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La crisis económica que nos azota ha puesto en evidencia importantes contradicciones en relación con la valoración de nuestro sistema sanitario público. La opinión generalizada es que nuestro sistema de salud es un ejemplo de eficiencia, con unos indicadores macro sustancialmente mejores que los de países de nuestro entorno, obtenidos a un costo menor. Siguiendo esta lógica, la insostenibilidad financiera actual se debería a razones extrínsecas al sistema derivadas de la crisis financiera y, por tanto, el déficit acumulado en estos años se habría debido a una infrafinanciación relativa. La solución, desde esta visión, no es mejorar la eficiencia (aunque se reconoce siempre esta necesidad pero no como esencial, dados los buenos resultados relativos obtenidos) sino aumentar la inversión pública. Este es el mensaje defendido desde posiciones que podríamos definir como de izquierda: sistema sostenible al que le falta financiación.

Por el contrario, el discurso de la derecha es que los problemas de financiación no son coyunturales sino estructurales, es decir, consideran que la sanidad pública es insostenible. Detrás de este discurso no existe una convicción informada sino un prejuicio ideológico sustentando en la idea de que nada público está bien gestionado. Por tanto, la «insostenibilidad» de la sanidad pública no sería sino una estupenda excusa para introducir reformas guiadas por el mercado como una manera de mejorar su eficiencia: lo que llaman eufemísticamente, co-responsabilización del usuario, es decir, co-pagos; incentivos profesionales vinculados a resultados económicos; paulatino cambio de un modelo universal de sistema nacional de salud a uno de aseguramiento con restricciones de la universalidad mediante la retirada de derechos, etc.

Existe una tercera posición que bebería de posiciones ideológicas ecopolíticas y decrecentistas y que sería heredera de los autores críticos de la medicina de los años 70 como Ivan Illich. El sistema sanitario tendría dificultades para su financiación pública porque estaría basado en presupuestos irracionales, en un modelo infinito de innovación guiada por el mercado y en la satisfacción de los deseos de ciudadanos convertidos en consumidores de prestaciones sanitarias. Esta vía ecológica la hemos llamado posmedicina y es necesario explorarla en todo su alcance como única manera de preservar los sistemas sanitarios públicos, la equidad y la salud de las personas y poblaciones.

¿Falta financiación en el sistema sanitario público? Es muy probable que desde hace años, la inversión pública en sanidad esté en la fase de meseta llamada de rendimientos decrecientes. Es decir, cualquier inversión ya no sirve para mejorar sus resultados sino, incluso, para empeorarlos (diapositiva tomada de José Luis Conde)

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No existe ningún estándar de inversión pública en sanidad. Los sistemas de salud se evalúan por sus resultados no por su inversión. Existen numerosos ejemplos en los que con muy distinta financiación se consiguen indicadores en salud semejantes. Siempre se ponen dos paradigmáticos: el estado indio de Kerala, un modelo de democracia participativa, con unos resultados en salud – a pesar de ser una de las regiones más pobres de la India – excelentes. El segundo ejemplo es el de EE.UU., el país con el gasto sanitario más elevado e ineficiente del mundo.

La crisis no es solo financiera sino también ecológica, social y biomédica y las cuatro crisis tendrían causas comunes y se retro-alimentarían entre ellas. La biomedicina sería un paradigma de atención sanitaria basado en la innovación guiada por el mercado, la utilización masiva de medicamentos y tecnologías y la búsqueda irracional de la satisfacción de todos los deseos de los ciudadanos relacionados con la salud. Callahan ha encontrado el titular: ¿equidad o elección?

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Si queremos sistemas de salud equitativos no podemos seguir profundizando en el enfoque individualista biomédico que cada vez con más énfasis defiende la capacidad de elección  y donde la retórica de la atención centrada en los pacientes o a los crónicos es utilizada en ocasiones como un caballo de Troya del individualismo. Hasta ahora, el excesivo énfasis en la capacidad de elección de los ciudadanos ha ido en contra de la equidad y también de la sostenibilidad.

