, incluso aunque permanezca omnipresente en la práctica.

Una de las fantasías que alimentan el sueño del progreso médico es que, en su conquista de la enfermedad, la medicina moderna puede llegar a eliminar las causas desagradables y angustiosas de muerte, transmutándola así de una condición que es temida, a otra que puede ser gestionada y, por tanto, tolerada.

Esto es lo que ha intentado la medicina en las últimas 3-4 décadas. Pero no ha funcionado. Para Callahan, la emergencia de la enfermedad crónica, incluso, ha empeorado las cosas:

«La muerte no ha sido remodelada o domesticada con éxito… Todavía se teme a la muerte, tal vez, más que nunca ya que ahora se asocia con las enfermedades crónicas que causan una muerte lenta»

Para el autor americano, la comprensión de la muerte en estas 3-4 décadas de desarrollo de la medicina tecnocientífica ha empeorado respecto a la que tenían los profesionales sanitarios en tiempos más remotos, por dos razones. 

(1) La muerte es compleja, ya no es ni sencilla ni rápida ni aceptada:

«(Hay) una pérdida de la familiaridad y la sencillez que marcó la muerte anterior, una muerte que era aceptada con cierta resignación y tranquilidad; una muerte que, en la era de enfermedades infecciosas, llegaba rápida. Ahora nunca hay simplicidad en la muerte; hoy en día, la muerte, que transcurre en su mayor parte en instituciones, suele requerir una decisión específica para suspender un tratamiento médico. Y esta muerte nos aterroriza cada vez más a pesar de que todas las posibilidades que tenemos para su gestión. El incremento de la incertidumbre y de la capacidad de gestión solo han aumentado el miedo»

(2) La muerte está des-culturizada, ya no sucede en una comunidad de valores compartidos:

«Así como el fatalismo y la aceptación resignada del destino, fueron desmantelados en favor de la gestión médica de la muerte, también lo fueron todos esos rituales, hábitos y prácticas que eran capaces de dar significado cultural y religioso a la muerte; darle un lugar familiar y aceptable en la vida pública y privada» 

Morimos solos, sin enterarnos, sin poder darle un sentido personal y colectivo a nuestro final. Seamus O´Mahony es muy explícito al describir esta muerte hospitalaria del enfermo crónico, la más frecuente hoy:

«Morirás tras una larga enfermedad crónica. Tu enfermedad te robará tu mente y tu habilidad para comunicarte; la enfermedad destrozará no solo tu capacidad intelectual sino también tu espíritu. Es muy probable que dependas de otros para que te ayuden a funciones básicas como lavarte o ir al servicio. Seguramente tu muerte se produzca en un hospital… mientras eres atendido por extraños. El final será repentino y precipitado, tras un largo empeoramiento. Seguramente no serás consciente de que te estás muriendo por lo que no tendrás ninguna oportunidad de despedirte de familia y amigos. Cerca del final probablemente estés inconsciente y con analgésicos parenterales. Es posible que la sedación comience antes de que seas consciente de que te estás muriendo. El placer de disfrutar de la comida o la bebida lo habrás perdido hace semanas, igual que otros. Te aislarán cuando estés en la agonía, como hacen los animales cuando mueren, y te morirás solo» 

Para Callahan, estos cambios trascendentales en la forma de morir -que derivan de avances tecnocientíficos médicos que en muchos casos han traído grandes mejoras para muchas enfermedades- deberían haber generado una reflexión profunda sobre la muerte.

En lugar de ello, debido a, (1) el desarrollo que, paralelamente a los avances científicos, los derechos individuales han tenido en la sociedad y, (2) la falsa idea asociada al pluralismo, que asume que debe haber cierto pudor o protección antes de debatir públicamente asuntos existenciales de la vida, arrinconándolos a la esfera privada, debido a estas dos causas, como digo, la medicina elige profundizar en las «elecciones ante la muerte» en lugar de en «el significado de la muerte»:

«En lugar de perseguir preguntas de ese tipo, hemos descubierto en el lenguaje de la elección y los derechos una buena evasión. Este debate de la elección es ideal para una sociedad que tiene cada vez más difícil diferenciar entre la auto-comprensión y las demandas de más libertades civiles… preferimos debatir sobre «elección» ante la muerte que sobre la «muerte misma», como si este fuera a ser un enfoque liberador«

Callahan reconoce que esta profundización en las «elecciones» era razonable porque la medicina paternalista seguía negando hasta hace bien poco el derecho de las personas a rechazar o suspender tratamientos al final de la vida. El debate sobre la elección sirvió para «estimular el interés público». Pero, finalmente, se ha mostrado claramente insuficiente. 

Callahan describe gráficamente qué pasa cuando se puede elegir pero no hay una reflexión sobre lo que se elige:

«Consideremos a lo que hemos llegado. Usted pregunta: «¿Qué significa la muerte?» La respuesta: «Eso depende de lo que usted crea» Usted pregunta de nuevo, no del todo satisfecho: «Pero, ¿en qué debo creer?» La respuesta: «Eso forma parte de su derecho a decidir». Usted pregunta una vez más: «¿Qué clase de persona debería ser para no tener que hacer estas preguntas y poder ejercer adecuadamente esos derechos?» La respuesta: «¿Quién sabe?»»

