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El New England Journal of Medicine es una de las revistas médicas más importantes del mundo y, en palabras del Peter Gotzsche, «la preferida de la industria farmacéutica».

En estas semanas está publicando una serie de tres artículos sobre los conflictos de interés, escritos por la cardióloga y corresponsal del NEJM, Lisa Rosembaum, de la que ya hemos traducido algún texto.

En los dos que han aparecido hasta el momento, la intención parece clara: reconstruir la dañada imagen de la industria y de sus colaboradores médicos. Merece la pena la consideración de los argumentos utilizados por Rosembaum y por eso vamos a traducir los textos y comentarlos.

Intentaremos ir sacando algunas conclusiones que nos permitan una reconstrucción crítica o profunda de las relaciones de la medicina con la industria farmacéutica

Hemos optado por ir intercalando nuestros comentarios.

Comenzamos con el primero de la serie:

«Reconnecting the Dots: Reinterpreting Industry–Physician Relations»

«En noviembre de 2013, poco después del lanzamiento de las nuevas y controvertidas directrices para el tratamiento del colesterol que expandieron la población susceptible de terapia preventiva con estatinas, me encontré con un compañero conocido por su trabajo en la eliminación de la atención médica innecesaria. «¿Puedes creer lo de las nuevas directrices?», preguntó. Luego añadió, sacudiendo la cabeza, «Los autores tienen todos intensas relaciones con la industria farmacéutica. Es una estrategia de comercialización para vender más estatinas».

Él no estaba solo en esa percepción. En un artículo de opinión del New York Times, por ejemplo, un cardiólogo y otro médico crítico con la industria argumentaron que ampliar el número de pacientes elegibles para tratamiento con estatinas podría «beneficiar a la industria farmacéutica más que a nadie» (1) Para oponerse al uso de estatinas en prevención primaria, esgrimieron un artículo aparecido en una revista médica, donde uno de ellos había sido co-autor, que destacaba la frecuencia de sus efectos secundarios (2) Esta frecuencia resultó ser exagerada, y se exigió la rectificación de la revista (2). Sin embargo, nadie cuestionó la credibilidad de los editorialistas «en la prensa»; más bien, los editorialistas cuestionaron la credibilidad de los autores de las recomendaciones: «El pueblo estadounidense merece tener directrices médicas desarrolladas por médicos y científicos en los que se pueda confiar por estar libres de la influencia, consciente o inconsciente, de industrias que tienen mucho que ganar o perder»

Se podría argumentar que las personas también tienen derecho a saber que las estatinas son, en muchos casos, los mejores medicamentos que tenemos para prevenir la enfermedad cardiovascular y que el Comité que realizó las recomendaciones había revisado 5 años de evidencias científicas para identificar a los pacientes que se beneficiarían más. Es cierto que 7 de los 15 miembros del Comité tenían vínculos actuales o anteriores con la industria, sobre todo en forma de apoyo a la investigación o consultoría (3). Sin embargo, no parece razonable concluir que sus recomendaciones estaban motivadas por el deseo de obtener ganancias financieras.

En primer lugar, a los miembros con vínculos en ese momento con la industria, no se les permitió votar sobre la calidad de las evidencias o recomendaciones revisadas, y ninguno de los miembros sin vínculos con la industria ha desarrollado lazos desde que se publicaron las directrices. En segundo lugar, debido a las preocupaciones acerca de los conflictos pasados, el Comité utilizó un revisor independiente, designado por el National Heart, Lung, and Blood Institute, para elegir los estudios en que se iban a basar las recomendaciones. En tercer lugar, a pesar de que la polémica se centró en la prevención primaria para las personas que a los 10 años tuvieran un riesgo de evento cardiovascular superior al 7,5%, las directrices dejaron claro que este punto de corte no era más que un umbral para iniciar el debate sobre las estatinas, en lugar de un mandato para iniciar el tratamiento. Por último, las Directrices resultantes en realidad no aportaban ningún beneficio a las empresas que venden medicamentos protegidos por patentes: la mayoría de las estatinas están disponibles en versiones genéricas, y las directrices recomendaron evitar el uso de las estatinas sujetas a patente porque en ese momento no habían demostrado ser mejores.

