La medicina tiene una larga tradición de compromiso con la salud de los enfermos y las poblaciones. Gran parte de su prestigio social a lo largo de los siglos se ha debido a su capacidad y honestidad para comprometerse con una toma de decisiones independiente, asegurando que los intereses de los enfermos quedaban por delante de cualquier otro privado o personal. Aunque es verdad que no podemos pensar que los profesionales sanitarios se han comportado sin excepciones de manera altruista a lo largo de la historia, nunca como hasta ahora los intereses secundarios habían sido tan prevalentes y, por ello, nunca como hasta ahora, la confianza social en la medicina y su propio papel como institución pública había sido puesta en riesgo con tal intensidad.
El Institute of Medicine norteamericano definió conflicto de interés como “aquella circunstancia que crea un riesgo de que los juicios o acciones profesionales en relación con su interés primario puedan ser indebidamente influidas por un interés secundario” (1). Los intereses primarios de la medicina, sus fines y, por tanto, los deberes profesionales fueron definidos magníficamente por el trabajo colaborativo del Hasting Center: la prevención de la enfermedad y de las lesiones, y la promoción y el mantenimiento de la salud; el alivio del dolor y del sufrimiento; la asistencia y curación de los enfermos y el cuidado de los que no puedan ser curados; evitar la muerte prematura y velar por un final en paz (2). A estos fines individuales habría que añadir otro social como “promover la justicia y la equidad reduciendo las desigualdades en salud” (3); y uno epistémico: “colaborar en la generación y difusión del mejor conocimiento”. Por su parte, los intereses secundarios de los médicos son muy variables, y legítimos en su mayoría: desde avanzar en la carrera profesional o académica a ganar más dinero o defender las propias convicciones morales o ideológicas (4) .
Pues bien, la existencia de intereses secundarios económicos es inevitable y así ha sido reconocido por la ética médica clásica desde hace siglos. Pero su problemática actual, en mi opinión, desborda claramente el ámbito profesional, no solo por su abrumadora prevalencia, su demostrada capacidad para sesgar las decisiones de los médicos o la inquietante negativa de los profesionales a aceptar sus efectos, sino también porque el fracaso de las iniciativas puestas en marcha para limitar sus consecuencias parece estar señalando un problema mucho más profundo de lo que suponíamos (5).
El «enfoque profesional» de los conflictos de interés
El primero en señalar la ubicuidad e intensidad de los intereses económicos en biomedicina fue Arnold Relman, editor de una de las revistas más prestigiosas del mundo, el New England Journal of Medicine (NEJM) en su ya clásico artículo “The New Medical-Industrial Complex” (6).
En enfoque de Relman lo denominaremos “profesional” por varias razones. La primera es que descarta que las empresas farmacéuticas o tecnológicas pertenezcan al que denomina “complejo médico-industrial”:
“No me refiero a las compañías que fabrican productos farmacéuticos o equipos y suministros médicos. Tales negocios a veces se han descrito como parte de un «complejo médico-industrial», pero no veo nada particularmente preocupante sobre ellos. Han existido por mucho tiempo, y nadie ha cuestionado seriamente su utilidad social. Además, en una sociedad capitalista no existen alternativas prácticas a la fabricación privada de medicamentos y equipos médicos.”
El enfoque profesional de los conflictos de interés, por tanto, asume la neutralidad de la tecnología y del conocimiento científico que está detrás de su desarrollo.
Relman alude en su artículo a la influencia de las empresas con ánimo de lucro que ya en los años 80 dominaban la provisión de servicios sanitarios en EE.UU en un proceso que denomina “industrialización de la atención sanitaria” y que pretende, en primera instancia, ampliar el mercado, vender más:
“En un mercado libre competitivo ideal, la empresa privada puede ser buena para controlar los costos unitarios e incluso para mejorar la calidad de sus productos, pero las empresas privadas ciertamente no asignan sus propios servicios ni restringen el uso de los mismos. Por el contrario, «comercializan» sus servicios; venden tantas unidades como el mercado pueda soportar. Puede que tengan que recortar sus precios para vender más, pero el hecho es que están en el negocio para aumentar sus ventas totales.”
