(Segunda parte del análisis del libro «El cuerpo humano», de Paolo Giordano)
(AO: Alberto Ortiz; JV: José Valdecasas)
Al teniente Egitto no le fue mal al dejar el antidepresivo. No tuvo los típicos efectos de rebote ni síntomas de abstinencia. Sin embargo, muchos pacientes experimentan angustia al dejar los antidepresivos, e incluso reconocen que «aunque no me hacen efecto, quiero evitar volver a tener problemas por dejar de tomarlos«. E incluso llegan a cuestionarse qué es peor «si los efectos del abandono de las medicinas o la propia enfermedad». Da mucho que pensar…
AO. El síndrome de abstinencia que provoca la retirada de los antidepresivos es un problema clínico extraordinariamente común que hay que trabajar y resolver con el paciente para minimizarlo en lo posible y evitar una dependencia perjudicial. Sin embargo, en mi experiencia, son pocos los pacientes (y también los profesionales) que son capaces primero de considerar los síntomas de la abstinencia de los antidepresivos, y después distinguirlos de una “recaída de su enfermedad”. Esto favorece el consumo sine die de estos fármacos y la conceptualización del síndrome depresivo como una enfermedad crónica. Si los médicos no consideramos suficientemente la necesidad de deprescribir los antidepresivos en pacientes que ya están estables, es lógico que los pacientes tampoco quieran arriesgar a encontrarse peor con su retirada.
En otro pasaje del libro, se reflexiona sobre el efecto de los años sobre el cuerpo. «Los 30 te aplastan contra la pared y te ponen una pistola en la frente». ¿Pasan factura sobre la mente los efectos del deterioro físico o la gente en general se adapta bien?
JV. En mi opinión, vivimos en una cultura que plantea un desarrollo del ciclo vital poco realista: la infancia llega casi hasta los 15 años, la adolescencia casi hasta los 20 y la juventud parece no acabarse nunca. Ya nadie es viejo. La gente de 50 dice que es joven, la de 60, la de 70… O, más bien, dicen «sentirse jóvenes», cuando los que de verdad lo son, se limitan a serlo y no necesitan sentirlo. No oiremos a nadie de 19 años diciendo que «se siente joven». No creo que el problema (desde luego, no a los 30) sea tanto el deterioro físico o mental, cuanto la expectativa que la sociedad y una mismo se marcan de ser, estar, sentirse joven, de la misma manera que la expectativa de estar siempre contento, activo, feliz, creativo (y todo ello, sin rastro de angustia). Uno tiene que ser joven, guapo, feliz y, si no es así, es que tiene una enfermedad mental que requiere un tratamiento. Los seres humanos no tenemos derecho a la felicidad, es algo que debemos ganarnos y que posiblemente está más cerca de ser una actividad que uno desarrolla en la vida (si la suerte no viene muy jodida) que no un estado en el que se permanece.
Tras la muerte de varios soldados en la emboscada del valle, el protocolo de sanidad militar se pone en marcha. Al campamento llega un psicólogo con el mandato de entrevistar sistemáticamente a los supervivientes y ayudarles, teóricamente, a superar el horror de la muerte cercana en combate, tratando así de evitar el estrés postraumático. Pero no funciona, al menos a corto plazo. Los soldados «no obtienen ningún provecho de la conversación (con el psicólogo), sólo más frustración». Uno de ellos define los efectos de la intervención psicológica temprana de una manera muy gráfica: «remover la mierda». La «ayuda moral» de los psicólogos, a veces impuesta de forma preventiva o defensiva «por protocolo», se impone como una norma tras cada catástrofe natural o accidentes importantes. Pero no está claro que sirvan de mucho. Es más, además de ser repudiadas por muchas víctimas, como en esta novela, parece que en numerosas ocasiones pueden ser perjudiciales. ¿En qué sentido?