Si enfocamos como unidad de medida la salud poblacional no queda otro remedio que fijarnos en los determinantes sociales que nos señalan que las personas no se enferman al azar, sino que sucumben ante todo aquello que los ata a sus circunstancias particulares. Los determinantes sociales de la salud indican que el pobre, el inculto, el privado de sus derechos civiles, el habitante de barrios marginales, el que no tiene poder, todos ellos, son más propensos a las enfermedades y a morir que los más afortunados (diapositiva tomada de Javier Segura)

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Los más desfavorecidos también tienden a no buscar asistencia médica a tiempo, a no tener acceso a los servicios o a que se les nieguen dichos servicios aun cuando estén disponibles, en la línea expresada por Tudor de la Ley de Cuidados Inversos. Rose ha enfatizado la necesidad de preguntarnos por la razón de la incidencia más que por la «causa de los casos» expresando la limitación de atender los factores de riesgo individuales dejando de lado los poblacionales.

Es sabido que el 90% del presupuesto dedicado a salud por los países se dirige a financiar los sistemas de atención sanitaria. Sin embargo, esta inversión solo justifica el 10% de la salud de las poblaciones. Y es que muchos otros sectores y aspectos de la vida afectan el estado de salud de manera más importante que la posibilidad de acceso a un sistema sanitario, incluyendo las condiciones de trabajo, el medio ambiente, el nivel de educación y la participación cultural, social y política. Por ello, es necesario reconocer que el énfasis en la atención a los individuos es una importantísima barrera para poner en marcha otras políticas más efectivas en la mejora de la salud y en la disminución de las desigualdades.

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Nuestro sistema sanitario es probablemente el más accesible del mundo pero ello no ha sido suficiente para mejorar la equidad social de una manera significativa, teniendo en cuenta la enorme inversión pública destinada a sanidad. La pregunta clave no es cuánto dedicamos a sanidad sino cuál es su coste oportunidad. ¡Qué se hubiera conseguido si, en esta fase de rendimientos decrecientes, los incrementos presupuestarios de la pasada década se hubieran dedicado a mejorar nuestro lamentable sistema educativo, el cuidado del medio ambiente incluyendo el fomento del transporte activo, campañas de educación alimentaria o en relación con la actividad física, políticas de viviendas saludables o de empleo social!

Los datos nacionales, pero también los internacionales, son testarudos en este sentido. La simple inversión en sanidad no garantiza buenos resultados en términos de salud poblacional o mejora de las inequidades en salud. Esta es la conclusión a la que se llega en los Informes Black y Acheson del Reino Unido, los cuales examinaron el sistema británico de atención de salud, ejemplo de cobertura universal, determinando que por la vía de la universalidad de acceso a los servicios de atención no se habían superado las grandes disparidades en condiciones de salud entre los diferentes grupos socioeconómicos y que, incluso, éstas habían aumentado. ¿Por qué? Por el excesivo énfasis los sistemas sanitarios públicos han otorgado a la atención individual, por encima de la poblacional y por encima de la disminución de las desigualdades en salud.

Por tanto, el movimiento crítico y ecológico posmédico debería ser capaz de dar respuesta al dilema entre elección y justicia, entre otras cosas, con unos planteamientos más humildes, asumiendo que la atención sanitaria no supone sino una modesta aportación a la salud de las personas y que, en una visión más global, habría que aceptar que el costo oportunidad de seguir aumentando los presupuestos en sanidad (llevados por el pibismo, en el caso español) descuidando otros aspectos del desarrollo humano más relevantes para la salud de las poblaciones y para la equidad, es francamente irracional.

