Un nuevo frente a la vista. A pesar de que existía cierto movimiento crítico con las editoriales por su posición monopolística y contraria a la difusión libre del conocimiento, así como con los conflictos de interés en su relación con las multinacionales farmacéuticas, en los últimos días parece haber llegado, por fin, a la cabecera del debate crítico.

Todo a propósito de la propuesta de boicot científico a una de las editoriales médicas más importantes, Elsevier

La polémica viene «al pelo» para publicar el excelente texto que nos ha mandado José Aguilar, cirujano y colaborador del nodo NoGracias de la Región de Murcia titulado «Conflictos de interés y editoriales médicas» (todas las referencias aparecen en forma de link y son de libre acceso)

«En su formato ideal, la ciencia médica –la investigación y la difusión de los datos obtenidos de ésta– es una actividad, digamos, angelical, en teoría desprovista de conflictos políticos, financieros o personales. Pero sabemos que esto, en realidad, no es así. La influencia y el interés comprometen la objetividad deseable. Podemos admitir sin temor a equivocarnos que la declaración y el análisis de los distintos conflictos de interés, la transparencia en toda la cadena de la investigación científica, generará más confianza en la comunidad biomédica y en sus usuarios últimos, los pacientes.

Resulta ya una práctica habitual (y obligatoria) para los autores que remiten un artículo a la consideración de una revista biomédica que adjunten al mismo una declaración firmada sobre los posibles conflictos de interés. Ésta será más o menos detallada (no hay estándares ni regulación internacional al respecto) pero generalmente incluye los intereses financieros que puedan comprometer la neutralidad de la investigación considerada. Además, junto a este documento, se suele remitir una transferencia de copyright por la que se ceden todos los derechos editoriales a la revista a la que el artículo es enviado. Sin la firma de estos documentos, la editorial no aceptará la publicación del trabajo. Todo parece ir en el mismo paquete.

Es menos habitual, en cambio, que los propios editores publiquen sus conflictos de interésy poco se puede leer sobre esta regulación incluso en revistas en las que es un consejo editorial el que decide sobre los manuscritos. Esto se puede observar con detalle y a modo de ejemplo en las primeras referencias bibliográficas de este texto: en ellas se discute una nueva regulación (fechada en 2007) para el Journal of Clinical Investigation (JCI, una revista que publica investigación biomédica), en relación a los conflictos de índole financiera que los autores (y también los editores, en el caso concreto de esta publicación) deben declarar. Pero los conflictos no son sólo de dinero. Uno de los fraudes más sonoros de los últimos tiempos, la publicación por Hwang Woo-Suk de la posibilidad real de generar células madre desde embriones humanos clonados, es un “crimen” en el que probablemente el dinero no fue el “móvil” principal o, en cualquier caso, no fue el único. Además del dinero, debemos considerar la ambición profesional (sea ésta “legítima” o no tanto), el deseo ferviente de obtener datos “positivos” en nuestra investigación, la necesidad de publicar un número suficiente de artículos/año para justificar nuestros sexenios o la beca correspondiente, etc. Y esto no es regulable. Una política de “simple” transparencia, que tampoco está de más exigir en muchos otros aspectos, obligaría a remitir una biografía detallada de los autores, un perfil psicológico, una declaración de creencias. Algo no sólo poco útil sino claramente exagerado e invasivo.

Como asegura Caplan la respuesta probablemente más eficaz es exigir integridad (en realidad profesionalidad) por parte de los autores y una revisión crítica vigorosa por parte de los editores. Pero ¿quiénes son estos editores? ¿para quién trabajan? ¿quién los elige y por qué? ¿por qué los revisores trabajan de forma anónima? ¿cuál es su formación? ¿por qué las discusiones de autores y revisores respecto a su investigación no se hacen evidentes en la edición final (la publicada) del artículo?

Las editoriales de revistas biomédicas deben luchar contra algunas enfermedades propias de la investigación: la conducta inapropiada de los investigadores, los conflictos de interés, la coartación de su libertad editorial y la falta de responsabilidad por sus errores (mejor expresada con su término inglés “accountability”: rendición de cuentas). Pero esas enfermedades, cuando se propagan, no afectan demasiado a las compañías editoriales: en realidad nos afectan a los consumidores de la investigación publicada y, finalmente, a aquéllos sobre los que aplicamos este conocimiento: nuestros pacientes.

En un libro publicado en 2011 por Richard Smith (editor del British Medical Journal –BMJ– entre 1979 y 2004)  y que centra muy estructuradamente este debate, se detallan los impresionantes beneficios de gigantes editoriales como Reed Elsevier (editorial del Lancet, entre otras) y de las sociedades médicas que publican revistas especializadas. Según Smith, ambos tipos de editores logran, a través de publicidad farmaceutica o privada y de las ventas directas o por suscripción de copias o de acceso, ganancias que difícilmente pueden justificarse por los gastos editoriales o por el “valor añadido” a la investigación que ellos aportan.  De hecho, poca gente parece saber realmente cuánto dinero se consigue publicando investigación cedida gratuitamente por los autores, junto al copyright, junto al formulario del conflicto de intereses.