¿Entonces por qué tanta prisa por llegar a la conclusión de que las directrices eran parte de un complot de la industria? Las historias sobre la avaricia de la industria han impregnado nuestra conciencia colectiva de tal manera que nos hemos olvidado de que la industria y los médicos a menudo comparten una misión: luchar contra las enfermedades.

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Comentarios:

La autora, con este inicio, parece ignorar los múltiples casos en los que se ha comprobado en los últimos años que las relaciones de los expertos panelistas o de las Asociaciones Científicas patrocinadoras de Guías Clínicas con la industria, han influido de manera importante en sus recomendaciones.

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Stamakis, Weiler e Ioannidis, incluyeron la elaboración de Guías de Práctica Clínica como una de las fases en las que la industria farmacéutica influye indebidamente.

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La carga de la prueba de la independencia debe caer en buena lógica sobre los que pueden tener más que ganar con dichas recomendaciones y, por ello, una sospecha preventiva parece ser parte del sano escepticismo que debe presidir la ciencia, sobre todo, mientras el comportamiento de industria y colaboradores no se muestre persistente y sensiblemente distinto.

Porque el problema es el sesgo de base que identificaron Gøtzsche o Smith cuando afirmaron, desde las páginas del BMJ, que no se podía seguir publicando investigación financiada por la industria farmacéutica -como no se publicaba la financiada por la industria del tabaco- porque hacía daño.

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Sabemos que la investigación financiada por la industria suele ser metodológicamente impecable pero, también, que está sustentada en variables subrogadas y con diseños destinados específicamente, no a encontrar una respuesta a una pregunta clínica relevante sino, a exagerar los resultados positivos y minimizar los problemas relacionados con la seguridad (de hecho varios autores recomiendan considerar sistemáticamente el sesgo de financiación y reducir la calidad de la evidencia producida mediante financiación de la industria)

Como escribía Des Spence en las páginas del BMJ, «la MBE es ahora el problema, lo que alimenta el sobrediagnóstico y el sobretratamiento«

 

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Hemos perdido la confianza en la industria farmacéutica y en toda la investigación en la que ha participado –recordaba el Plos medicine en su editorial– y más cuando no ha habido una respuesta contundente ante los escándalos relacionados con los sesgos de publicación, la manipulación de las bases de datos o los fallos graves de las agencias reguladoras.

El problema es sistémico y la apuesta suicida por debilitar la ciencia biomédica de la industria ahora se vuelve contra todos, empezando por los pacientes y acabando por la muy dañada credibilidad de la propia industria y sus colaboradores necesarios.  

Es evidente que las estatinas tienen su lugar terapéutico. Nadie niega ese valor. El problema es una recomendación cuyo cumplimiento supondría que más del 44 por ciento de los hombres y del 22 por ciento de las mujeres sanas entre las edades de 40 y 75 años deberían estar medicándose. Toda la evidencia construida por la industria en estos años alrededor de las estatinas ha ido en la dirección de la consolidación de un «nuevo consenso» y, de hecho, este nuevo consenso ya es escasamente criticado a efectos de la práctica médica diaria (la construcción de consensos -estados de opinión aceptados como incontrovertibles y que responden a una acumulación de evidencias producidas por la propia industria- es el objetivo último de la estrategia combinada de evidencia+opinión de expertos+formación+ guías de práctica clínica) .

No existe una relación de fuerzas mínimamente equilibrada entre los defensores de la «eliminación de la atención médica innecesaria» y el actual estado de cosas. Des Spence lo describe más gráficamente:

«La investigación clínica corrupta es difundida a través de miles de millones de dólares gastados en comercialización y promoción. Por el contrario, los críticos están desorganizados y no tienen más que pancartas y un par de rotuladores para trasmitir su mensaje; de todos modos, nadie quiere escuchar a los tediosos pesimistas. ¿Cuántas personas se preocupan de que el grueso de la investigación esté contaminada con
el fraude, la farsa diagnóstica, los datos de corto plazo, las variables subrogadas, la mala regulación, cuestionarios que no se pueden validar y resultados estadísticamente
significativos pero clínicamente irrelevantes?»