Es decir, para Daniel Callahan hay un movimiento conceptual contradictorio:

«Cuanto más públicamente sancionamos nuestro derecho a elegir, parece más enterrado y más oculto el significado de la muerte en nuestras vidas, y más excluida de cualquier discurso público común parece que queda la muerte. Cuanto más pública es la posibilidad de elección, más privado se hace el contenido y la orientación que debe sustanciar esa elección. En lugar de intentar estimular nuestra comprensión colectiva de la muerte, el énfasis social ha ido dirigido al establecimiento de un conjunto de derechos sobre nuestra muerte»

Quizá Callahan está señalando uno de los problemas que pueden surgir con el debate social y político acerca de la muerte médicamente asistida en España: volver a dejar pasar la oportunidad de hablar de manera colectiva sobre la propia muerte y su significado en la vida de unos ciudadanos que, no lo olvidemos, están sometidos a una sociedad y un sistema sanitario intensamente medicalizadores:

«Fácilmente pasamos del «¿qué debo elegir?» al «¿qué tengo derecho a elegir?»… (y) un derecho a la elección que no se complementa con recursos culturales y morales, con incentivos para ejercer ese derecho sabiamente, puede ser vacuo. El activismo por ese derecho puede convertirse en una forma más de evadir el pensamiento sobre la muerte y, en este proceso, añadir un nuevo terror a las personas: la necesidad de tomar una decisión en ausencia de cualquier sentido de cómo hacerlo.»

Así que una primera salvaguarda ante la posibilidad de un debate político y social sobre la muerte médicamente asistida bien podría ser, para Callahan: eviten convertir el debate solo en un problema de derechos y olvidar profundizar, a través de posibles referentes culturales y morales, en el sentido de la muerte en nuestra sociedad.

En la construcción del sentido sobre la muerte y el morir que pide Callahan como requisito para enfrentar la elevada prevalencia de mala muerte en la medicina contemporánea, hay dos ilusiones que deben ser desveladas cuanto antes:

(1) Los enfermos, como los profesionales sanitarios, serán absorbidos por el imperativo tecnológico:

«(Hay) una ingenua creencia en que el «yo vigilante», ayudado por las leyes y prácticas médicas correctas, podrá dominar el cuerpo por medio de una tecnología médica cuidadosamente controlada. Los ciudadanos empoderados pueden pensar que es posible entender la tecnología médica lo suficientemente bien como para saber cuándo y cómo, en el curso del morir, será posible determinar el momento justo para detenerla; para decir: «no más, detente»»

(2) Los enfermos, como los profesionales sanitarios, se sentirán demasiado ambivalentes psicológica y emocionalmente:

«La otra ilusión complementa la primera: la de que podemos conocernos a nosotros mismos y nuestros propios deseos lo suficientemente bien como para gestionarnos con la misma precisión con la que vamos a controlar la tecnología; que nos entenderemos a nosotros mismos lo suficientemente bien como para saber exactamente cuándo debemos renunciar a la lucha por seguir con vida.»

Callahan afirma este fracaso previsible de los ciudadados porque la medicina ya ha fracasado en el intento de racionalizar el final de la vida con herramientas clínicas, intelectuales y tecnológicas.

Para Callahan, como para Seamus O´Mahony, el efecto neto en las innovaciones incorporadas por la medicina para la mejora de las decisiones al final de la vida en las últimas décadas (directrices anticipadas, los cuidados paliativos o las leyes que han dado garantías a las decisiones de limitación del esfuerzo terapéutico) ha sido mínimo:

«Su efecto en la práctica médica ha sido, en el mejor de los casos, modesto, sobre todo si se compara con las expectativas generadas. Desde luego han hecho, y seguirán haciendo, contribuciones importantes en la mejora del final de la vida, pero es poco probable que tengan impacto en la forma en que la mayoría de nosotros moriremos.»

De hecho, para Callahan, la sensibilidad mayoritaria de la sociedad favorable a la regulación de la muerte médicamente asistida tiene que ver con este fracaso:

«¿Han disminuido las ansiedades públicas a raíz de treinta años de esfuerzos de reforma legal, social y médica? ¿Se ha vuelto más fácil interrumpir el tratamiento? La respuesta a ambas preguntas es, creo, no. El rápido cambio de opinión pública sobre el suicidio asistido y la eutanasia proporciona una prueba indirecta de esta afirmación»

La gente ha dejado de confiar en que cuando estén en una situación crítica sean capaces de «soportar la fuerza de la medicina avanzada» o tener más control sobre su muerte:

«Casi todo el mundo puede contar frecuentes historias en estos días sobre amigos o familiares tratados excesivamente sin sentido. Muchas personas no pueden entender por qué se mantienen o intensifican los tratamientos»

Los propios médicos parecen abrumados:

«No es fácil ni para los propios médicos poder explicar qué pasa. Muchos facultativos conocen los deseos de sus pacientes y no quieren hacer por sus pacientes más de lo que han expresado o es útil. Sin embargo, muchos médicos me dicen que ahora encuentran que las decisiones de detener el tratamiento son más difíciles que hace veinte años, tanto moral como técnicamente.»

Seamus O´Mahony afirmaba algo parecido:

«Como profesión, debemos estar muy mal cuando nuestros pacientes han dejado de confiar en las decisiones de sus médicos al final de la vida, y nos ven como un obstáculo para una muerte pacífica. Tal vez tengamos que aceptar las directivas anticipadas o la muerte médicamente asistida como un mal necesario, pero no deja de ser un reconocimiento de nuestra falta de capacidad para tratar a los ancianos y a los moribundos con compasión y sentido común.»

La segunda salvaguarda que Callahan y O´Mahony plantean, por tanto, es partir del reconocimiento de este gigantesco fracaso.

Es imposible esperar que la regulación de la muerte médicamente asistida solucione los enormes problemas existentes al final de la vida para la mayoría de los enfermos

Un debate político planteado sin este reconocimiento público previo tiene el riesgo de generar falsas expectativas entre los ciudadanos que legítimamente, en este momento, están a favor de la regulación pensando que ésta es la solución a sus miedos. 

