Jesús Martínez trabaja como pediatra en una población en las afueras de Madrid cercada por su aeropuerto, en una consulta en horario de tarde y en un puesto interino. Inquieto y sincero, un buen día decidió utilizar las redes sociales y el correo electrónico para acercarse a los padres de los niños que atiende, y recientemente ha publicado un libro que se llama como su blog, «El médico de mi hijo». Escribe además en el Huffington Post. No hay tema que no toque y en el que no entre de lleno, sin ambigüedades. Y una muestra de ello son las respuestas a esta entrevista. Jesus Martínez

Según la última encuesta nacional de salud, los niños acuden una media de 15 veces al año a la consulta del pediatra. ¿Qué le parece esa cifra, alta, baja o «normal»?

Es verdad que en las consultas de pediatría hacemos muchas visitas inútiles como la mayor parte del programa del niño sano o revisión de la fiebre a los pocos días por si acaso, pero las cifras estadísticas siempre son moldeables y la media aritmética es la cifra más insolidaria y distorsionante que hay en matemáticas. Habría que ver de que edad estamos hablando. Efectivamente para unos críos entre 4 y 14 años es una barbaridad, puesto que a esa edad «no se ponen malos» han pasado ya los primeros años de escolarización y a partir de la vacunación de los 4 años muy pocas son las ocasiones que en situación normal se debería acudir al pediatra.
En los recién nacidos y primeros años entre las visitas programadas para vacunaciones y medicina preventiva y que se van a poner malos entre 5 y 7 veces en un curso escolar no me parece una cifra disparatada, mejorable en cuanto a tender a disminuir las visitas innecesarias, seguro, pero una al mes no se me hace excesiva el primer año. Insisto que lo importante de esta cifra es el para qué acuden, si es para control de niño sano es abiertamente una aberración, pero si valoramos los inicios de guardería o escolarización, no me parecen excesivas.
Pero si volvemos a la estadística y los mayorcitos no van a consulta, quiere decir que los pequeños van 30 veces al año, lo que de todo punto es una barbaridad.

¿Qué se esconde tras esa cifra? ¿Cuánto hay de consumismo, cuánto de miedo fundado y cuánto de inexperiencia en el cuidado de los niños?

Podría sonar viejuno cuando hablamos de los «los padres de ahora», pero son modas y actitudes que varían con el tiempo y que cada generación modifica a su gusto. Con mis hijos no se hacía esto, yo soy ya mayor evidentemente, y las abuelas y bisabuelas tampoco, es verdad que siempre que digo esto me arrojan a la cara lo de la gran mortalidad infantil de otras épocas, pero desde que yo empecé en esto si que ha cambiado y mucho las actitudes y aptitudes de los padres al enfrentarse a la crianza y autonomía de su «camada».
Cada día más la sociedad nos aboca a una sensación de que todo tiene que tener una solución, la enfermedad no puede existir, en nuestro días es absurdo ver a un niño con mocos colgando, seguro que tiene que haber un remedio, si se le puede trasplantar medio cuerpo, ¿como no va a haber una solución al grandísimo problema de unos mocarros verdosos?
La tele lo dice, hay mil remedios para todo, «consulte a su médico o farmacéutico», mi niño no come, le doy un potingue, mi niño no duerme le doy otro, todo tiene una solución ya, y todas las soluciones exigen pasar por caja, pero da igual para el niño lo que sea y lo más caro si puedo. El consumismo infantil es una mezcla de delegar funciones perdiendo autonomía, miedos e inseguridad que nos crea un entorno competitivo donde no se puede fallar ni ser mediocre, y materialismo occidental consumista donde los padres no quieren invertir en tiempo con sus hijos, porque no lo tienen o lo quieren utilizar para otras cosas, pero no podemos estarnos en limpiar mocos o cacas, con lo que avanza la sociedad debería haber una solución.

¿Qué le entra por el cuerpo cuando ve una caja de galletas o un botellín de agua mineral con el logotipo de una conocida asociación de pediatras?

