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Seguimos analizando el libro de Cosgrove y Whitaker, «Psychiatry Under the Influence: Institutional Corruption, Social Injury, and Prescriptions for Reforms»

La era moderna de la psiquiatría comienza en el año 1980, cuando la APA publica el DSM-III.

Pero el DSM-III no fue fruto de ningún avance científico sino una respuesta corporativa de la especialidad a una coyuntura social y política que estaba debilitando su credibilidad e importancia. Dicho de otra manera, el enfoque del DSM-III no buscó el beneficio de los pacientes sino el de la propia psiquiatría.

Hasta entonces, los intentos por clasificar las enfermedades mentales habían sido modestos y prudentes. El primer presidente de la APA decía a mediados del siglo XIX: “la enfermedad mental es fácil de reconocer pero no de clasificar” y por eso las primeras clasificaciones eran muy amplias: trastornos de origen biológico (como la sífilis o el alcoholismo) y trastornos sin base biológica que a su vez se dividían en psicóticos y no psicóticos.

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La psiquiatría hasta la Segunda Guerra Mundial se encargaba de los enfermos graves institucionalizados, la mayoría de ellos con enfermedades mentales secundarias a daños biológicos y algunos esquizofrénicos, y, por tanto, no hacían falta más categorías diagnósticas. Sin embargo, tras la guerra surgió la necesidad de tratar a personas con síntomas mentales menos graves y que, por tanto, no requerían estar institucionalizados. La taxonomía entonces se quedaba muy corta.

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En 1950 la APA forma una comisión para intentar crear un sistema clasificatorio más completo y dos años más tarde se publica el DSM-I que busca criterios para realizar diagnósticos diferenciales en el amplio grupo de pacientes con enfermedades mentales sin base biológica no psicóticos a los que denomina, siguiendo la tradición freudiana, psiconeuróticos.

Sin embargo el diagnóstico de estas nuevas entidades, como la ansiedad o la depresión, seguía siendo muy poco relevante ya que el origen de los síntomas era el mismo: la incapacidad de las personas para ajustarse adecuadamente a los requerimientos de su entorno causaba un conflicto emocional que originaba los síntomas mentales. Esta “perspectiva psicológica” asumía la evidencia de que estos “desajustes” eran comunes a todas las personas y que, por tanto, era muy difícil separar entre enfermos y no enfermos. El diagnóstico seguía siendo irrelevante.

Pero en la década de los años 70 varios factores hicieron que la psiquiatría organizada decidiera buscar un sistema clasificatorio de las enfermedades mentales que obviara las dificultades que hasta entonces se habían encontrado para diferenciar entre sanos y enfermos mentales y entre enfermos entre sí.

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La primera era la creciente competencia de otras profesionales. La atención a los síntomas mentales estaba basada en la terapia de base freudiana y era utilizada por un gran número de profesionales (psicólogos, consejeros, terapeutas matrimoniales, asistentes sociales, etc) que competían con los psiquiatras en la captación de clientes. Durante toda la década de los 50 y los 60 la APA intentó que las autoridades reconocieran la terapia como un tratamiento médico y que, por tanto, no pudiera ser aplicada sin su supervisión pero fueron perdiendo todas las batallas legales: en 1977 todos los estados norteamericanos reconocían que la psicoterapia no era un tratamiento médico. En 1980 había en EE.UU casi el doble de psicólogos que de psiquiatras.

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Además, las terapias físicas puestas en marcha por los psiquiatras desde principios de siglo –que iban desde el coma hipoglucémico a los primeros medicamentos neurolépticos y ansiolíticos, pasando por el eletroshock- tenían, a finales de los años 60 y los 70, una fuerte contestación social debido a la falta de resultados y sus efectos adversos. Por el contrario, emergían cada vez más evidencias de que los trastornos mentales más leves evolucionaban favorablemente con o sin terapias.