La Dra. Rosembaun parece querer presentar desde el principio las fuerzas como falsamente equilibradas. 

Tampoco nos parecen relevantes las razones ad hoc buscadas para justificar la ausencia de interés directo de los autores de las direcrices. La American Heart Association (AHA), patrocinadora de las recomendaciones, había recibido, solo en el ejercicio 2011-2012, 521.000.000 dólares en donaciones de fuentes no-gubernamentales y que tampoco correspondían a ingresos de asociados. Entre ellas, muchas grandes compañías farmacéuticas fabricantes de estatinas contribuyeron con cantidades en el rango de 1 millón de dólares.

El argumento del «punto de corte para comenzar a deliberar con el paciente la pertinencia del tratamiento» es demasiado ingenuo como para considerarlo, cuando las estatinas son uno de los medicamentos peor indicados. Aquí vienen a cuento las palabras de Welch en su «Overdiagnosis» a propósito del incremento de la mortalidad en los diabéticos en los que se persigue un control glucémico estricto:

«Si no es bueno intentar que los diabéticos tengan cifras de azúcar cercanas a la normalidad entonces no puede ser bueno etiquetar como diabéticos a personas con cifras cercanas a la normalidad. ¿Por qué? Porque los médicos los tratarán”.

Además es evidente que, independientemente de las recomendaciones de la Guía, las estatinas más vendidas son finalmente las protegidas por patente (algo fácilmente comprobable al observar las ventas desorbiadas del Crestor)

Por tanto, ni las mejores evidencias, ni los procedimientos de control de sesgos en la selección de la bibliografía, ni mucho menos la inexistencia de conflictos de interés en los expertos panelistas (no es necesaria una ganancia económica directa; simplemente, la realidad es que para poder seguir siendo considerado «alguien serio» en medicina has de estar «en el consenso»; salirse supone el ostracismo. Si no, que se lo pregunten al BMJ ¿Hay mayor conflicto de interés?) son suficientes como para aceptar que las directrices sobre el tratamiento de la hipercolesterolemia son neutrales. En realidad, todos los argumentos de inicio asumen como válido un consenso básico que no es tal: que la mayoría del conocimiento científico biomédico es objetivo o verdadero. La verdad ya no es suficiente para tomar decisiones; hacen falta también los criterios de relevancia y pertinencia propios de una práctica reflexiva.

No es un complot. Cierto. Las nuevas directrices son el fruto lógico de un paradigma, una época definida por la mistificación de los procedimientos de generación de «verdades biomédicas» en un contexto de mercado oligopólico, dependencia del marketing y colusión de intereses entre las instituciones profesionales, académicas y científicas y la gran industria farmacéutica y tecnológica. 

Continuamos con el texto

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Hacia un enfoque motivado

Las interacciones médico-industria son frecuentes y diversas, y van desde los 10 dólares por sándwich a 1 millón por becas de investigación (4). Aunque la mayoría de los observadores coinciden en que hay que mitigar el riesgo de sesgo introducido por estas relaciones, los beneficios producidos por la interacción entre médico-científicos y la industria a nivel de la investigación básica o de traslación son igualmente claros. La pregunta, entonces, es cómo manejar mejor los conflictos de interés, preservando colaboraciones de las que dependen los avances médicos.

