Los medicamentos se han convertido en productos tóxicos, como lo fueron las “participaciones preferentes” en el mercado financiero, solo posibles gracias a las políticas des-regulatorias neoliberales: alto riesgo, poca información para el cliente, alta rentabilidad para la empresa y fallo estrepitoso, cuando no colaboración, de los mecanismos de control y protección del consumidor por parte de la administración.
La apuesta neoliberal desreguladora de los procesos de evaluación y comercialización de los medicamentos es especialmente suicida: ellos también mueren.
El texto de Coutney Davis y John Abrahan, “Unhealthy Pharmaceutical Regulation: Innovation, Politics and Promissory Science”, que estamos analizando, hace un estudio pormenorizado de varios medicamentos y de cómo los procesos de desregulación han debilitado los mecanismos de salvaguarda de la salud pública puestos en marcha por los Estados precisamente para defender a sus ciudadanos de productos insanos y estafas.
Las glitazonas fueron unas moléculas, llamadas “innovadoras” por la industria, desarrolladas en los años 90 que, en su momento, supusieron una gran esperanza debido a su novedoso mecanismo de acción: reducción de la resistencia a la insulina de los tejidos.
La primera glitazona desarrollada fue la ciglitazona, abandonada por el promotor antes de su aprobación debido a su toxicidad hepática. La segunda glitazona, la troglitazona, llegó a ser comercializada, tras un procedimiento acelerado de evaluación (fue el primer antidiabético que consiguió entrar por esta vía rápida, hasta entonces reservada a medicamentos para el SIDA o el cáncer) por parte de la FDA, y retirada en poco tiempo del mercado británico (1997) y del norteamericano (con un incomprensible retraso de tres años) por toxicidad hepática grave e impredecible.
Entre los años 1999 y 2000 SmithKline y Takeda introdujeron, tanto en Europa como en EE.UU, basándose fundamentalmente en ensayos clínicos controlados con placebo y (unos pocos) comparativos con tratamientos activos (pero a dosis subóptimas) sus glitazonas: la rosiglitazona (Avandia) y la pioglitazona (Actos), respectivamente.
A pesar de que demostraron ser poco mejores que el placebo para disminuir la glucemia y peores que los antidiabéticos más antiguos con los que fueron comparados, ambos medicamentos tuvieron un éxito impresionante y se convirtieron rápidamente en dos superventas: en 5 años acaparaban el 21% del mercado norteamericano de antidiabéticos y el 5% del europeo.
Los primeros problemas surgieron con los estudios preclínicos acerca del potencial carcinogénico de las moléculas. Es sabido que este potencial solo puede ser comprobado fehacientemente en el largo plazo, es decir, tras 20-50 años de utilización continuada; pero dada la imposibilidad de realizar estos estudios, se utilizan cultivos celulares y roedores, asumiendo la incertidumbre que genera la extrapolación de los resultados a los seres humanos.
La rosiglitazona no tuvo ningún efecto carcinogénico excepto una tendencia a producir en ratones lipomas benignos tras dos años de utilización. Por el contrario, la pioglitazona se relacionó con el desarrollo de tumores vesicales en ratones. La EMEA concedió poca importancia a este efecto; por el contrario, la FDA obligó a que el riesgo apareciese descrito en la ficha técnica de la pioglitazona, lo que suponía, de facto, una desventaja competitiva muy importante respecto a la rosiglitazona.
El laboratorio que desarrolló la pioglitazona, Takeda, se comprometió con la FDA, tras la aprobación del fármaco, a realizar estudios post-comercialización que aclararían, entre otras cosas, el potencial carcinogénico del Actos. Y así lo hizo. En el año 2005 publicó su ensayo PROactive en el cual no se observó un incremento de la incidencia de tumor vesical en los pacientes tras 3 años de utilización. Este es un periodo extremadamente corto para comprobar el efecto y, por tanto, el potencial carcinogénico del medicamento seguía siendo sustancialmente desconocido.
