Sano y salvo (y libre de intervenciones médicas innecesarias). Juan Gérvas y Mercedes Pérez-Fernández. Los libros del lince, Barcelona, 2013. 320 págs.
Han pasado ya unos meses desde la publicación de este libro. Tiempo de analizar qué nos ha dejado, ahora que quedan lejos la febrícula mediática y los titulares impactantes como “no se mida el colesterol: sea feliz”. Casi todos los analistas y periodistas han destacado lo que tiene de polémicas las frases solemnes que con tanta alegría sueltan Mercedes y Juan. La mayoría se centran en la idea nuclear de que la prevención ha adquirido un protagonismo excesivo en la atención médica. Pero poco más. A mí me gusta ir un poco más allá. Y el libro bien lo merece.
El libro de Mercedes y Juan nos dice por mil rincones que la salud es un bien personal e intransferible, y que ni la medicina ni los médicos tienen (tenemos) el derecho de invadir en ese espacio privado. Y también nos recuerda que la vida es un hecho no sólo biológico, sino además biográfico. Es casi un acto de rebeldía afirmar como hacen ellos que bien puede una persona ser y sentirse sana aún estando diagnosticada de una grave enfermedad o ante el lecho mismo de la muerte.
Algunos dicen que el libro de Mercedes y Juan flaquea en plantear alternativas: más bien al contrario, está sembrado de propuestas vitalistas llenas de sentido común. Leerlo es un regalo que nos hace volver a sentir y vivir la salud, en su sentido más pleno, social y humanamente hablando. El libro es un canto a la vida, y una reivindicación del espacio clínico donde ciencia y arte se dan la mano
Sin embargo, si me tengo que quedar con algo me decanto por su análisis de la ideología que subyace a la práctica médica. Aquello que el economista Robert Crawford denominó «healthism«. La apuesta tácita por expandir los límites de la medicina (de determinada forma de practicarla, más bien), no responde a criterios científicos, sino más bien ideológicos.Y ¿cuáles son las bases de la ideología de la salud?
En primer lugar, la primacía de la orientación biológica de la medicina, a través de la cual se define no sólo la enfermedad, sino también la salud y la ‘normalidad’, en términos biométricos y estadísticos. Dicha concepción implica el abandono torpe e intencionado de la idea de que la enfermedad hunde sus raíces también en lo social y familiar y, como no, en lo político, y de paso, acaba culpando al individuo (a sus genes, pero también a su ‘estilo de vida’) de su mala salud.
Por otro lado, obedece a una lógica política que, al tiempo que hace responsable de la salud al individuo y lo somete al control de agentes biomédicos de la autoridad, impone dietas extremas de adelgazamiento y debilitamiento a los mecanismos de intervención y control públicos, permitiendo la incursión de los intereses privados en el negocio de la salud. Con todo ello se consigue, profundizar las desigualdades sociales a través de la perpetuación de la “ley de cuidados inversos” (por la cual la oferta de servicios y productos sanitarios es mayor a las personas que menos lo necesitan, sobre todo en los entornos desregulados y abiertos al mercado).
Y por último, se rinde a los intereses del capital y de la burguesía, ya que, como exponen y demuestran decenas de veces a lo largo del texto, “la prevención supone un trasvase de recursos de los viejos a los jóvenes, de pobres a ricos, de analfabetos a universitarios y de enfermos a sanos” (y me atrevería a añadir “de ciudadanos tributarios a empresas, grupos de presión y fondos de inversión”).
La ciencia médica toma partido y se pone de esta forma al servicio del poder, aprovechando precisamente su poder y su proyección y credibilidad social, atesorada tras siglos al cuidado de las personas. El olvido del estudio de la influencia de los determinantes sociales y de las condiciones de vida en la salud de las personas no ha sido algo casual, sino causal. La lucha de clases está presente también en el gradiente salud-enfermedad. La enfermedad (más grave, más compleja, más variada y de mayor duración) y el sufrimiento se ensañan principalmente con las clases más desfavorecidas, que reciben habitualmente peores servicios incluso a pesar de que vean garantizado su acceso a sistemas sanitarios que presumen de ser universales. Por el contrario, los más aventajados socialmente no son capaces de disfrutar de su mejor salud, preocupados como están por perpetuarla consumiendo productos y servicios que se ofrecen como garantes de salud infinita.
Sin embargo, en el pecado está también la perdición: la sobreexposición a tecnologías y servicios hiperespecializados de los más sanos y ricos no sólo no cumple su promesa de otorgar mayores estándares de salud, calidad de vida y productividad, sino que contribuyen a sentirse menos sano (y con mayor probabilidad a enfermar por los riesgos que conlleva el sometimiento a pruebas y tratamientos). La historia nos terminará respondiendo a la incógnita de si los ricos y sanos aprenderán la lección y, haciéndole caso a los autores del libro, se liberarán de tales intervenciones médicas innecesarias (y dañinas).
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