No me gusta, cierto, es verdad que este caso viene de lejos y ya le costó el cargo a la anterior junta directiva y que los contratos leoninos firmados han hipotecado la asociación durante mucho tiempo. Habría que preguntarse si queremos congresos de cinco estrellas con cenas en el Ritz y Palacio de Congresos a todo lujo, habría que preguntarse y revisar esas cuentas que sean transparentes. Que sea accesible el conocer de donde vienen los ingresos que permiten a las sociedades hacer cosas interesantes, porque pienso que necesitamos a las sociedades científicas y que tienen que tener recursos, pero es imprescindible la transparencia. Si le digo la verdad no me gustan los stands en los congresos, pero en caso de estar prefiero ver uno de galletas (supongamos de buena calidad y utilidad en la dieta infantil) o de pañales, que el de un medicamento inútil y peligroso sin evidencia.

Hoy día, cuando un niño nace en un hospital es tradición que reciba al alta una canastilla llena de productos de todo tipo. Desde muestras de toallitas o de preparados para los gases hasta diferentes tipos de cremas para el culo o suavizantes para la ropa. ¿No es una forma muy precoz de introducir a los niños en la sociedad del consumo? ¿Porqué se permite?

Es el bautismo consumista, es la medalla de honor recibida en ese momento, aunque previamente los padres se han informado y obtenido puntos en revistas, programas de preparación, televisión, foros y blogs de Internet de todo tipo. El embarazo y periparto es la época de la vida, sobre todo de la madre, donde más se consulta Internet, donde se consumen revistas y todo tipo de libros sobre maternidad, de hecho mi editorial me animó a publicar con estudios donde se asegura que todo lo que se dirige a este tramo de la vida tiene éxito de ventas. No es solo la canastilla que se les da con todo tipo de productos, tetinas, biberones, homeopatía, etc, es también la inducción al consumo de sucedáneos de leche en vez de fomentar la lactancia materna, rotaciones de laboratorios lecheros y promoción de todo tipo de formulas entre el personal facultativo y de cuidados en los cruciales días de la inseguridad y los miedos ante el nuevo miembro de la familia.
Es una época que desde el punto de vista del marketing dirían ideal, una población sensible, deseosa de soluciones y con las orejas abiertas a cualquier propuesta, para la industria sería un error dejar pasar esa oportunidad, debe estar ahí si o si.
¿Por qué se permite? No se, quiero pensar bien y no pensar en comisiones, pero los congresos de lujo cuestan 500 euros de cuota y nadie los suele pagar, o te admiten una ponencia o lo paga la industria. A veces solo es un dejar hacer, un «como siempre se hizo así, ¿qué mal hay?»

El consumo de fármacos entre los niños con síntomas de ansiedad, inquietud, insomnio o hiperactividad, por citar ejemplos, se incrementa año tras año. Pensamos que es un fenómeno nuevo, hasta que vemos anuncios como éste de principios del siglo XX: Se trata de un preparado administrado en botellitas como biberones, que contenían un sirope que llevaba amonio, cloroformo, codeína, cannabis, morfina y heroína. Se utilizaba para la irritabilidad que provocaban los dientes al salir, para los niños que lloran por las noches o los que tienen cólicos. Me imagino que me dirás que ambas situaciones no son comparables, que lo de antes es una barbaridad. Pero, ¿parten de la misma base o lo de ahora tiene una justificación médica?

Sigue siendo una barbaridad y no tiene justificación médica ninguna, evidentemente, el abuso desde la primera infancia de gotas para dormir, aunque sea agua homeopática o hierbas o antihistamínicos, pero ya es la cultura de darle algo para algo, ya sea para dormir o para que descansemos o para relajarlo, sin ir a la causa, sin profesar el mínimo respeto por el menor. Antes se les daba dos cucharadas de codeína para dormir por si tosía y porque sobre todo no se despertaba. Y no digamos de mayor con la medicalización de los suspensos y su catalogación y etiquetado como déficit de atención o niño inquieto.
Mucolíticos, expectorantes, antitusivos y el sumum de la medicalización en la infancia española como es el abuso de antibióticos, con cifras espectaculares de uso indiscriminado en procesos habitualmente virales.
Si para una fiebre se le da un antibiótico, si para un catarro uno o dos mucolíticos, si para un broncoespasmo un antileucotrieno, pues es lógico pensar que si el niño suspende y da por saco todo el día de demos lo que sea para pararle, aunque el niño esté sufriendo un «abandono» de cuidados por parte de los mayores que le circundan, padres, profesorado, médicos.