Aunque hemos lidiado con esta pregunta durante décadas, la respuesta todavía se nos escapa en gran medida. Algunas dificultades surgen directamente de la abrumadora complejidad. No sólo cada tipo de interacción tiene un conjunto único de riesgos y beneficios, sino que dentro de cada categoría hay matices que alteran este cálculo (la consultoría para un fabricante de estatinas, por ejemplo, puede engendrar una lealtad diferente a la consultoría para muchas empresas que fabrican productos similares). Por otra parte, algunas de nuestras intuiciones acerca de estas interacciones, como el supuesto de que mayores beneficios financieros suponen un mayor riesgo de sesgo, no están demostradas empíricamente. Aunque una considerable investigación en ciencias sociales sugiere que incluso los pequeños regalos pueden influir en los médicos (5), de ahí no se sigue necesariamente que mayores participaciones financieras son más influyentes. No sólo es que interactúan la propia situación financiera personal o motivaciones preexistentes no financieras con los nuevos incentivos financieros, sino que incluso aspectos aparentemente sencillos, como la cantidad de dólares, no se pueden entender sin el contexto. La recepción de un miembro del panel de expertos de una Guía, de miles de dólares en apoyo a la investigación, por ejemplo, puede levantar una bandera roja, a menos que también sepamos que la mayor parte del pago fue para los gastos generales institucionales y ninguno encontró su camino hacia el bolsillo del investigador principal.

Pero la mayor dificultad es que mientras que un enfoque racional para la regulación de las interacciones de la industria requiere un cuidadoso análisis de tales matices, nuestros sentimientos generales sobre las interacciones de la industria -como el rápido juicio realizado a las nuevas directrices sobre las estatinas ilustra- pueden ser impermeables a los detalles relevantes. Creo, por tanto, que tenemos que empezar por explorar nuestras impresiones generales acerca de la interacción con la industria, el papel que estas impresiones están jugando en la conformación de nuestro enfoque regulador y las implicaciones relacionadas con nuestra capacidad para lograr un equilibrio ideal.

Aunque creo que la indignación por el comportamiento de la industria ha hecho que una regulación razonable sea difícil, no creo que debamos tampoco disculpar las malas acciones pasadas o eliminar la supervisión. Más bien, creo que tenemos que cambiar la evaluación general ahora dirigida por la indignación hacia otra mirada que represente mejor la diversidad de interacciones, los diferentes tipos de compensaciones existentes y la dependencia real que tenemos de la industria para mejorar la atención a los pacientes. Antes de elaborar este enfoque razonado, sin embargo, podría ser útil tener en cuenta las raíces de las emociones que persisten, algunas de las cuales se encuentran en historias que han pasado a ser ejemplos prototípicos de los problemas derivados de  los conflictos de interés y los escándalos del marketing farmacéutico.

La tragedia Gelsinger

Cuando con 18 años de edad, Jesse Gelsinger se ofreció voluntario para participar en un ensayo clínico en 1999 de una terapia génica para la deficiencia de ornitina transcarbamilasa, de la que tenía un fenotipo relativamente leve, sabía que era poco probable que se beneficiara personalmente. Antes de volar al lugar del ensayo, en la Universidad de Pennsylvania, según consta, dijo a un amigo: «¿Qué es lo peor que me puede pasar? Que muera, pero es por los bebés»(6). Como todos saben, Gelsinger murió en ese estudio, sin que se hay podido desarrollar ningún beneficio inmediato para los bebés.

¿Qué salió mal? La terapia génica había levantado expectativas exageradas, el entusiasmo sobre su eficacia potencial superaba ampliamente los conocimientos científicos necesarios para establecer su seguridad. Los estudios en animales realizados habían revelado una respuesta inflamatoria sistémica pero este efecto no había sido informado inmediatamente a la FDA. Y hubo preguntas sobre la ética de la investigación: los investigadores habían sido advertidos de que era poco ético probar la terapia en bebés que en realidad podrían beneficiarse porque los padres estaban tan desesperados por un tratamiento que solicitar su participación era una forma de coerción. Así que ¿era ético para alguien como Gelsinger, que no se beneficiaría, a asumir ese riesgo?

Estas complejidades pronto fueron oscurecidas, sin embargo, con una explicación más radical pero superficial de la tragedia: el investigador principal, James Wilson, tenía una sustancial participación económica en Genovo, una compañía de terapia génica. De repente, la comprensión general de un resultado horrible que había sido resultado de muchos errores potenciales que merecían la pena ser explorados, se redujo a una simple explicación: la muerte de Gelsinger fue atribuible a la codicia financiera. Pronto, el caso «vino a demostrar la influencia corrosiva de los intereses financieros en la investigación con seres humanos» (7).