En este punto, Callahan desarrolla su famoso concepto «technological brinkmanship» que podríamos traducir como «utilización de tecnología al borde del abismo». Para Callahan existe un problema que la propia tecnología médica crea:

«En el centro de las dificultades para la reforma del final de la vida está la intensificación que, en el mismo período, se ha producido a través del concepto que llamaré technological brinkmanship. Con eso quiero decir que ha habido un poderoso impulso clínico para avanzar en la utilización de tecnologías con el objetivo de salvar vidas, al mismo tiempo que se preservaba una calidad de vida decente. A estas alturas todo el mundo reconoce que, si la tecnología médica se empuja demasiado lejos, una persona puede ser perjudicada, que hay una línea que no debe cruzarse. Defino la «technological brinkmanship» como la apuesta para ir lo más cerca posible de esa línea antes de decidir que ha llegado el momento de parar o reducir el tratamiento. El sentido común parece dictar tal curso: trabajar agresivamente para prolongar la vida hasta que se vuelva inútil, o perjudicial, para el enfermo, seguir haciéndolo; y entonces, con valentía, detener el tratamiento que está haciendo daño.»

Para el filósofo, esta estrategia es simplemente falaz:

«Esta estrategia, aparentemente obvia, asume que tenemos la capacidad de gestionar la tecnología y sus consecuencias con una delicadeza y precisión que la medicina simplemente no posee y puede que nunca posea. El esfuerzo por acercarse lo más posible a esa línea, y este es el problema, descansa sobre ilusiones ingenuas y suposiciones falsas.»

No se trata de que alguien pretenda hacer daño deliberadamente sino que incluso en las manos más comprometidas la gestión de la tecnología al borde del abismo es muy difícil de controlar:

«El problema que estoy señalando aquí no es el abuso de la tecnología, o su uso desconsiderado e insensible para extender la vida más allá de todo punto o razón. Lo que estoy diciendo es que el principal problema es la creencia de que podemos gestionar nuestra tecnología y sus efectos con la precisión necesaria para que la «technological brinkmanship» tenga éxito. Esta estrategia no ha funcionado bien hasta ahora y, como está concebida, no puede funcionar bien.. (a pesar) de que está inscrita en esfuerzos bien intencionados»

Esta gestión intensa de tecnologías al final de la vida, pensando que somos capaces de hacerlo equilibradamente, no solo ocasiona los evidentes daños en términos de prolongación de agonías y deterioro de calidad de vida sino que es fuente de enajenación clínica:

«las relaciones humanas a menudo son descuidadas, juzgadas como menos importantes, más prescindibles, que la necesidad de un trabajo técnico de alta calidad. Las máquinas, los resultados de laboratorio y de los escáneres se convierten en el centro de atención; reemplazan la conversación con el paciente»

La medicina trasmite a los enfermos algo así como, esta frase es mía:

«Estamos luchando por su vida; no tenemos tiempo para zarandajas»

¿Por qué es tan difícil la gestión de la tecnología al borde del abismo? Callahan cree que por dos ambivalencias que rodean el final de la vida: la técnica y la social. Veamos.

La ambivalencia técnica

La enfermedad hasta bien entrado en siglo XX era un fenómeno de corto alcance temporal:

«La principal característica de la mayoría de las enfermedades en el pasado era su rapidez de inicio y velocidad de resolución. El patrón de enfermedad y fatalidad entre 1600 y 1870 contrasta enormemente con el actual. Las principales causas de muerte eran la disentería, el cólera, la gripe, la peste, la viruela, la fiebre tifoidea y la tuberculosis. Si no se moría de esas enfermedades, se recuperaba. La enfermedad era un fenómeno relativamente temporal, no crónico.»

Con la aparición de terapias efectivas (y otras aportaciones salubristas) la esperanza de vida comenzó a aumentar considerablemente. Como sabemos, esto ha tenido consecuencias en la carga de enfermedad:

«A medida que la duración promedio de la vida aumentaba también lo hacía la cantidad de enfermedad. Una vida más larga implica una vida marcada por una mayor incidencia de enfermedades, y una mayor duración de las enfermedades una vez que ocurren: el precio de una vida más larga ha sido una vida más enferma. La muerte ahora proviene principalmente de las enfermedades crónicas y degenerativas del envejecimiento. La muerte súbita, cuando ocurre, es más probable que sea el resultado de accidentes o violencia criminal»

El resultado más sorprendente del éxito de la tecnología médica es la combinación de vidas más largas y el empeoramiento de la salud. ¿Cuándo empieza a morir una persona en ese proceso? Como sabemos, los instrumentos para predecir la muerte de los pacientes con enfermedades crónicas son poco finos:

«El curso lento, pero variable, de la mayoría de las enfermedades crónicas, por sí solo, ya hace difícil decir cuando la muerte está cerca. Cuando se añade a esa incertidumbre el impacto adicional de terapias de prolongación de la vida, cuyo propósito es estirar los límites, y la práctica de la technology brinkmanship, cuyo propósito es llegar a los límites, la ubicación de la línea entre la vida y la muerte se vuelve más indeterminada.»

Si a esta ya tenue línea entre la vida y la muerte le añadimos aspectos relacionados con la calidad de vida, entonces todo se vuelve más difuso:

«Lo que los avances tecnológicos han hecho, entonces, es cambiar la naturaleza de la enfermedad, aumentando su duración una vez contraída, para hacer casi invisible la línea entre extender una vida y extender una muerte; y luego -como un toque final- hacer invisible el límite entre una persona viva y un cuerpo que funciona biológicamente, como vemos en las demencias»

La incertidumbre se ha incrementado:

«El resultado incierto de algunas terapias establecidas, que pueden funcionar excepcionalmente en casos aparentemente desesperados, o de terapias experimentales, cuyos resultados no se conocen, puede hacer que la noción de «futilidad» sea un espectro, entrando y saliendo de la niebla de la certeza y la probabilidad. Los avances tecnológicos cambian constantemente las probabilidades de los resultados terapéuticos.»