Seis años más tarde, en el año 2011, la agencia francesa realizó un gigantesco estudio retrospectivo que implicaba 1,5 millones de enfermos entre 40 y 79 años, de los que 155.535 habían tomado pioglitazona, encontrando una relación estadísticamente significativa entre la exposición al fármaco y el desarrollo de cáncer de vejiga (un 22% de mayor riesgo). Un día después, las agencias alemana y francesa anunciaron la suspensión de la comercialización de la pioglitazona en sus países; sin embargo, ni la agencia europea, ni la FDA hicieron nada. De hecho, en España, Actos sigue comercializado.
Las glitazonas habían sido aprobadas con la etiqueta de productos “innovadores” a pesar de que solo habían demostrado ser “mejores que nada” para disminuir la glucemia (una variable subrogada); una de ellas podía producir cáncer y, ambas, eran peores que los medicamentos más antiguos. Sin embargo, la FDA los recomendó como primera línea de tratamiento; la EMA fue más prudente y los dejó como segunda línea y siempre en combinación. ¿Cómo fue posible que estos malos medicamentos entraran en el mercado con ensayos clínicos nada informativos y se convirtieran en superventas? Es lo que intentan responder Davis y Abrahan.
Una respuesta apresurada sería que tanto la FDA como la EMA permiten introducir medicamentos en el mercado basándose en ensayos clínicos que tan solo demuestren que las nuevas moléculas son mejores que el placebo (el llamado “estándar placebo”). A pesar de que la Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial del año 2000 exigió que los ensayos clínicos debían utilizar el placebo solo cuando no existiera una terapia efectiva, ni la FDA ni la EMA han hecho nada para superar el insuficiente estándar placebo. ¿Por qué?
Tanto la EMA como la FDA han utilizado argumentos técnicos para defender la utilización del placebo y, por tanto, la necesidad de hacer una interpretación no estricta de la Declaración de Helsinky. Sin embargo, Davis y Abrahan contraponen la falta de voluntad de las agencias para superar el estándar del placebo (una solución obvia es la realización de ensayos clínicos de tres brazos que incluyan el placebo y un tratamiento estándar) con la agilidad demostrada en poner en marcha otras reformas como los procedimientos acelerados de evaluación.
La realidad es que la principal oposición a cambiar el estándar placebo es la de la industria farmacéutica. Las compañías saben que los ensayos clínicos comparativos con terapias activas son más exigentes metodológicamente, necesitan más pacientes, más tiempo y, por tanto, son más caros. La industria continuamente lanza el mensaje de que obligar a realizar comparaciones con tratamientos activos sería un desincentivo para la innovación, que la falta de innovación va contra los pacientes, que el principal enemigo para que se produzcan avances terapéuticos es la hiper-regulación, y que es, también, la hiper-regulación la culpable de los altos precios de los medicamentos.
Finalmente, como explica un revisor de la FDA experto en diabetes, entrevistado en el libro:
“Los protocolos están realmente diseñados para que sea imposible que no se obtengan resultados positivos”
Para Davis y Abrahan la idea básica que dirige las políticas de evaluación de los medicamentos es la de que las agencias deben exigir a los nuevos fármacos solo unos mínimos de seguridad y efectividad y dejar que sea la libre competencia la que acabe estableciendo el éxito o el fracaso de las moléculas.
Pero, lamentablemente, sabemos que la falta de pruebas científicas robustas no necesariamente resulta en una utilización prudente de los nuevos medicamentos. El mercado desde luego no ha estado fino con las glitazonas, un buen ejemplo de “superventas sin evidencias”. De hecho, las ventas de la rosiglitazona alcanzaron los 505 millones de dólares solo en los primeros 15 meses de comercialización en EE.UU; en el año 2006, las ventas alcanzaron los 3.200 millones de dólares en todo el mundo. Es la publicidad la que determina el volumen de ventas y no las características de los medicamentos o la solidez de las pruebas que los avalan. Las dos compañías están inmersas en juicios por publicidad engañosa.
Además de las mencionadas ideas-fuerza (la hiper-regulación como freno a la innovación y causante de los altos precios, y el libre mercado como evaluador final) hay otra que, para los autores, está influyendo poderosamente en las agencias: la idea de que la innovación siempre va a favor, antes o después, de los pacientes y, por tanto, debe ser estimulada como fin en sí misma (es la dinámica de la “promissory science”).