Un tema recurrente: las vacunas. Pocas personas cuestionan las que han formado parte del calendario hasta hace escasos años, pero con la irrupción de nuevas vacunas como la del papiloma, la varicela, el neumococo, la gripe o el rotavirus, no todo es consenso. Algunos van más allá y aventuran que esta proliferación de vacunas está contribuyendo a lanzar la idea de que la enfermedad es, por definición, evitable. ¿Es saludable tener vacunas para todo?

Ya lo hablaba al principio, es la otra pata de banco que faltaba, trasplantes, jarabes para todo y vacunas, cuantas más mejor. Me preocupa como ha cambiado el proceso de selección de vacunas y su comercialización, si recordamos hace unos diez años se hizo una campaña a colegios, guarderías y padres a través de publicidad abierta de la vacuna del neumococo, era un cambio global en la forma de publicitar o lanzar al mercado un medicamento o vacuna, ya no iba dirigida al profesional, ya no hay pestes que erradicar, iba dirigida a crear una necesidad en el gran público, nadie sabía que era eso del horroroso neumococo, ni siquiera las cifras de morbimortalidad, ni siquiera que temibles enfermedades causaba, ni siquiera se preguntaban si las podía evitar tan mágico remedio, pero todos corrieron a vacunar a sus niños pagando lo que pidieran. Visto el éxito mundial salieron otra vacunas primero creando la necesidad y luego vendiendo el remedio, así surgió la del rotavirus y la varicela y para rematar, si anunciamos que tenemos un remedio para el cáncer, el éxito está asegurado, gobiernos de todo el mundo se lanzan a financiar la vacuna contra «el cáncer de cuello de útero» que nadie conocía a ninguna mujer que lo hubiera tenido, pero era fundamental el implantarlo y además a temprana edad, antes de que las niñas se dieran al proceloso mundo de la fornicación.
Es bueno tener vacunas, pero es bueno que insistamos los profesionales en qué vacunas queremos tener y en exigir que sean de calidad y no tengan una obsolescencia programada para multiplicar sus dosis hasta el infinito. Y vuelta a empezar, es bueno tener sociedades científicas y comités evaluadores, limpios de humos industriales e independientes, que aboguen por unas vacunas de calidad.

En su libro «El médico de mi hijo» hace usted mucho énfasis en la responsabilidad de los padres en el cuidado de los niños. Hace años un amigo me contaba el relato de una abuela replicando que cuando ella era niña, efectivamente, no les quedaba otra opción a sus padres que cuidar de la salud de ella, pero que ahora que hay por todos lados médicos y enfermeras, hospitales y centros de salud, eso es un atraso. ¿Qué le diría usted a esa abuela?

Tiene razón la abuela, ahora que hay medios sería una barbaridad perder un oído por no usar antibióticos, quedar cojo por no vacunar contra la polio o que un bebé muriera por el hecho de haber nacido con poco peso. Las bondades del progreso hay que cogerlas todas, pero en ese proceso no podemos perder nuestras habilidades, no podemos perder autonomía para cedérsela a los poderes fácticos, gobiernos o profesionales ya sean médicos, abogados, o fontaneros. No puedes llamar a un electricista para que cambie una bombilla de tu casa, pero a lo mejor si debes de llamarle para que te haga todo el cableado de la casa, por seguridad si tus conocimientos no dan para ello. Perder autonomía es perder libertad y esta sociedad está muy interesada en que los ciudadanos pierdan su libertad delegando no solo su voto, sino también el poder de cuidados de su persona y su entorno, al fin y al cabo el poder de decidir sobre su manada.