«¿Por qué ahora es tan difícil tener una muerte en paz?», se pregunta Callahan. Pues sencillamente:

«…porque la medicina encuentra cada vez más difícil localizar la línea entre el vivir y el morir, y así saber cuándo detener el tratamiento por considerarlo inútil»

Ambivalencia social

La ambivalencia técnica y social se retroalimentan. Nadie quiere tratamientos inútiles pero la consideración de qué es útil se interpreta de manera tan amplia que incluye los beneficios marginales aun sin mejoras en la calidad de vida. Por tanto, en la práctica, no es suficiente con rechazar los tratamiento inútiles puesto que existe siempre alguna utilidad por pequeña que sea que inmediatamente va a ser asumida por los enfermos. Por eso es tan frecuente que las personas sean ambivalente: dicen una cosa cuando están bien y otra cuando están mal. De ahí la poca utilidad de las directrices previas. Esto nos pone delante de un grave problema:

«…debemos tener poca confianza en que siguiendo lo que la gente expresa pueda haber un cambio dramático en los patrones de tratamiento»

Callahan pone algunos ejemplos de esta ambivalencia de los pacientes como la aceptación generalizada de las personas muy mayores de la diálisis, a pesar del mínimo impacto en la prolongación de la vida y el enorme que tiene sobre su calidad:

«¿Qué dice la gente que quiere? La mayoría de las personas responden en las encuestas que querrían que se abstuvieran o retiraran sistemas de soporte vital si no hay esperanza de recuperación o si hay un gran dolor. Se podría concluir fácilmente, a partir de esos datos, que la mayoría de las personas, y en particular los ancianos, no desean alta tecnología agresiva para ampliar su vida. Pero los resultados de la encuesta sobre las actitudes generales hacia el tratamiento al final de la vida deben compararse con los datos empíricos que demuestran que, en los últimos años, es en los ancianos donde se producen los incrementos más notables de utilización de tecnologías… el «más viejo y más enfermo» es la tendencia general.» 

La tercera salvaguarda que Callahan plantea ante el debate de la muerte médicamente asistida es asumir la ambivalencia de profesionales y pacientes, ante la utilización de tecnologías al final de la vida, sustentada en una incertidumbre incremental alimentada por una ciencia biomédica que cada vez vive mas de los beneficios marginales y los casos excepcionales.   

Hace poco escribíamos sobre el libro de la oncohematóloga norteamericana Azra Raza, «The first cell» donde expresaba algo parecido:

«Los avances terapéuticos desarrollados en modelos animales son comunicados como si fueran directamente aplicables a las personas. Mejoras de semanas en la supervivencia son vendidas como la cura definitiva. Estas proclamas excesivamente adornadas son profundamente dañinas  para los pacientes..Ser positivo es el eslogan. Pero ¿Qué hacemos entonces con los enfermos con cáncer que sufren intenso dolor y sufrimiento? ¿Por qué nos cuesta tanto decirles que la mayoría de ellos van a morir? ¿Por qué seguimos promocionando esperanza en base a casos anecdóticos?»

¿Cómo podrán los enfermos ejercer su autonomía en un contexto informativo tan intoxicado de sobrevaloración?

Esto nos conduce a una cuarta salvaguarda (que es más una conclusión personal que del filósofo): sin un debate serio, objetivo, no inflado de expectativas comerciales, sobre el verdadero impacto de las intervenciones tecnológicas, especialmente al final de la vida, no será posible generar una reflexión equilibrada sobre lo que la medicina puede o no hacer.

Esto es importante, en mi opinión, porque hoy en día, para enfermedades tan prevalentes como el cáncer, podría llegar a ser más fácil para un enfermo solicitar la eutanasia que rechazar la quimioterapia. Hay una enorme presión social, familiar y médica para que los enfermos acepten tratamientos que la mayoría de las veces ofrecen a lo sumo unas pocas semanas de mala vida. Esos rechazos son interpretados como irracionales y, si están inscritos en un contexto de creencias espirituales, religiosas o existenciales que alguien pueda interpretar como «terapéuticas», entonces la persecución incluirá denuncias públicas. En algún sitio denominé a esta situación «nuevo paternalismo tecnocientífico»

Como en tantas cosas, sin buen conocimiento no será posible una buena medicina. Pero ni siquiera con buen conocimiento será posible evitar la ambivalencia y las contradicciones al final de la vida.     

Tras esta descripción del final de la vida en la era de la medicina tecnocientífica, donde tecnologías, expectativas y derechos conspiran para hacer cada vez más complicada la búsqueda de soluciones, y que Callahan desarrolla en el capítulo 1 de su libro, dedica el capítulo 2 a hacer una extraordinaria reflexión de filosofía práctica con algunos hallazgos que me parecen notables. 

Callahan tiene claro que la medicina moderna ha declarado una especie de guerra metafórica a la muerte, guerra a los estragos del tiempo; guerra, en definitiva, contra la naturaleza. Y esta batalla, la medicina la ha ganado.. parcialmente. La vida se ha alargado y la muerte se ha llevado cada vez más cerca de la vejez rescatando a gente que antes habría muerto. Sin embargo, este aparente triunfo sobre la naturaleza va acompañado de su penitencia: ahora no sabemos manejar el paso entre la vida y la muerte. 

Parte de este fracaso es inevitable: siempre habrá cierta angustia e incertidumbre sobre la llegada de la muerte. Pero, para Callahan, la tragedia es que la medicina en las últimas décadas de euforia se ha olvidado de desarrollar una comprensión coherente e integrada del lugar de la muerte como parte natural de la condición biológica humana. Esta distorsión ha llegado al extremo de que la medicina ahora asume que la muerte no es un fenómenos natural sino la consecuencia de una deficiencia biológica corregible:

«Ahora no sabemos si la muerte debe ser aceptada como parte de la vida o rechazada como un accidente reparable»

Esta idea de la muerte como un «accidente reparable» introduce subrepticiamente la obligación moral de intervenir: si no intentamos evitar la muerte, hay culpa moral ya que hay personas que pueden morir cuando podían seguir viviendo:

«(Ahora) es nuestro albedrío, nuestra acción, la que hace de la naturaleza lo que es, o, más aún, lo que antes considerábamos que era la muerte natural ahora es una interpretación creativa, una obra artificial.»