Un científico de la FDA entrevistado lo expresa bien:
“Creo que la innovación no debe estar basada en demostrar eficacia comparativa sino en la exploración de novedosos mecanismos de acción. Por ejemplo, opino que las glitazonas deben ser aprobadas por su novedoso mecanismo de acción independientemente de que la metformina o las sulfonilureas hayan demostrado más eficacia en determinadas circunstancias… Se trata de dar flexibilidad a la práctica. Algunos pacientes responden a un medicamento y no responden a otro.. Así que es bueno tener opciones”
Es una canto al todo vale contrario a cualquier pensamiento científico mínimamente riguroso. Y cuando todo vale, los que salen perjudicados, como veremos son los pacientes.
Ya en 1999, un revisor de la FDA, Misbin, alertaba del posible efecto perjudicial cardiovascular de las glitazonas. A pesar de ello, con el fin de introducir la molécula cuanto antes, la FDA no exigió estudios pre-comercialización que demostraran que el medicamento ¡no afectaba al riesgo cardiovascular! Los autores aluden a una vaga carta de la FDA requiriendo en 1999 a SmithKline la realización de estudios a largo plazo, ya en la etapa post-comercialización, para conocer los efectos cardiovasculares de la rosiglitazona.
Es inconcebible la perversión científica que aceptan las agencias: aprueban un medicamento de acuerdo con sus limitados efectos sobre una variable subrogada como la glucemia y dejan para la etapa post-comercialización que el promotor demuestre que el medicamentos no tiene ningún efecto sobre una variable tan relevante como el riesgo cardiovascular. De facto, la FDA está dejando para la etapa postcomercialización que el promotor demuestre, no ya que el medicamento sea efectivo en términos clínicamente relevantes (más allá de si baja o no el azúcar en sangre), sino que es seguro.
Como escriben los autores:
“Se estaba hablando de asuntos que concernían a la seguridad y el riesgo y no solo a la eficacia. Los reguladores de Europa y EE.UU tenían el poder legal para demandar ensayos clínicos más informativos antes de la aprobación de los fármacos pero decidieron no hacerlo”
Es evidente que los laboratorios, una vez introducidas las moléculas en el mercado iban a tener muy poco interés en patrocinar ensayos clínicos que pudieran aportar datos perjudiciales para sus medicamentos. Lo que no era tan evidente es que las compañías iban a utilizar todo tipo de maniobras dilatorias para conseguir que la duda persistiera a lo largo de más de 10 años; tampoco que las agencias iban a otorgarles tan olímpicamente a las compañías el beneficio de la duda (mientras éstas recogían los «beneficios» de la duda)
En respuesta a las condiciones de la FDA (hemos sabido recientemente que SmithKline conocía antes de comercializar la rosiglitazona el incremento del riesgo cardiovascular y que lo ocultó deliberadamente), la compañía promotora inició un largo ensayo clínico post-comercialización para intentar demostrar que el medicamento no era perjudicial en términos cardiovasculares. Se inició una farsa científica llamada ADOPT que fue deliberadamente mal diseñada y no permitió conclusiones definitivas al respecto.
Siete años después de su comercialización y mientras la compañía recogía unos ingentes beneficios, el riesgo cardiovascular del medicamento seguía siendo desconocido. De hecho, esta situación era muy frecuente. En el año 2005, un informe de la FDA al Congreso norteamericano admitía que tan solo el 14% de los ensayos clínicos post-comercialización comprometidos por la industria en el proceso de aprobación para determinar dudas sobre eficacia y/o seguridad no aclaradas en los ensayos pivotales, eran realizados.
En el año 2007, Nissen y Wolski, de la Clínica de Cleveland, publicaron un meta-análisis que demostraba un incremento del riesgo cardiovascular de la rosigitazona. David Grahan, el farmacoepidemiólogo que presentó los datos sobre la rosiglitazona en el comité de expertos de la FDA que debía decidir si dejar o no el medicamento en el mercado, se lo trasmitió claramente a los científicos allí reunidos:
“Hay un exceso de 80.000 muertes o infartos de miocardio atribuibles directamente al uso de la rosiglitazona durante los siete años que comprende el análisis, con un rango entre 30.000 y 140.000. Por cada 114 pacientes tratados con rosiglitazona durante un año se producirá un caso extra de enfermedad coronaria severa”
El promotor no estaba de acuerdo pero el comité de expertos aceptó, con 20 votos contra 3, que la rosiglitazona aumentaba el riesgo cardiovascular. Sin embargo, increíblemente, ese mismo comité rechazó retirar el fármaco del mercado por 22 votos contra 1 justificándolo por la mala calidad de los ensayos clínicos y la posibilidad de que el fármaco sí tuviera efectos positivos microvasculares (algo no demostrado todavía). La estrategia de construcción de la duda funcionaba.