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En estos años, surge la psiquiatría social que señala la necesidad de abordar los problemas sociales que estaban en la base de los síntomas mentales con lo que el tratamiento individual perdía relevancia en términos de salud pública.

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Y, por supuesto, la antipsiquiatría, que acusa a la psiquiatría de ser un instrumento de control social.

Por si fuera poco, en 1973 David Rosenberg, un psicólogo de Standford, publica un artículo en el que quedaba en evidencia la incapacidad de los psiquiatras para diferenciar entre sanos y enfermos: varios estudiantes simularon estar enfermos y fueron ingresados en diferentes instituciones psiquiátricas sin que ningún médico fuera capaz de detectar la farsa.

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La psiquiatría como disciplina se encontraba acorralada por la competencia de otras profesiones, el fracaso de sus tratamientos biológicos y los nuevos movimientos progresistas que señalaban las causas sociales de las enfermedades mentales y denunciaban el rol controlador de una especialidad que, por ejemplo, todavía consideraba enfermos a los homosexuales (en 1974 la APA, debido a la presión de los grupos gays dejó de considerar la homosexualidad una enfermedad lo que también provocó que numerosos críticos se preguntaran cómo era posible que una enfermedad dejara de serlo debido a la presión social).

Paralelamente, el resto de las especialidades médicas cada vez ganaban más prestigio gracias a las nuevas tecnologías, atrayendo a la mayoría de los médicos y dejando a la psiquiatría como una especie de “hermana pobre” dentro de las especialidades médicas.

La gota que colmó en vaso fue la amenaza por parte de las compañías aseguradoras de dejar de pagar por terapias aplicadas a sujetos en los que no era posible diferenciar entre enfermos y sanos: fue la señal inequívoca de que la especialidad estaba condenada al desastre si no se hacía algo que cambiara la tendencia

En 1977, el psiquiatra de Harvard Thomas Hackett resumía la situación:

Aparte de su formación médica, los psiquiatras no tienen nada que ofrecer distinto a lo que puedan proveer psicólogos, sacerdotes u otros sanadores no profesionales. Nuestro pan, la psicoterapia, se ha fragmentado en múltiples escuelas y además tiene inciertos resultados

Los líderes de la APA lamentaban públicamente las injustas críticas que recibían y que la sociedad no tuviera una idea de la psiquiatría como una especialidad médica con específicas competencias en el campo de la salud mental. En una reunión celebrada en Atlanta a mediados de los años 70 acordaron poner en marcha un grupo de trabajo que definiera claramente qué era una enfermedad mental y qué la psiquiatría como disciplina, así como poner en marcha el DSM-III con un enfoque distinto a los dos anteriores: el nuevo manual diagnóstico debía servir para enfatizar que los psiquiatras eran médicos que trataban enfermedades reales.

Durante los 6 años que tardó en elaborarse el DSM-III, los líderes de la APA no dejaron de trasmitir a la sociedad norteamericana la necesidad de fortalecer “el modelo médico aplicado a los problemas psiquiátricos” (Spitzer), realizar “un vigoroso esfuerzo por remedicalizar la psiquiatría” (Sabshin) o asegurar que “el modelo médico es el más adecuado para las enfermedades mentales, como lo es para la diabetes” (Kety).

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Por tanto, no hay dudas de que fue la crisis de la especialidad la que inspiró el nuevo enfoque del DSM-III: no existían avances científicos que permitieran suponer que las enfermedades mentales eran tipificables. El propio director del proyecto, Robert Spitzer (sí, el psiquiatra que aparece en la foto de más arriba defendiendo la terapia reparativa para los homosexuales), reconocía, antes de la publicación del DSM-III, que la nueva taxonomía debía ser utilizada como hipótesis de trabajo y que requeriría un validación científica posterior.