Esto es una fantasía ya que como mucho «su mordida simplemente se ha suavizado» pero, ciertamente, «esta idea de una naturaleza desaparecida, que ha sido reemplazada por el arte humano y el artificio científico, está poderosamente viva, aunque a menudo escondida bajo la superficie»

Callahan pone algunos ejemplos para ilustrar cómo funciona esta lógica:

(1) Algunos médicos se resisten rutinariamente a apagar respiradores y otras máquinas que sostienen la vida con pacientes que morirán irreversiblemente sin este apoyo porque experimentan su acción como equivalente a matar al paciente.

(2) Algunos médicos suelen estar más dispuestos a no iniciar un tratamiento que a finalizarlo una vez iniciado. En el primer caso, creen que la enfermedad será responsable de la muerte. En este último, creen que será su decisión la que acabará con la vida

(3) Muchas enfermeras y médicos son reacios, y a veces se niegan, a aceptar decisiones para detener la nutrición artificial con pacientes moribundos, demencias avanzadas o en un estado vegetativo persistente. Su razonamiento es que el paciente morirá de hambre debido a su omisión

(4) Los defensores de la investigación a menudo argumentan que la falta de asignación de dinero a la búsqueda de una cura de una enfermedad letal (por ejemplo, el SIDA, el cáncer de mama, la enfermedad de Alzheimer) manchará la manso de sangre de aquellos que niegan el dinero

Cuando antes la muerte estaba dominada por la naturaleza, ahora se nos aparece, de muchas formas, como un dominio humano; lo que antes estaba fuera del alcance de nuestra responsabilidad, ahora es responsabilidad nuestra: retiramos un respirador, evitamos la alimentación artificial o no financiamos determinada investigación.   

Esta desnaturalización de la muerte, que ha pasado de ser una consecuencia lógica de una estado mórbido subyacente a la consecuencia de una decisión médica, tiene importancia ya que:

(1) Si la muerte ya no es nunca natural sino consecuencia de una decisión médica, es más fácil ver como aceptable y equiparable otro tipo de decisiones como son las relacionadas con la muerte médicamente asistida:

«El acto de matar, en este sentido, sería tan humano como el acto de permitir vivir o morir, pero, en algunos casos, más misericordioso»

(2) Si la muerte natural no existe, dejar morir es un acto culposo y por tanto, siempre hay que hacer algo para intentar evitarla 

Unos y otros -los que están a favor de la eutanasia y los que consideran que la vida es sagrada y siempre debe ser protegida- utilizarían esta metáfora de la muerte como decisión humana, según Callahan, para hacer más aceptables su propuestas. Si la muerte ya nunca es natural entonces tanto la decisión de matar como la de hacer todo lo posible para evitar la muerte pueden ser válidas y racionales:

En otras palabras, la muerte ya no es natural; sólo un nuevo tipo de elección … La tiranía que una vez fue atribuida a una naturaleza fija e inmutable, más allá del poder o control humano, ahora ha sido transferida al reino humano. El poder de la tecnología impone un nuevo determinismo. Mientras que antes era la naturaleza la que decidía quién viviría o moriría, ahora nuestras capacidades tecnológicas han llegado a desempeñar ese papel. 

Esta desaparición de la muerte natural nos hace prisioneros de nuestra capacidad de elección:

«En el antiguo mundo de la naturaleza, algunos actos y eventos eran nuestra responsabilidad, otros, la mayoría, no. En el nuevo mundo de la naturaleza desaparecida, todos ellos son nuestra responsabilidad…Donde antes estaba la naturaleza, ahora está la elección humana. Donde hay elección, hay tecnología. Y donde hay tecnología, la elección se transforma.»

Ahora nos comportamos como dioses: somos la causa (real o imaginaria) de todo lo que existe y, por tanto, somos moralmente responsables de todo lo que sucede o podría suceder al final de la vida. Es lo que Callahan llama «monismo tecnológico» ya que, en uno u otro extremo, es la intervención humana a través de la tecnología la que decide los destinos

Las consecuencias son paradójicas como apuntábamos más arriba:

«En nombre de la santidad de la vida, muchos de los que se consideran conservadores y partidarios de los valores religiosos tradicionales, se ven sometidos a la esclavitud de explorar todas las posibilidades médicas, sostenidas en el falso dios de la tecnología. El valor de la vida, en este caso, se define en la práctica, no por principios religiosos o morales sino por las capacidades técnicas.» 

Para Callahan, no hay menor problema en el otro extremo del espectro ideológico:

«Aquellos que buscan una liberalización de las normas aprovechan la supresión de la muerte natural justificando el control total de toda la vida humana a través de la eutanasia y el suicidio asistido: la autonomía sale triunfante, el sufrimiento es desterrado y el dinero es ahorrado;…si el sufrimiento no puede ser desterrado entonces debe ser eliminado. Negarse a actuar decididamente cuando hay sufrimiento, es ser responsable de ese sufrimiento»

Claro, Callahan aboga por recuperar la idea de muerte natural ya que si permitimos que el monismo tecnológico siga vigente, la moral médica va a estar controlada por la tecnología, dejando poco espacio entre el miedo a dejar de usarla y la compulsión para detener sus efectos mediante la eutanasia.

