Counterthink Birth of Big Pharma

Luis Collar es un médico, escritor y blogero norteamericano que, aunque quita excesiva culpa a la Big Pharma en nombre del muy americano «business is bussiness», hace una interesante reflexión en este artículo titulado ¿Es la Big Pharma el diablo?, acerca de la responsabilidad de los médicos en el actual pharmageddon. Olvida Collar que la industria no vive solo de los sobornos a los médicos y asociaciones científicas sino, sobre todo, de la manipulación de la evidencia, lo que puede sesgar en su decisiones al médico mejor intencionado. No obstante, merece la lectura.

«A pesar de ser sólo el 4 % de la población mundial, los Estados Unidos representaron casi el 35 % (326 mil millones dólares) del mercado mundial de las drogas farmacéuticas en 2012. No es sorprendente que las prácticas de la industria farmacéutica, sus considerables presupuestos para marketing y sus gigantescos beneficios sean objeto de acalorados debates en casi todas las discusiones sobre políticas de salud. Pero antes de abordar la posibilidad de la existencia del mal en esa industria, deberíamos plantearnos una pregunta decisiva: ¿Está nuestra enorme inversión en fármacos dando sus frutos?

Dada la variabilidad de los precios de los medicamentos y la falta de datos fiables de las recetas disponibles para el público, el impacto colectivo que las distintas clases terapéuticas tienen en sus respectivas enfermedades es difícil de determinar con certeza. Pero al comparar los datos de prescripción de IMS Health , con datos de mortalidad de los CDC durante dos años (2008 y 2011) se puede obtener, por lo menos, una idea aproximada. Y lo que se desprende de este ejercicio rudimentario es una advertencia para pacientes y médicos.

En primer lugar, consideremos el impacto de los productos farmacéuticos en la diabetes, nuestra séptima causa de mortalidad. En 2008, fue responsable de un 2,9% (70.553) del total de muertes. Gastamos más de 13,6 mil millones de dólares ese año, prescribiendo 166 millones de recetas para cosas como los hipoglucemiantes inyectables u orales. En el año 2011 nuestro gasto en estos medicamentos había aumentado en más de un 50 % hasta 20,5 mil millones dólares (173 millones de recetas). Sin embargo, la diabetes sigue siendo la séptima causa de muerte y de nuevo representa el 2.9 % (73,282) de todas las muertes.

A continuación, examinemos el cáncer, la segunda causa de muerte en este país. En 2008, representó el 23 % (565.469) de todas las muertes  y llegamos a 19,7 mil millones de dólares en medicamentos antineoplásicos. En 2011, sin embargo, el cáncer de nuevo causó el 23% (575.313) de todas las muertes a pesar de haber gastado 24 mil millones (4,3 mil millones más que en el 2008).

Por último, consideremos el suicidio (sin doble sentido), la décima causa de muerte. En 2008, las lesiones autoinfligidas intencionalmente fueron responsables de un 1,5% (36.035 ) del total de muertes. Gastamos unos 26 mil millones de dólares ese año en medicamentos para la salud mental como los ISRS, los antipsicóticos o los ansiolíticos. Tres años más tarde, el suicidio de nuevo representó el 1,5 % (38 285) de todas las muertes, a pesar de 3700 millones de inversión adicional realizada en medicamentos psicotropos.

Es cierto que este tipo de análisis agregado no logra establecer relaciones de causalidad o incluso correlaciones y pasa por alto el rendimiento y los precios de los fármacos individuales, el impacto de los medicamentos en otras variables distintas  a la muerte (por ejemplo, la calidad de vida) o el papel que estos medicamentos juegan en la salud del paciente. También falla en el control de muchas otras variables que afectan significativamente a los resultados y el lapso de tres años puede ser demasiado corto para evaluar la inversión.

A pesar de una validez estadística limitada, sin embargo, los datos son bastante significativos. Estos datos nos ayudan a apreciar que los productos farmacéuticos no curan todo y que la excesiva dependencia que la medicina tiene de los medicamentos es no sólo costosisima sino también asombrosamente ineficaz. Los datos nos ayudan a ver que muchos de los ensayos clínicos que se promocionan como «evidencias» de eficacia de un fármaco son pobres indicadores del impacto de los fármacos en situaciones  en el mundo real. Incluso con las enfermedades cardiovasculares, donde las drogas farmacéuticas pueden haber mejorado ligeramente la mortalidad total, los costes no son proporcionales a ganancias en salud excesivamente modestas y deberían darnos algunas claves.

Intuitivamente, este gasto de miles de millones de dólares en medicamentos que producen poca o ninguna mejoría en la mortalidad debería ser capaz de generar una considerable disonancia cognitiva. Sin embargo, nuestro país, más que ningún otro, sigue mostrando una sed insaciable de medicamentos que tan solo producen unos resultados mediocres. El aspecto del modelo de negocio de la industria farmacéutica que es digno de escrutinio, por tanto, no es la frecuencia con la que los representantes invitan a comer a los médicos (Internet, las redes sociales o la publicidad directa al consumidor influyen en los pacientes que a su vez determinan los hábitos de prescripción de una manera mucho más poderosa que las comidas de la industria). Por contra, la pérdida de valor debería ser nuestro enfoque, es decir, qué beneficios producen los medicamentos en relación a su costo;  cuál es su capacidad para mejorar los resultados en salud o la calidad de vida de los pacientes.