Pero ¿fue la participación financiera de Wilson el motivo de la tragedia? Y si es así, ¿políticas más estrictas sobre conflictos de interés la habrían impedido?

Responder a estas preguntas es difícil. Por un lado, no está claro cuál era la participación financiera real. Wilson había fundado la empresa de biotecnología Genovo, que se centró en la terapia génica, pero Genovo no patrocinaba el ensayo clínico, ni era cualquiera de sus tecnologías bajo patente la que se investigaba. Además, la universidad había identificado el potencial sesgo inducido por el conflicto de interés: preocupaba que Wilson, después de haber inventado una tecnología de terapia génica, pudiera estar demasiado interesado en su éxito; la universidad le permitió participar en el diseño del ensayo pero le prohibió la inclusión de pacientes o la interacción con ellos (restricciones que eran bastante rigurosas en ese momento). Por último, cualquiera que fuera el interés financiero y lo efectivamente que se gestionara, es imposible demostrar el papel del sesgo; es tan difícil atribuir un mal resultado a un motivo financiero como demostrar que una relación financiera es irrelevante.

Wilson no era ingenuo acerca de la posibilidad de que el sesgo pudiera comprometer su integridad científica; pero estaba preocupado por el sesgo equivocado. Le preocupaba que su creencia en el potencial de la terapia génica para la curación de enfermedades amenazara su objetividad y por eso le pidió a un compañero que fuera el investigador principal. «Los científicos médicos tienen que creer en lo que hacen con celo religioso,» me dijo. «Queremos un compromiso que nos sesgue para hacer que las cosas sucedan. Si no lo tienes, no se avanzará».

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Comentarios:

Estamos de acuerdo con la complejidad de la situación que expone la Dra. Rosembaum. También con que es imprescindible recomponer las relaciones de la medicina con la industria porque son importantes para el avance de la ciencia biomédica. Y, en efecto, los contextos de innovación son en los que fundamentalmente habremos de reconstruir estas relaciones. Otros contextos, como el relacionado con el marketing directo a los médicos -más adelante Rosembaum también parece valorarlo así- son tan chuscos que no tienen reconstrucción posible.   

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Vioxx y otras debacles

Wilson puede no haber sido impulsado por el afán de lucro, pero otros desastres bien publicitados – aunque de manera similar, multifactoriales – sin duda han necesitado un mal comportamiento de personas. La historia del Vioxx es un ejemplo de ello.

Merck promocionaba el potencial del Vioxx (rofecoxib), su inhibidor selectivo de la ciclooxigenasa-2, para aliviar la inflamación, sin los efectos secundarios gastrointestinales de los medicamentos anti-inflamatorios no selectivos (8). Aunque resultó que Vioxx también generaba un entorno más trombogénico, Merck no reconoció esa posibilidad hasta meses después de la publicación de su ensayo clínico Vioxx Gastrointestinal Outcomes Research (VIGOR) en el NEJM, cuando envió a la FDA datos que incluían tres eventos cardiovasculares no reportados en el artículo original. Los autores del artículo sí habían atribuido la (reconocida pero más pequeña) discrepancia, pero no porque el riesgo cardiovascular fuera incrementado por el Vioxx, sino debido al efecto cardioprotector del naproxeno, el medicamento con el que era comparado.

Esta teoría tenía poca base empírica, pero la publicación del ensayo en el NEJM fue visto por la empresa como una aprobación tácita y el artículo se convirtió en una herramienta de marketing muy valiosa para Merck. David Anstice, jefe de marketing de Merck, aconsejó a los vendedores que para manejar las preocupaciones de los médicos acerca de los riesgos, sugirieran que las personas estaban confundidos acerca de los datos: «Para entender VIGOR, usted debe comprender que el naproxeno es un cardio-protector, como la aspirina. En VIGOR, Vioxx no aumentó el número de infartos de miocardio sino que el naproxeno disminuyó el número de infartos de miocardio»(9)

Esta táctica funcionó. Más de 20 millones de estadounidenses tomaron Vioxx, y aunque no está claro cuántas muertes causó, algunas de sus trágicas consecuencias podrían ciertamente haberse evitado. Todas los medicamentos representan riesgos, pero es inconcebible negar a los médicos y a los pacientes información sobre esos riesgos.