Pero la recuperación de la muerte natural por la que aboga Callahan no es una vuelta a la situación previa a la revolución tecnocientífica médica sino a una interpretación plausible y útil que ponga la responsabilidad humana en su sitio:

«Hay que encontrar límites a la responsabilidad humana por la vida y la muerte» 

Para recuperar esta interpretación plausible de la muerte natural, Callahan cree que es necesario desenmascarar tres errores:

(1) El primero es la creencia generalizada de que, aunque la muerte es inevitable, ninguna de sus causas específicas tiene que ser necesariamente aceptada ya que todas son en principio curables:

«El primero de estos errores ayuda a explicar por qué aunque los profesionales sanitarios saben que la muerte es inevitable, en la práctica, les resulta tan difícil permitir que un paciente muera de una enfermedad en particular, la única manera, por otra parte, en que un paciente puede morir.»

Callahan lo expresa de otra manera:

«La muerte, en general, es inevitable pero la muerte, en particular, es contingente. Toda posible causa de muerte puede ser vista como mala suerte: un accidente que podría haberse evitado; un cáncer o una infección que podrían haberse detectado a tiempo; una enfermedad que no me habría matado si la hubiera contraído dentro de unos cuantos años cuando el tratamiento que ahora es experimental ya estuviera disponible»

(2) El segundo error es aquel que asume que no hay diferencia moral fundamental entre matar a una persona y permitir que una persona muera.

«El segundo error ayuda a iluminar por qué, para algunos, permitir morir supone una carga moral abrumadora muy parecida a matar y, para otros, por qué matar puede llegar a ser tan aceptable como permitir morir.»

Si aceptamos la idea de que la naturaleza ha desaparecido, la línea que separa los actos de omisión y comisión también desaparece:

«Siempre hay una diferencia fundamental entre lo que la naturaleza nos hace y lo que nos hacemos los unos a los otros… Aunque el resultado de matar y permitir la muerte pueda ser similar eso no significa que la diferencia causal entre las dos situaciones sea moralmente irrelevante.»

(3) El tercer error es aquel que piensa que el compromiso con la santidad de la vida humana se expresa mejor a través de la ciencia médica y la agresividad tecnológica contra la muerte.

«El tercer error ayuda a dejar claro por qué un compromiso con el valor y la santidad de la vida, a menudo, ha terminado en un secuestro tecnológico donde es la tecnología la que dicta las normas morales.»

Acaba este apartado Callahan con un párrafo de los buenos:

«No inventamos la muerte, y no podemos hacerla desaparecer. Colapsar la causalidad y la culpabilidad, tratar la naturaleza como si se hubiera convertido en prescindible en nuestro cálculo moral, tiene dos efectos nocivos, aunque paradójicos. Refuerza la predilección de nuestra cultura por negar la muerte: si la naturaleza ha desaparecido, también lo ha hecho la muerte. Por contra, magnifica monstruosamente la responsabilidad humana sobre la muerte: si la naturaleza ha desaparecido, entonces todo lo que pase es culpa humana. Ninguna de esas alternativas es sensata o tolerable.»

Lo que Callahan defiende es que los seres humanos, en especial los médicos, tenemos sólo una «responsabilidad limitada» sobre la muerte que es una realidad biológica independiente. 

Esta podrías ser una quinta salvaguarda muy relacionada con la primera. La necesidad de recuperar médico y socialmente la idea de la muerte natural. Dedica los capítuloS 4, 5 y 6 del libro a este asunto y será motivo de otra entrada (es un concepto que ya adelantó en su fantástico libro «Poner límites»)

En el capítulo 3, es el que Callahan dedica a su argumentación contra la eutanasia, una idea que, por otra parte, le parece a Callahan es razonable que haya emergido ante el fracaso de la medicina en el final de la vida: 

«si no podemos confiar en que la enfermedad tome nuestras vidas de forma rápida o pacífica, ni podemos confiar en que los médicos sepan con gran precisión cómo o cuándo detener el tratamiento para permitir que eso suceda, entonces tenemos derecho a recurrir a medios más directos. Se debe permitir que los médicos, en nombre de la misericordia, acaben con nuestras vidas a petición voluntaria o, alternativamente, se nos permita poner en nuestras manos los medios que nos permitan suicidarnos.. Esta reacción es perfectamente razonable»

En efecto, para Callahan, la aparición del movimiento pro-eutanasia está basado en dos argumentos importantes: (1) el derecho a la libre determinación y (2) la obligación que nos debemos unos a otros, pero especialmente de los médicos, de aliviar el sufrimiento.

Para Callahan, el salto a la muerte médicamente asistida es peligroso por potencialmente incontrolable:

«Esta es una dirección peligrosa para ir en la búsqueda de una muerte pacífica. Se basa en la ilusión de que una sociedad puede poner en manos privadas de los médicos, sin problemas, el poder de acabar con la vida de un enfermo de manera directa y deliberada»

Es peligroso, también, porque profundiza en lo que denomina la ideología del control:

«Perpetúa y empuja a un extremo radical una ideología misma del control -con su objetivo de dominar la vida y la muerte- que es la que está en la base de los problemas que ha generado la medicina moderna. En lugar de cambiar la medicina para abordar el problema de la elevada prevalencia de muertes intolerables, este enfoque, simplemente, trata los síntomas pero reforzando y conduciendo más profundamente a la sociedad hacia esta ideología del control»

Ciertamente nuestra sociedad moderna considera que el control es una idea asociada directamente al progreso humano. Cita Callahan al Conde Listowel cuando articula su idea de progreso:

«El progreso social se puede medir por el grado de control que el hombre logra sobre su entorno sustituyendo las fuerzas ciegas e instintivas de la naturaleza por su voluntad racional. En el ciclo de la vida humana hemos ido muy lejos hacia el dominio de los procesos de reproducción. Pero el proceso de morir todavía se deja principalmente al azar y a la desintegración del cuerpo»

Control y progreso humano son una pareja casi indisoluble que hace que la muerte médicamente asistida parezca parte de ese progreso social. Para Callahan, desde luego, no lo es.