Si consideramos todas las posibles influencias que la industria farmaceutica tiene sobre las editoriales médicas, la publicación de los ensayos clínicos patrocinados por esta misma industria parece ser la más deletérea ya que la mayoría de los lectores consideramos un ECA como una de las formas más sofisticadas de evidencia científica médica y en ellos apoyamos nuestras decisiones. Sin embargo, sabemos que esos ECAs raramente producen resultados desfavorables para la compañía que los patrocina y no tanto por la manipulación de sus resultado o la no publicación de los estudios negativos, cuando los hay, sino por su diseño sesgado que permite extraer las conclusiones adecuadas (para la industria) y que la más exhaustiva de las revisiones probablemente no va a detectar. En la tabla I se apuntan algunos de estos trucos de infalibilidad. De hecho, los ECAs promovidos por la industria farmaceutica suelen tener un diseño mejor que los de financiación pública o de otro tipo. Así la rueda sigue girando: los revisores no encuentran fallos en la investigación, los editores la publican y los promotores financian suplementos monográficos en la revista de los que posterior o simultaneamente harán copias para su distribución puerta a puerta, consulta a consulta, para el marketing directo con los médicos. De hecho, una revista como The Lancet gana más dinero(el 41% de sus ingresos en 2005-2006) vendiendo copias físicas (separatas) de ensayos clínicos patrocinados por compañías farmaceuticas que por suscripciones o por publicidad directa. Por otro lado, también hay ganancias en “intangibles”: las revistas que publican más ECAs patrocinados por la industria aumentan su factor de impacto. Por ejemplo, si en el bienio 2005-2006 suprimiéramos los ECAs patrocinados por la industria del New England Journal of Medicine, su factor de impacto diminuiría en un 15%. ¿Cómo echar para atrás (desde el punto de vista de un editor también responsable de la cuenta de resultados) la investigación que aporta esos ingresos y ese prestigio en forma de citas? ¿Cómo no publicarla?

Smith, gran conocedor, investigador y divulgador de este negocio, dimitió de su cargo como editor del BMJ en 2004 y actualmente participa en la Junta Directiva de PLoS (cargo, por cierto, no remunerado, según declara).  Se especula que su decisión se pudo deber a la negativa de la editorial (la Asociación Médica Británica) a dar acceso libre online al contenido de la revista, restringiéndolo sólo a suscriptores. Pero esto, desde luego, son sólo rumores. En 2008, invitado a dar una conferencia en la Medico-Legal Society establecería, a modo de corolario, las siguientes conclusiones sobre su perspectiva personal y sobradamente informada de este asunto (transcribo): “las revistas [médicas] realmente no saben para qué sirven (desconocen sus fines); la mayoría de lo que publican es de baja calidad y algunas cosas son francamente peligrosas; el proceso de revisión por pares (peer review) está fundamentalmente sesgado; muchos estudios incluyen autores que no han hecho nada y muchos están escritos por negros (en el sentido en castellano para el término inglés “ghost author”); los conflictos de interés son comunes, tienen una gran influencia y no se manejan adecuadamente; las revistas [médicas] forman parte del proceso de marketing de las compañías framaceuticas; la participación de los pacientes es crucial en Medicina pero las revistas no sólo no los incluyen, sino que están realmente abusando de ellos; el fraude en la investigación sucede en realidad y no tenemos una respuesta adecuada; la mala conducta editorial también existe y los editores no rinden cuentas suficientemente; las leyes sobre difamación obstruyen el discurso [la refutación de argumentos] científico y, por último, las revistas están haciendo dinero en base a la restricción del acceso a la información”. Al final, la literatura médica no parece ser ninguno de los dos conceptos que literalmente se atribuye.

Existe, por tanto, un claro conflicto de interés también en este nivel de la cadena de producción de ciencia médica: el deseo de las sociedades médicas (que, en esencia, actúan como un lobby para sus miembros) y de las editoriales (que obtienen beneficios en su mayoría de la publicidad de la industria farmaceutica y de las –prohibitivas– tasas de suscripción que sufragan en su mayoría bibliotecas médicas online de redes asistenciales o docentes de titularidad pública) de hacer dinero y generar prestigio y liderazgo en base al trabajo de autores e instituciones que no reciben compensación económica por su contribución. Estos intereses no siempre alineables pueden generar, probablemente en más ocasiones de las que tenemos noticias, roces y desencuentros entre ambas partes del negocio, es decir, entre la industria farmaceutica y las editoriales. Un ejemplo puede ser la historia de la Dra Catherine DeAngelis, editora jefe del Journal of the American Medical Association (JAMA) desde 1999, cuyo liderazgo, entre otras cosas, ayudó al Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas en 2004 a diseñar un registro público de ensayos clínicos como condición previa de la publicación posterior de los mismos. La Dra DeAngelis también promovió que un estadístico académico independiente revisara los ECAs patrocinados por la industria antes de su aceptación por parte de JAMA. Por éstos y otros esfuerzos en pro de la ética, la responsabilidad y la sensibilidad ante los conflictos de interés, la Dra DeAngelis ha sido acusada en ocasiones tanto de lenidad como de inmadurez y falta de profesionalidad etc. En 2011 la Dra DeAngelis dejó el comité editorial de JAMA y actualmente desarrolla un progama en Johns Hopkins llamado “Centro para el Profesionalismo Médico y de las Profesiones Relacionadas”. En una entrevista, cuando aún estaba en activo como editora de JAMA, declaró que un editor debería ser alguien “tough-minded, thick-skinned and tender-hearted” es decir, algo así como “tenaz, de espaldas anchas y caritativo”. Difícil asunto.