Paralelamente, en 2005, Takeda publicó su ensayo PROactive, que ya hemos mencionado, en el que, además de no aportar datos serios sobre el potencial carcinogénico de la molécula, demostraba una reducción no significativa del riesgo cardiovascular de los pacientes aunque un incremento importante del riesgo de insuficiencia cardiaca.
GSK mientras, en el año 2007, tras el fiasco del ADOPT en relación con el riesgo cardiovascular, inició el estudio RECORD, para evaluar el riesgo de la rosiglitazona de manera definitiva, por mandato de la EMEA. Desde el principio, el diseño del ensayo tuvo críticas de los expertos. La EMEA no hizo nada por intentar influir en el diseño. La FDA también solicitó en el año 2009 un estudio largo (siete años) a GSK en el que se comparara el riesgo cardiovascular de la rosiglitazona con la pioglitazona.
Esta “tranquilidad” de las agencias ante datos que señalaban graves perjuicios de dos medicamentos aprobados 10 años antes, desesperaba a los expertos.
El Dr Nissen declaró entonces:
“Así que aquí estamos: 50 años después de la introducción del primer fármaco antidiabético y sabiendo que la enfermedad cardiovascular es la causa de muerte en el 75% de los diabéticos, todavía no contamos con ensayos clínicos bien diseñados que evalúen los efectos macrovasculares de los antidiabéticos orales… Esta desastrosa falta de información es debida a las políticas regulatorias que enfatizan en efecto reductor de la glucemia como objetivo terapéutico.. Si en 1999 las agencias hubieran pedido a las compañías ensayos clínicos bien diseñados que evaluaran el efecto cardiovascular de los medicamentos, no estaríamos esperando hasta el año 2015 para determinar si un medicamento como la rosiglitazona es seguro o no lo es”
El estudio RECORD fue acortado y adelantó su publicación al año 2009, para intentar frenar el daño del meta-análisis de Nissen. Los resultados señalaron un incremento no significativo del riesgo cardiovascular y una disminución de la mortalidad global. Sin embargo, un comité de la FDA que estudió detalladamente una muestra de 549 sujetos pertenecientes al RECORD, realizó 70 alegaciones por conducta problemática entre las que se incluían fallos importantes a la hora de asignar eventos cardiovasculares. El comité de la FDA concluyó que el RECORD contenía sesgos graves a favor de la rosiglitazona.
En el año 2010, la FDA siguió dando el beneficio de la duda -cuidadosamente construida por GSK- a la rosiglitazona y permitió que el Avandia siguiera en el mercado norteamericanos, aunque con advertencias muy serias sobre su utilización. Por el contrario, la EMA suspendió la comercialización del Avandia en Europa.
El caso de las glitazonas señala, no solo la debilidad de las evidencias exigidas para aprobar un nuevo medicamento sino, también, los gravísimos riesgos que tiene que las agencias permitan que las compañías completen las dudas sobre eficacia y seguridad de los medicamentos en la fase post-comercialización.
Es claro que las farmacéuticas llevan a cabo todo tipo de maniobras para retrasar la realización de estos ensayos clínicos una vez los fármacos están en el mercado; cuando ya no pueden dilatar más su inicio, los manipulan para que la duda no pueda aclararse completamente.
Nadie lo ha expresado mejor que el Profesor Luis Carlos Silva en su estupendo trabajo “La industria farmacéutica y los obstáculos para el flujo oportuno de información: consecuencias para la salud pública”:
“Las empresas hacen un servicio a la sociedad, muchas veces valioso. Pero su propósito natural es maximizar sus beneficios. Es algo que está en su propia lógica.