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Samuel Guze, otro líder de la APA escribía en 1978:

Con el nuevo modelo, en foco debe ponerse sobre los síntomas y los signos de las dolencias… el modelo médico de la psiquiatría debe centrase en el concepto de enfermedad y en la necesidad de reducir los síntomas.. El entrenamiento médico, por tanto, es necesario para la óptima aplicación de la mayoría de los tratamientos existentes hoy en día para tratar a los enfermos mentales”.

Un enfoque dirigido al control de los síntomas mediante medicamentos y no tanto al análisis de los conflictos internos de los individuos, reforzaba el rol del psiquiatra al tener, por su condición de médico, la exclusiva de la prescripción de los fármacos. Convertir los síntomas mentales en enfermedades semejantes a la diabetes o el asma tenía evidentes ventajas para la especialidad ya que convertía inmediatamente la psicoterapia en una herramienta curativa muy secundaria (casi como intentar curar la diabetes con masajes).

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Pero la realidad y el deseo no siempre van unidos. Intentar tipificar de manera consistente las enfermedades mentales, es decir, diferenciar diagnósticos garantizando una mínima reproducibilidad y validez, no contaba con ninguna base científica. Los síntomas mentales eran demasiado complejos y habían eludido los intentos previos de clasificaciones demasiado detalladas; no existían, por ejemplo, marcadores biológicos objetivos que permitieran una menor dependencia del diagnóstico del juicio profesional subjetivo.

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El propio Guze, ante la falta de evidencias científicas, exigió que antes de introducir cualquier diagnóstico en el nuevo DSM-III fuera necesario contar con investigaciones empíricas y datos que avalaran su tipificación. Pero el enfoque prudente de Guze fue rechazado. Los intereses corporativos acabaron por hacer desaparecer todas las dudas científicas acerca de la validez de los criterios que se estaban utilizando. Finalmente, el DSM-III fue publicado sin datos empíricos que validaran los diagnósticos y, por tanto, apareció como un mero “consenso profesional” u «opinión de expertos», la categoría de conocimiento biomédico menos robusta que existe.

En 1980 se publica el DSM-III con 265 diagnósticos sin validez científica pero un rotundo éxito en términos corporativos.

La APA al adoptar el modelo médico y enfatizar que las enfermedades mentales eran entidades discretas y objetivas estaba:

(1) respondiendo al movimiento anti-psiquiátrico al trasmitir que las enfermedades mentales eran entidades reales,

(2) haciendo desaparecer las dudas de las aseguradoras, que ahora contaban con criterios objetivos para diferenciar a sanos de enfermos; de hecho, a partir del DSM-III tendrían que pagar por la atención de prácticamente cualquier persona que acudiera a un psiquiatra,

(3) reforzando el rol médico del psiquiatra como único preparado para atender el tratamiento de los síntomas, que debía hacerse, no explorando los conflictos internos mediante largas sesiones, sino fundamentalmente mediante la utilización de fármacos,

(4) limitando la validez de los enfoques psicoterapéuticos y, por tanto, eliminando competencia,

(5) asociando, en términos de imagen, la psiquiatría a las otras especialidades médicas que contaban con una mayor base científica y -gracias al beneficio que aportaban los avances tecnológicos- un creciente prestigio social,

(6) arrogándose el derecho a ser los líderes de las futuras líneas de investigación que debían, si se era coherente con el modelo, buscar prioritariamente las alteraciones biológicas detrás de los síntomas mentales, y

(7) sentando las bases de la colaboración con la industria farmacéutica que ahora contaba con criterios objetivos para definir las enfermedades mentales y, por tanto, buscar terapias específicas para cada diagnóstico.

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Cosgrove y Whitaker denominan a esta última ventaja corporativa, “la semilla de la corrupción”:

Mientras que ninguna compañía podía vender un tratamiento para la neurosis, un problema psicológico, sí podía hacerlo para el estrés post-traumático, la ansiedad generalizada o cualquiera de los 265 diagnósticos listados en el DSM-III , conceptualizados, a partir de ahora, como enfermedades objetivas”.

Continuará.