Ahora volvemos a la pregunta inicial ¿Es la Big Pharma el diablo? Las compañías farmacéuticas son empresas, entidades con una responsabilidad fiduciaria que les obliga a la máxima rentabilidad posible a sus accionistas. Esto, ciertamente, no significa que sean aceptables prácticas comerciales ilegales o poco éticas, pero la industria no existe en un vacío. Dada la relación inextricablemente interdependiente de la profesión médica con la industria y la poca frecuencia relativa de delito flagrante detectada en ella, puede ser falso y contraproducente etiquetar a toda la industria como «el mal». Las compañías farmacéuticas emplean a millones de estadounidenses y fabrican y han fabricado muchos medicamentos que funcionan y que realmente hacen mejorar la vida de los pacientes.

Esperar que la legislación por sí sola pueda frenar el apetito de nuestro país por los medicamentos no es realista. El gasto en productos farmacéuticos ha aumentado a pesar de las restricciones de comercialización de la FDA y el incremento de costes comenzó mucho antes de que a la industria se le permitiera hacer publicidad directa a los consumidores. Si bien el control de precios o permitir la importación de medicamentos de otros mercados podría controlar los costos en un principio, no conseguirá realmente frenar la creciente tasa de consumo de medicamentos ineficaces. La única forma de impulsar el cambio real es alinear los intereses de todas las partes interesadas. Y, por mucho que me duela añadir la gota que colma el vaso, los médicos son los únicos capaces de conseguirlo. Pero necesitan ayuda.

Los médicos tienen una responsabilidad fiduciaria con los pacientes: tienen la obligación de abogar por ellos. Y cada receta que un médico escribe lanza un mensaje de gran alcance al mercado: «Queremos más de esto, es lo que nuestros pacientes necesitan». Colectivamente, el umbral para la prescripción de un medicamento tendría que ser mucho mayor de lo que actualmente es. En concreto, si un nuevo fármaco no ofrece un beneficio para la salud sustancial, superior al que implica la modificación de la conducta o la terapia ya existente, ese medicamento no debería ser prescrito. Si los médicos simplemente dejasen de prescribir medicamentos con un beneficio marginal, la industria farmacéutica se vería obligada a desarrollar medicamentos más eficaces o enfrentarse a una disminución en sus ganancias. Podemos culpar a las grandes farmacéuticas todo lo que queramos pero la verdad es que sin médicos no hay mercado.

También es crítico que los pacientes sean cada vez más conscientes de los limitados beneficios y de los riesgos significativos asociados con la mayoría de los medicamentos. Por difícil que sea, los ciudadanos deben aceptar que la dieta, el ejercicio y muchas otras conductas de salud, junto con determinantes socio-económico, son los que determinan realmente el estado de salud y la susceptibilidad a las enfermedades. Los avances en biología molecular han permitido comprender la base genética de algunas enfermedades pero, para muchas de las enfermedades más comunes, los hechos antes mencionados son una verdad indiscutible. Así, que los ciudadanos sigan viendo que las visitas al consultorio que no producen una receta son un fracaso es muy contraproducente, sobre todo si se pretende que la mejora de la salud sea la meta.

Los pacientes deben entender que el número de enfermedades de los medicamentos pueden «curar» sigue siendo extremadamente pequeño. Ninguna píldora puede revertir todos los efectos de un estilo de vida poco saludables o realidades socioeconómicas adversas. A pesar de lo que los anuncios de televisión a menudo parecen trasmitir, los hipoglucemiantes orales no emulan de manera efectiva los efectos del ejercicio, los ISRS solos no son rival para el desempleo o el abuso de menores y la quimioterapia no puede revertir los efectos del hábito de fumar. Y, por desgracia, el gasto de miles de millones al final de la vida a menudo no hace más que aliviar la culpa; la culpa que se deriva de la creencia errónea de que los medicamentos pueden revertir efectivamente la muerte, que la muerte no es natural. Las regulaciones por sí solas no va a cambiar estas ideas erróneas.

Tener más beneficio que el placebo de ninguna manera puede ser suficiente motivación para que los médicos prescriban un nuevo medicamento, independientemente de su precio. Y los pacientes necesitan ayuda para que puedan hacer una evaluación verdaderamente informada y realista de los riesgos y los beneficios de cualquier terapia propuesta. Por otra parte, cuando las organizaciones profesionales producen «guías de práctica clínica basadas en la evidencia» que llevan a millones de estadounidenses a tomar medicamentos que ofrecen poco o ningún beneficio para la salud, las cosas solo empeoran. Hasta que el talonario de recetas no se convierta más en un último recurso y menos en una conclusión inevitable de cada visita al consultorio, todos vamos a seguir muriendo «químicamente modificados», pero muriendo, al fin y al cabo.