AO. La intervención psicológica en supervivientes de catástrofes, conocida como debriefing, consiste básicamente en una sesión dividida en dos partes. La primera es una especie de catarsis donde se verbaliza, con toda su carga emocional el episodio traumático y la otra es de contenido psicoeducativo, donde se habla del trastorno por estrés postraumático y de qué síntomas podrían experimentar los supervivientes. Esta intervención se realiza preferentemente in situ en los tres primeros días después de la catástrofe.
Bien, pues se ha demostrado que hacer esta intervención “por protocolo” provoca más perjuicios que beneficios y, de hecho, los pacientes que la reciben experimentan con mayor frecuencia síntomas de trastorno por estrés postraumático posteriormente, cuando se les compara con personas que no han recibido debriefing. No se conocen bien las razones por las que esta intervención puede resultar dañina en algunas personas, se ha hablado de una “traumatización secundaria”, ya que los supervivientes tienen que revivir en la sesión la experiencia atroz que han sufrido. Se ha descrito también que hay muchas personas que reaccionan con intensos sentimientos de vergüenza al suceso traumático y tener que verbalizarlo acaba empeorándolos sintomáticamente. Otra explicación puede ser la medicalización de una reacción emocional adaptativa y legítima. En este sentido, el debriefing incrementa la conciencia de los problemas psicológicos y acabar induciéndolos en personas que no los hubieran desarrollado. El asunto es que el debriefing asume que hay unos patrones uniformes de reacción al trauma y que discutir el trauma es terapéutico e intentar negarlo no lo es. Sin embargo, intentar olvidar o tomar distancia de lo que ha experimentado uno mismo pueden ser mecanismos de defensa de una respuesta adaptativa en algunas personas.
El problema con estas intervenciones además, es que muchos pacientes están contentos con la atención del profesional y este, a su vez, se siente útil y valorado profesionalmente, pero el balance final, es que muchas de las personas que reciben debriefing están peor sintomáticamente que si no lo hubieran recibido. Esto demuestra que la satisfacción del paciente y del profesional no nos sirve únicamente para medir la eficacia de nuestras intervenciones.
JV. Añadiré sólo la simpleza de que a veces hay que dejar cicatrizar las heridas, y que la cicatriz no queda más bonita por ponernos a hurgar en ella. También en el nivel sociocultural, se ha planteado que nuestra sociedad valora como terapéutica y necesaria la expresión de los sentimientos, sobre todo los negativos. Es decir, «no guardarlo dentro». Pero no me queda claro ni me consta que nadie haya demostrado que siempre, para toda persona, sea eso mejor que callarse las cosas, reprimirlas en lo posible, y tirar adelante. Me parece imprescindible individualizar cada caso y dejar que sean las personas que sienten necesitar hablar del trauma las que lo hagan, y que dejemos a las demás en paz.
AO. Exacto, y plantearnos también hasta qué punto esas personas que desean hablar de su trauma tengan que hacerlo necesariamente con un profesional y no con “los suyos” (pareja, amigos, familia…).
Hay un pasaje que narra un episodio de la vida familiar del protagonista que puede explicar mucho de su comportamiento. El padre del teniente Egitto, también médico, detecta problemas en el rendimiento escolar en su hija, y la somete a una batería de pruebas y tratamientos (analíticas de sangre, TACs y resonancias, una gastroscopia, un electrocardiograma e incluso la cirugía de un quiste en la oreja), ya que «forzosamente habría algún fallo en alguna parte de su organismo». Egitto rememora en unos de los últimos capítulos: «en ese momento la considerábamos enferma, en peligro. Y ella simplemente estaba demasiado débil y cansada para oponerse». Supongo que os suena familiar. Como profetizaba Ivan Illich, la obsesión por la perfección, la intolerancia al mínimo fracaso, la búsqueda incansable de causas racionales y físicas a toda anomalía en un funcionamiento que se conviene se sale de la norma, pueden ser patógenas en sí mismas, ¿no es así?