Los investigadores académicos involucrados en VIGOR, sin embargo, pueden no haber tenido nada que ver con la ocultación de los eventos cardiovasculares o la elaboración de las tácticas de marketing. Sin embargo, inevitablemente, todos, desde el coordinador del estudio hasta los miembros del Comité de Vigilancia de Seguridad de la FDA, fueron acusados de tener conductas motivadas por sus conflictos de interés, incluso cuando algunas de sus decisiones realmente amenazaban el éxito del Vioxx. El comportamiento atroz de una empresa acabó empañando la reputación de todos los implicados. La persistencia del efecto que ha causado el caso Vioxx en nuestra evaluación de las interacciones entre los médicos y la industria radica en la impresión de que algunas compañías harían cualquier cosa para obtener beneficio, incluso si esto significa la supresión de pruebas en perjuicio de los pacientes (una impresión reforzada por los siguientes escándalos protagonizados por la Big Pharma).

GlaxoSmithKline (GSK), por ejemplo, recientemente tuvo que pagar el gobierno chino 500 millones de dólares para resolver un caso sobre sobornos realizados a hospitales y médicos chinos para que compraran y recetaran sus productos. Ese acuerdo fue de pequeña cantidad, sin embargo, si lo comparamos con los 3 mil millones de dóleres que GSK tuvo que pagar en los Estados Unidos en 2013, por la promoción de medicamentos para usos off-label y no haber informado de los datos de seguridad de sus fármacos de la diabetes (10); en la última década, otros gigantes farmacéuticos, incluyendo Pfizer, Eli Lilly, Abbott Laboratories y AztraZeneca, también han sido acusados ​​de comportamientos ilegales como la promoción de la prescripción off-label y sobornos.

Uno podría imaginar que estas enormes multas iban a conseguir impedir el fraude pero muchas empresas continúan beneficiándose a pesar de, o quizás debido a, estos comportamientos. Como un portavoz de los denunciantes expresó tras la liquidación de la multa a GSK, «Una multa de 3 mil millones por un fraude en media docena de fármacos llevado a cabo durante más de 10 años se podría entender como el costo de hacer negocios» (10).

Para los muchos médicos cuyas interacciones primarias con la industria están relacionados con el marketing, el carácter beneficioso de otras relaciones de la industria puede carecer de su tracción emocional. Vemos a los atractivos representantes farmacéuticos en nuestras consultas. Comemos las comidas (o caminamos con hambre). Nuestros pacientes, atendiendo el mantra «Pregúntele a su médico» de los anuncios de medicamentos, solicitan medicamentos que posiblemente no se les debería precribir. Nos enteramos de que nuestros hábitos de prescripción son perfectamente conocidos y objetivos directos del marketing. Y vemos a algunos colegas, sus trajes a medida, su piel bronceada tras unas vacaciones en Hawai, la educación universitaria de sus hijos cubierta y, aunque podemos tener alguna satisfacción evitando a las farmacéuticas, aún así, para algunos, el resentimiento acaba quemando.

Por el contrario, ¿cómo de visibles son para nosotros los médicos-científicos que no reciben fondos de los National Institutes of Health y que, por tanto, cada vez más confían en el apoyo de la industria para sus investigaciones? ¿Tenemos en cuenta, cuando recetamos estatinas después de un infarto de miocardio, la cantidad e intensidad de la colaboración entre la industria y los médicos-científicos que se ha necesitado para desarrollarlas? Cuando leemos un editorial por alguien que está «libre de conflictos» ¿nos preguntamos si alguien cuyos lazos con la industria impidieron su autoría podría tener una experiencia única que compartir? Por supuesto, el hecho de que existan beneficios en las interacciones con la industria, muchas veces imperceptibles, no resta responsabilidad a otros comportamientos ilícitos. Pero el desequilibrio en la visibilidad ayuda a explicar por qué nuestra aversión a ciertos comportamientos de la industria colorea profundamente nuestras impresiones generales sobre ella.