En línea con esa realidad, operan poderosas fuerzas que, de ser preciso, se ocupan de boicotear, distorsionar, ocultar o erosionar los procesos investigativos y la diseminación de sus resultados cuando estos colisionan con sus intereses. Tales fuerzas, como mínimo, procuran que se dilate el momento de que la verdad sea conocida. En el caso particular de las transnacionales del medicamento, la pretensión de que centren su interés en que prevalezca la verdad, aunque esta comprometa sus réditos, sería irracional. Consecuentemente, también sería irracional que la sociedad diera como ciertas todas sus afirmaciones. La verdad probablemente emergerá a la larga, pero mientras tanto el estropicio puede ser considerable.
Aludo al empeño por mediatizar, a través de una calculada construcción de la duda, los resultados de toda investigación que defienda la salud de la población pero amenace las ganancias de la industria. Conscientes de que cada vez es más difícil eludir el dictamen de la ciencia, los fabricantes del reparo se dan a la tarea de entorpecer su progreso. Colocan en revistas científicas meta-análisis sesgados, resultados cuidadosamente seleccionados o amañados y reevaluaciones artificiales de los trabajos comprometedores para desacreditarlos y exaltar selectivamente sus ocasionales endebleces. Siembran confusión mediática y elaboran resultados de signo opuesto”
Y termina:
“La historia de Avandia® (rosiglitazona), al final, no es más que una anécdota, y el fármaco es hoy un engendro que agoniza. Pero ilustra cómo las acciones corruptoras del flujo informativo -en este caso, a cargo de GSK- pueden tener a la larga un éxito notable. La razón es sutil: el éxito no reside en que se consiga que una verdad inconveniente pueda ser sepultada para siempre, sino en demorar el momento en que llega a ser universalmente admitida, que es lo que más interesa a los vendedores. La información veraz en este caso ha necesitado de todo el primer decenio del Siglo XXI para ver la luz. La patente del fármaco se extiende hasta 2011, de modo que, como suele ocurrir en tales casos, la estrategia desarrollada para prolongar su vida comercial hasta el límite de su explotación potencial fue sumamente eficaz”
Davis y Abrahan enfatizan más la responsabilidad de las agencias:
“Los procesos de aprobación de los medicamentos llevados a cabo por las agencias reguladoras han priorizado los intereses comerciales de las compañías fabricantes sobre la salud pública al otorgar a las glitazonas un peligroso beneficio de la duda. Ni el potencial carcinogénico ni el posible efecto negativo cardiovascular fueron considerados en el momento de la aprobación de los medicamentos dejando que fueran unas exageradas expectativas sobre el potencial innovador de las glitazonas las que inspiraran las decisiones”
Y continúan:
“Una aceptación acrítica de la ideología neoliberal que defiende que el interés por la innovación de la industria coincide con los de los pacientes ha persuadido a los reguladores de que las glitazonas debían ser introducidas en el mercado cuanto antes”
Pero los más de 100.000 pacientes que han muerto o sufrido un evento cardiovascular grave, que podía haberse evitado si las agencias hubieran hecho bien su trabajo y no hubieran estado tan condicionadas por los intereses comerciales e influidas por la retórica neoliberal, no acabarán probablemente de ver las ventajas de la innovación de las farmacéuticas.
Terminan el capítulo Davis y Abrahan:
“El estudio del caso de las glitazonas señala que, en interés de la salud pública, el estándar placebo y la aceptación de variables subrogadas, como la glucemia, como medidas de la eficacia de los medicamentos, debe ser reconsiderado, aunque ello perjudique los intereses comerciales de la industria al enlentecer los tiempos de introducción de los medicamentos o, incluso, evitar que algunos lleguen al mercado… El ambiente desregulatorio neoliberal ha ido en contra de las medidas que se necesitaban para una regulación óptima, en términos de salud pública, de las glitazonas… Es claro que un retraso en la introducción de estas moléculas no hubiera impedido tratar adecuadamente a ningún diabético pero sí hubiera evitado perjudicar a muchos.. El argumento neoliberal de que cuanto antes se introduzcan los medicamentos en el mercado, mejor para los pacientes es claramente falaz, como hemos demostrado”
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