El autor, sin tapujos, reconoce que las posibilidades de sufrimiento humano son, en algunos casos, muy graves y no desea disminuir su importancia:

«Aún más poderoso a veces que el miedo a morir es el miedo a no morir, a ser una carga para la familia, a ser forzado a soportar un dolor destructivo o a vivir una vida de inútil sufrimiento sin alivio… Las razones para apoyar la eutanasia son convincentes: agonía prolongada, sensación de absoluta inutilidad, dolor que sólo puede aliviarse al precio de la inconsciencia, un jadeo desesperado por poder respirar que, si se alivia, será seguido una y otra vez por el mismo jadeo; o, tal vez peor, meses o años en un asilo de ancianos. Las posibilidades del sufrimiento inhumano no deben ser minimizadas. Puedo imaginar situaciones que podrían llevarme a querer tal alivio o sentirme impulsado a quererlo para los demás. No es fácil decir que no a algo tan atractivo, debido a su aparente posibilidad para aliviar nuestros miedos.»

Comprende que la opinión pública sea cada vez más favorable:

«El movimiento para legalizar la eutanasia y el suicidio asistido es una respuesta poderosa y, casi, históricamente inevitable, al miedo que he descrito. Saca parte de su fuerza del fracaso de la medicina moderna para asegurarnos que puede manejar nuestra muerte con dignidad y consuelo. Extrae otra parte de nuestro deseo de ser amos de nuestro destino.»

«¿Por qué deberíamos soportar lo que no hay que soportar?» se pregunta Callahan:

«Si la medicina no siempre puede traernos el tipo de muerte que nos gustaría a través de sus habilidades técnicas, ¿por qué no puede utilizar estas habilidades para darnos una liberación rápida y misericordiosa?»

Pero, para Callahan, reconocer la existencia de sufrimiento no es aceptar la obligación de siempre aliviarlo, es decir, la obligación de aliviar el sufrimiento no es absoluta:

«El problema de la eutanasia nos obliga a responder a una pregunta dura: ¿debe ser parte de las obligaciones del médico aliviar el sufrimiento mediante un homicidio consentido? La pregunta también se puede hacer desde el punto de vista de la paciente: ¿es una petición moral legítima que un paciente le pida a su médico que le mate o le ayude a suicidarse?»

Callahan realiza en este punto un análisis del concepto de sufrimiento, sentimiento que considera distinto al dolor -más físico y objetivo- y que vincula con aspectos emocionales, existenciales, vitales y, por tanto, subjetivos y, en muchas ocasiones, externos a los fines de la medicina. Desde este punto de vista, Callahan reconoce que existen muchos sufrimientos que la medicina o no es capaz de aliviar o ha decidido situar fuera de sus fines:

«Hay muchos sufrimientos que los médicos no podemos aliviar: dar más tiempo a pacientes en una consulta saturada, dar dinero a un enfermo que lo necesita.. Los médicos no pueden solucionar todos los sufrimientos de los enfermos»

Callahan va más allá: no todos los sufrimientos son necesariamente improductivos:

«Hay algunos tipos de sufrimiento que pueden ser motivo de maduración y crecimiento personal. Solemos pedir a las personas que cuidan a los que sufren, paciencia, lealtad, firmeza o fortaleza porque son valores que pueden ayudar a que la persona pueda acabar enfrentándose productivamente a su sufrimiento, por pesada que sea la carga. Estamos llamados a sufrir con el otro, a ser una presencia de apoyo.»

Hay para el bioeticista norteamericano dos tipos de sufrimiento:

«Se pueden distinguir dos niveles de sufrimiento. En un nivel, el principal problema es el del miedo, la incertidumbre, el temor o la angustia de la persona enferma para hacer frente a la enfermedad y su significado en la continuación de la vida, lo que podría llamarse la penumbra psicológica de la enfermedad. En un segundo nivel, el problema tiene que ver sobre cómo afecta el sufrimiento al significado de la vida misma… Las preguntas aquí ya no son sólo psicológicas, sino que abarcan cuestiones filosóficas y religiosas fundamentales.»

El médico debe hacer todo el esfuerzo posible para responder al sufrimiento del primer tipo pero es inadecuada la respuesta médica para el sufrimiento del segundo tipo:

«Esto significa que el médico a través de la comunicación, el consejo, el alivio del dolor y la colaboración con la familia y amigos, debe hacer todo lo posible para disminuir la sensación de amargura, ansiedad y desintegración del enfermo de cara al inevitable enfrentamiento con la muerte. El doctor debe proveer confort, cuidados y compasión. Pero cuando el paciente le comunica que su vida ya no tiene sentido, que su sufrimiento no tiene consuelo debido a su sentido de inutilidad o que su pérdida de control es experimentada por él como insultante e intolerable para su idea de dignidad, en ese momento, el médico debe trazar una línea. Esos problemas no pueden ser solucionados adecuadamente mediante la medicina y es un error intentar hacerlo»

Y continua

«Hay poco desacuerdo sobre el deber del médico de aliviar el dolor físico… Más pertinente para mi, sin embargo, es reflexionar sobre el alcance del deber del médico en aliviar el sufrimiento, es decir, en tratar de prestar ayuda ante una condición psicológica o espiritual de una persona que, como resultado de la enfermedad, sufre (ya sea con dolor o no). Quiero sostener que el deber es importante, pero no ilimitado.»