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Comentarios

Nuevamente nos parecen acertados los comentarios de Rosembaun. Como decíamos más arriba, no son lo mismo las estrategias que utiliza la industria para promover la utilización de sus productos mediante regalos a los médicos prescriptores (este contexto lo podríamos denominar de alto riesgo y bajo beneficio, es decir, elevada probabilidad de introducir sesgos en las decisiones de los médicos y baja de generar beneficios para los pacientes) que el contexto de innovación, que amerita distinta consideración en la medida en la que, independientemente del riesgo de influencia, existe la posibilidad de beneficiar a los enfermos y, por tanto, al contrario que antes, aquí, claramente, merece la pena explorar fórmulas de control de sesgos.

En este sentido, la exculpación de los médicos colaboradores en el caso Vioxx no puede ser completa. Probablemente se vieron atrapados por las condiciones contractuales de colaboración que la industria les impuso: confidencialidad de los datos, control del diseño del estudio, control de las bases de datos y de su explotación estadística, derecho del promotor a publicar o no los resultados, etc… Este es el problema y la solución.

Los conflictos de interés en ámbito de investigación deberán controlarse no solo mediante la declaración de las relaciones existentes sino también mediante la generación de un contexto de investigación distinto. Por ejemplo, los conflictos de interés de los investigadores en un ensayo clínico de la industria son menos importantes si el promotor tiene la obligación de registrar previamente el ensayo clínico -explicando su metodología, objetivos y plan estadístico- así como publicar posteriormente las bases de datos del experimento y, al menos, un resumen de sus conclusiones.

En diciembre de 2014, el JAMA publicó, y nosotros nos hicimos eco, un trabajo en el que se demostraba que la transparencia ya estaba demostrando mejorar la calidad de la evidencia. Pues bien, la transparencia también reducirá la potencial conflictividad de las relaciones comerciales de los profesionales implicados.

Seguimos con el texto

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Cuestionando las impresiones emocionales

Como el trabajo del psicólogo social Robert Zajonc ayudó a establecer, la sensación precede a la cognición y no al revés. Incluso cuando pensamos que estamos razonando, casi nada de lo que percibimos es emocionalmente neutral. «Nosotros no sólo vemos una ‘casa'», escribió Zajonc. «Vemos ‘una casa hermosa,’ ‘una casa fea’, o ‘una casa pretenciosa.'» (11)

Creo que la intuición de Zajonc ofrece un marco para orientar nuestro aprendizaje de historias y ejemplos de fraudes de la industria y su relación con los «conflictos de interés». Por un lado, cada escándalo ofrece lecciones «cognitivas» que a menudo no tienen nada que ver con los conflictos particulares. El caso Vioxx, por ejemplo, aclaró la necesidad de un mejor sistema de control post-comercialización, en particular, para fármacos comunes con riesgos que son también comunes, como la enfermedad cardiovascular.

Pero la influencia perdurable de estas historias puede ser emocional más que cognitiva. El problema no es la interacción de los médicos con la industrtia: nos preocupa realmente la interacción de la «industria corrupta» con los «médicos corruptos». Y como Zajonc argumentó, nuestra confianza en las impresiones afectivas acaban triunfando incluso sobre los hechos que se ocultan tras ellas. ¿Podemos, para avanzar en la gestión de las interacciones con la industria, separar las lecciones cognitivas de la percepciones teñidas emocionalmente?

Para James Wilson, investigador de terapia génica, la distinción es en cierto modo irrelevante. En 2009, tras un periodo de participación restringida en nuevos proyectos de investigación, Wilson publicó un artículo titulado, «Lecciones aprendidas». Wilson, quien inicialmente negó la influencia de los conflictos financieros en el caso Gelsinger, ahora lamenta esta postura: los detalles reales de su implicación con la empresa de terapia génica, ahora entiende, importaban mucho menos que las percepciones del público. En estas situaciones, argumenta, «la percepción puede convertirse rápidamente en realidad». Wilson insta a los jóvenes investigadores a evitar las situaciones en las que confluyan tres factores: un mal resultado, la sospecha de error y la aparición de un conflicto financiero. «Si esas cosas ocurren, y el caso capta la atención de la prensa», me dijo, «se atarán los cabos. No importa lo que hagas, los errores serán percibidos como deliberados».