JV. Sin duda. La medicalización de todo aquello que se salga de la norma o que, incluso sin salirse, se considere imperfecto, como la obesidad leve, por ejemplo. En el campo de la salud mental es, creo, aún peor, pues lo que se medicaliza es toda conducta, pensamiento o sentimiento, que genere el mínimo malestar, en el paciente designado o en su entorno. Ya no hace falta ni salirse de lo normal. Creo que podría considerarse completamente normal experimentar tristeza y dolor a las dos semanas de la muerte de un ser querido, pero ese plazo ya es suficiente según el DSM-5 para diagnosticar a alguien un trastorno depresivo. Creo que el tema es especialmente sangrante con los niños. Ya no existen niños distraídos o traviesos, son todos TDAH. Ya no hay niños con rabietas, son oposicionistas. Ya no hay niños callados o tímidos, son Asperger o del espectro autista. No sólo todo el montaje de la psiquiatrización y psicologización que vemos en el adulto, con la iatrogenia acompañante, sino además en niños que, por definición, no pueden rebelarse contra esa situación, como hizo el teniente Egitto abandonando la medicación que no necesitaba.
¿Y cómo pensáis que puede llegarse a un cambio cultural que le de la vuelta a esta situación?
AO. El ser humano siempre ha necesitado y seguirá necesitando vincularse a algo más grande que él para sentirse seguro y protegido. En la medida que la religión entra en declive (y el neoliberalismo irrumpe de forma despiadada), la sociedad occidental se cuestiona cada vez más la esperanza en una vida eterna después de la muerte y busca el paraíso terrenal. La salud es ese nuevo paraíso y la medicina la teología que lo ampara. La industria farmacéutica y los profesionales (a estas alturas del mercado ya son indistinguibles) encarnan los profetas que anuncian el bienestar y la felicidad en el presente, mediante el consumo de pastillas, cirugías y demás tecnología sanitaria. El ser humano se reduce a un producto individual que puede ser mejorado y alcanzar una perfección estándar.
¿Cómo puede llegarse a un cambio cultural que le dé la vuelta a esta situación? Bueno, cada vez hay más profesionales críticos que cuestionan una medicina omnímoda y que ponen de manifiesto sus límites, creo que las nuevas de generaciones de estudiantes están desarrollando un espíritu más crítico y confío en que la ciudadanía acabe de rebelarse contra este capitalismo voraz que está destruyendo el planeta y fomenta la competitividad, el consumo insaciable, y el éxito y el bienestar individual inmediato y a cualquier precio. Pero a continuación, ¿qué sustituirá al culto individual del cuerpo y la psique?
JV. Como es un placer haber participado en esta experiencia con vosotros, me siento algo optimista. Pienso que tal vez ese cambio cultural ya esté empezando a producirse. Es cierto lo que dice Alberto, de que cada vez es mayor el número de profesionales críticos con este estado de cosas. Hace diez o quince años la inmensa mayoría de los profesionales (y me incluyo) no nos parábamos a pensar si la influencia de la industria farmacéutica podía ser negativa en nuestra formación o, más concretamente, si los antidepresivos provocaban más mal que bien. Y hoy en día, aunque la mayoría de psiquiatras estaría en desacuerdo con nosotros, el tema está encima de la mesa. Y luego está el ejemplo de obras culturales de masas, como este libro, que no está escrito ni por ni para profesionales sanitarios, que plantean con toda claridad y crudeza esta visión de los antidepresivos que estamos comentando. Eso es lo que más me ha llamado la atención del libro. Su tema central no es para nada la cuestión de la medicación, sino que es una pincelada más en un cuadro de relaciones humanas de personas en los inicios del siglo XXI, en una situación dramática. Y en ese retrato de personas normales, se describe, con toda normalidad, cómo los antidepresivos no curan ningún misterioso desequilibrio químico creador de depresiones, sino que te anestesian para que no sientas dolor (ni alegría tampoco).