Pero ¿qué hacemos entonces con el «sufrimiento innecesario»? Para Callahan este sufrimiento innecesario es muy difícil de diferenciar del «sufrimiento innecesario inevitable» que es aquel que puede ser un medio esencial, un acompañamiento, en la consecución de valiosos fines humanos. Cómo separar el sufrimiento innecesario (aquel que no es una parte inextricable de objetivos humanos importantes) del sufrimiento innecesario inevitable, no es tarea fácil, pero intentar aliviar todo tipo de sufrimiento puede ser muy dañino socialmente:

«Si hacemos que el alivio del sufrimiento mismo sea el objetivo más elevado, corremos el grave riesgo de sacrificar, o minimizar, otros propósitos humanos. La vida se centraría entonces en evitar el dolor, minimizar el riesgo y mirar todos los proyectos y metas posibles de la vida con miras a su probabilidad de producir sufrimiento. Si esto es poco deseable en nuestras vidas individuales todavía lo es menos si se convierte en parte de las políticas sociales»

Pero, y si estamos verdaderamente ante un sufrimiento innecesario evitable, «un profundo ataque inútil a nuestro sentido de la integridad y la autodirección», ¿debe hacer algo la medicina?

Los defensores de la eutanasia creen que cuando existe este tipo de sufrimiento, determinado a través de los procedimientos de garantía estrictos, el sentido de la integridad solo puede restablecerse reconociendo el derecho a la libre autodeterminación del paciente a solicitar la muerte para acabar con él.

Aquí Callahan parece tener un momento de duda supongo que semejante al que tuvo con el aborto:

«¿No se podría defender que al conceder permiso social para la eutanasia no se estaría realmente adoptando una posición general sobre el sentido de la vida, la muerte y el sufrimiento, sino sólo empoderando a un individuo concreto y a su médico para que puedan llevar a cabo esa acción? ¿No sería, en ese sentido (la regulación de la muerte médicamente asistida) socialmente neutra?»

En este punto, Callahan podría haber abierto la puerta a la regulación de la muerte médicamente asistida para casos excepcionales siempre que la decisión se viera acompañada de las salvaguardas necesarias que hemos comentado previamente. 

Podría haber optado por dar una respuesta semejante a la que dio al aborto cuando, partiendo de posiciones antiabortistas, concluye que es necesaria su despenalización. Quizás podía haber utilizado una frase parecida a la que utilizó en el aborto como esta:

«Bajo algunas circunstancias (no muchas) la eutanasia podría estar moralmente justificada pero en cualquier circunstancia la ley debería defender el derecho de un/a paciente con sufrimiento innecesario grave e irreversible a decidir”.

Pero su respuesta no fue esta. Callahan cree que la regulación causaría un daño grave a la sociedad y a la propia medicina:

«La regulación de la eutanasia para nada es socialmente neutra. Establecer la eutanasia como política social es, en primer lugar, ponerse del lado de quienes dicen que el sufrimiento nunca tiene sentido y es siempre innecesario, y que defienden que debe ser aliviado de la manera más decisiva posible. En segundo lugar, es aceptar que una materia tan variable, tan altamente subjetiva como la evaluación del sufrimiento es mejor dejarla al juicio irrevocable del médico y el paciente»

Callahan considera que abrir esa puerta para determinados casos individuales implica un cambio cultural y social profundo sobre «lo que constituye una respuesta apropiada y socialmente aceptable ante el sufrimiento y las amenazas percibidas a la propia integridad de los enfermos» y una legitimación del asesinato mutuamente acordado.

En nombre de un sufrimiento subjetivo -que puede ser vivido de manera distinta por distintas personas, que puede ser, en algunos casos, reversible- se está pidiendo una respuesta objetiva e irreversible como es matar. La eutanasia no sería para Callahan un asunto individual sino una decisión con profundas implicaciones sociales:

«Se trataría, nada más y nada menos, de añadir una nueva categoría a los homicidios aceptables socialmente (defensa propia, pena de muerte y en el campo de batalla). Sería ir en contra de la evolución social que trata de limitar cada vez más esas posibilidades (lo más notable son las campañas para evitar la pena capital). Las sociedades han emprendido este camino porque se han dado cuenta de lo difícil que es controlar los homicidios legales. No importa las salvaguardas que se activen, el abuso y la corrupción serán posibles» 

Y continua con el conocido argumento de la pendiente resbaladiza:

El dolor físico y el sufrimiento psicológico de los enfermos muy graves que están muriendo son grandes males. Pero el intento de aliviarlos introduciendo la eutanasia y el suicidio asistido puede ser un mal incluso mayor… Una vez que la sociedad permite a una persona matar a otra según unos estándares privados de qué vidas merecen seguir viviéndose, no habrá manera de contener ese virus que hemos introducido.

En todo caso, Callahan reconoce que los defensores sensatos de la ayuda médica al morir son conscientes de los peligros de una autonomía desatada; son conscientes de que las pendientes resbaladizas son consustanciales a muchas políticas, y, por eso, Callahan, descarta las consecuencias apocalípticas de su eventual regulación:

«Rechazo la visión apocalíptica de algunos oponentes a la eutanasia que anuncian que el tren de la muerte arrollará a los más pobres, a los discapacitados o a los dementes. Esta visión no hace justicia a la seriedad de aquellas persona que la proponen ni a las numerosas fuerzas culturales y sociales capaces de controlar esas tendencias. No seré yo quién exagere con ese tipo de males» 

Y continua:

«Se trata de un debate que me es familiar en otros temas: son dos maneras diferentes de ver la misma realidad, de calcular ganancias y beneficios; son miradas que se asientan en diferentes partes de una misma tradición»

Se podrá estar o no de acuerdo con las conclusiones de  Callahan respecto a la muerte médicamente asistida pero desde luego sus argumentos son poderosos y profundos. Como he dicho antes, en los capítulo 4, 5 y 6 hace propuestas específicas sobre cómo mejorar el final de la vida, recuperando el concepto de muerte natural o muerte a tiempo. A ello dedicaremos una entrada próxima.

Abel Novoa es médico de familia y experto en bioética