Wilson cree, y yo estoy de acuerdo, que los científicos que desarrollan nuevos tratamientos no deben ser los que desarrollen los experimentos con los seres humanos. Conflictos financieros aparte, el deseo de que el tratamiento tenga éxito, como Wilson ha explicado, puede nublar el juicio. Además, dado que el ingenio necesario para desarrollar un nuevo tratamiento tiende a diferir de las habilidades necesarias para ejecutar los ensayos clínicos, la separación de las funciones no deben poner en peligro la innovación.

Pero mediante el aplazamiento de la primacía de la la realidad sobre la apariencia ¿no nos estamos encerrando a nosotros mismos en una «fea» comprensión del mundo? Nuestros sentimientos acerca de la codicia y la corrupción nos llevan a interpretar todas las interacciones médico-industria; las historias resultantes intensifican nuestras impresiones sobre la omnipresencia de ese mal, y cuando se produce el siguiente resultado malo, rápidamente acusamos a los motivos financieros. A medida que la brecha entre la evidencia y las impresiones crece, los enfoques razonables en la gestión de los conflictos financieros son eclipsados ​​por los gritos contra la corrupción, incluso cuando no exista.

¿Qué estamos tratando de lograr en nuestra gestión de los conflictos de interés? Y sobre todo ¿Estamos teniendo éxito?

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Comentarios:

Tras un inicio regular (al no identificar el sesgo básico de toda evidencia generada por la industria, intentar equiparar las fuerzas detrás del «consenso dominante» con las del sector crítico, racionalizar con argumentos ad hoc la neutralidad de las asociaciones científicas o los investigadores colaboradores, etc..), una parte intermedia del texto más equilibrada, nos parece que la Dra. Rosembaum en este último tramo vuelve a infravalorar el problema.

Estando de acuerdo en la necesidad de aligerar de carga emocional la evaluación y la búsqueda de soluciones ello no significa que la indignación no pueda ser racional. No Dra. Rosembaum, la indignación en este caso es racional porque la corrupción es sistémica. Hablamos de «institutional corruption» o de «deriva institucional» como lo hemos traducido nosotros, es decir:

«situación que se produce cuando intereses privados modifican los objetivos de la medicina, a través de una influencia sistemática que altera rutinas y transforma la cultura de la organización y el comportamiento de los agentes, con consecuencias difícilmente identificables, debido a conductas inconscientes, socialmente aceptadas y/o legales».

Aunque sabemos que algunos de los casos no se sustentan en actuaciones corruptas individuales, todo el contexto acaba produciendo un desdibujamiento de los fines de la medicina y una clara preponderancia de los comerciales. 

Esta deriva institucional necesitará de mecanismos de control complejos y multicanal: penales (contra la corrupción), regulatorios (para cambiar el actual contexto favorecedor de una pérdida de los fines de la mediiccna por uno que establezca otras reglas del juego, como las propuestas de la iniciativa AllTrials o las salvaguardas que establece la Sunshine Act norteamericana) y éticos (de autocontrol, autocensura y de una posición favorable de profesionales y asociaciones científicas a la declaración de relaciones y la rendición de cuentas).

Estamos de acuerdo en que es necesario reconstruir las relaciones con la industria porque de hecho no todas son perversas y/o dañinas. Pero no estamos seguros de que los argumentos esgrimidos por la Dra. Rosembaum sean suficientes para afrontar un problema que es sistémico y que ella analiza con una metodología que no impugna el paradigma, es decir, que analiza la situación en un marco aceptado que a nosotros nos parece muy problemático. 

Veremos cómo siguen los siguientes textos.

Tras su análisis, intentaremos hacer una serie de propuestas constructivas por nuestra parte.

Abel Novoa