Una de las razones de este énfasis ha sido el electoralismo ramplón de los distintos gobiernos autonómicos que les ha llevado a priorizar la satisfacción del cliente sobre cualquier otro valor: más modernas infraestructuras sanitarias (más hospitales, que es lo que da más votos, pero también centros de salud o puntos de atención urgente, frecuentemente construidos, no tras una planificación sanitaria racional sino fruto de intereses electoralistas y, por supuesto, de las grandes empresas constructoras), más tecnología sanitaria y más accesible o cercana, menos tiempo de espera, camas individuales, etc…

Este electoralismo sanitario se ha visto favorecido por las fuerzas que engrasan y estimulan estas irresponsables pulsiones políticas una de las principales las mencionadas demandas de los ciudadanos consumidores de salud. Nada vende más que un nuevo hospital, una nueva unidad asistencial, la puesta en marcha de una innovadora tecnología, una vacuna para proteger del cáncer, etc… Desde el punto de vista del ciudadano, más sanidad es siempre mejor.

Pero también son las tendencias expansivas del conocimiento las que impulsan este «más es mejor». En efecto, desde el punto de vista epistemológico es lógico que el avance del conocimiento especializado se dirija a la mejora de la salud de los individuos y no de las poblaciones. El avance tecnológico y farmacológico está dominado por el imperativo de la micro-eficacia. Si es mejor que nada, vale. Así, el “último” medicamento o tecnología se introducen en la sanidad pública con una nula evaluación acerca de la relevancia de la innovación (por supuesto, no hay evaluación en términos poblacionales pero tampoco, increíblemente, en términos individuales). Pero esta pulsión por la micro-eficacia es consustancial al avance del conocimiento especializado. Los “especialistas” son víctimas epistémicas de su conocimiento. Otra cosa es la atención primaria, en lo malo, queriéndose parecer a la atención hospitalaria y, renunciando, a su auténtica justificación que no es gestora (gatekeeper y esas gaitas) sino política y epistemológica, es decir, basada en razones de justicia y de racionalidad. Es claro que sin una visión global que module la innovación dirigida por la microeficacia como argumento «científico» y sin una visión política que controle las fuerzas centrífugas del individualismo, esta tendencia es imparable porque va a favor de las querencias políticas, culturales, sociales, profesionales y, por supuesto, industriales.

Claro, nadie está más interesado en fomentar esta medicina personalizada que la industria farmacéutica, tecnológica y las grandes aseguradoras de medicina privada. Las extraordinarias expectativas levantadas en torno a la farmacogenómica  y las terapias individualizadas, las nuevas tecnologías dirigidas a la atención domiciliaria y monitorización de los pacientes crónicos o el fuerte crecimiento de las aseguradoras privadas que prometen capacidad de elección total estarían viéndose beneficiadas y, a su vez, favorecerían esta corriente individualística. Las empresas más poderosa del mundo viven de profundizar en el individualismo y la capacidad de elección y no es por casualidad el sector económico que más invierte en promoción y publicidad dirigida a fomentar los deseos y las necesidades individuales.

Por tanto, el énfasis por la medicina personalizada, a veces revestida de la retórica de la medicina centrada en los pacientes o la atención a la cronicidad, tiene muchos peligros: que continúe la preponderancia de la medicina hospitalaria sobre la atención primaria y la salud pública, que el mercado farmacéutico encuentre un nicho casi infinito de pacientes suplicando medicinas y tecnologías diseñadas específicamente para ellos (para los que puedan pagarlas, claro), que las reformas de los sistemas públicos sigan publicitando la capacidad de elección como una de sus palancas reformistas (una cortina de humo políticamente correcta que introduce grandes males privatizadores) en claro detrimento de la equidad, que la innovación esté dominada por el mercado centrado en los infinitos y activados deseos de los paciente y que todo lleve a una hiperutilización de medicamentos, tecnologías e intervenciones profesionales superespecializadas que conduzcan a la ruina a los sistemas públicos sanitarios; una ruina que, a su vez justifique más reformas orientadas por el mercado y la capacidad de elección (de los que puedan pagarlo, claro)

Medicina personalizada, no gracias.