Relman señala el peligro de sobreutilización de tecnologías, medicamentos o servicios en un mercado donde tanto fabricantes de productos como proveedores de servicios tienen grandes incentivos económicos para incrementar el consumo y ninguno para disminuirlo. Las culpables de esta sobreutilización, para Relman, serían las decisiones profesionales y no la propia dinámica de la innovación tecnológica.
El mercado de la salud es distinto a otros mercados debido a que los consumidores tienen dificultades para elegir qué servicios compran o valorar su calidad o adecuación y, por eso, necesitan un profesional experto, un médico que les aconseje. Según Relman, en EE.UU, en los años 80, más del 70% del consumo sanitario estaba mediado por un consejo profesional. El desequilibrio informativo, inevitable en medicina, entre el proveedor (el médico) y el consumidor (el paciente) supone un riesgo de que los profesionales acaben recomendando intervenciones o tomando decisiones que vayan en primera instancia a favor del mercado y no del paciente o ciudadano que consulta por una necesidad percibida de atención sanitaria. Por eso es tan importante evitar los conflictos de interés para el autor:
“Si los médicos han de representar los intereses de sus pacientes en el nuevo mercado médico, no deberían tener ningún conflicto de intereses económico y, por lo tanto, ninguna asociación pecuniaria con el complejo médico-industrial… A medida que crezca la visibilidad y la importancia de la industria privada del cuidado de la salud, la confianza del público en la profesión médica dependerá de la percepción que los ciudadanos tengan del médico como un fideicomisario honesto y desinteresado.”
¿Qué propone Relman para poder modular la capacidad de los intereses económicos de influir en las decisiones médicas? A la sociedad, le pide que confíe en el juicio profesional:
“Me parece que la clave del problema del uso excesivo está en manos de la profesión médica. Con el consentimiento de sus pacientes, los médicos actúan en su nombre, decidiendo qué servicios son necesarios y cuáles no, actuando de hecho como fideicomisarios. Por lo tanto, el mejor tipo de regulación del mercado de la asistencia sanitaria debería provenir de los juicios informados de los médicos que trabajan en interés de sus pacientes.”
A los profesionales, Relman les pide que fortalezcan su profesionalismo y eviten la pérdida de confianza que suponen las relaciones comerciales:
“Esa confianza se verá sacudida por cualquier asociación financiera entre los médicos en ejercicio y el nuevo complejo médico-industrial. Las asociaciones pecuniarias con empresas de suministros y equipos farmacéuticos y médicos también serán sospechosas y, por lo tanto, deberían reducirse. Lo que estoy sugiriendo es que la profesión médica estaría en una posición más fuerte, y su voz tendría más autoridad moral con el público y el gobierno, si se adoptara el principio de que los médicos en ejercicio no pueden obtener ningún beneficio financiero del mercado de la salud sino solo de sus propios servicios profesionales.”
Relman parece establecer una incompatibilidad entre el mercado y el ejercicio de la medicina y alude a una auto-regulación médica como sistema de control; también, en el mismo artículo, a la necesidad de una evaluación objetiva de las tecnologías sanitarias. En la tabla 1 resumimos las características del enfoque profesional al abordar los conflictos de interés.
El fracaso del «enfoque profesional» para controlar los efectos de los conflictos de interés
El enfoque profesional como vemos es ingenuo en términos epistémicos (asume la neutralidad de los agentes económicos productores de tecnologías) y nada realista en términos antropológicos. Relman pretende que los médicos se conviertan en una especie de Jedis capaces de salirse del mundo y ejercer una medicina que ignore las poderosísimas influencias de los intereses económicos que actúan en el mercado de la salud; casi, señala la imposibilidad no sospechosa de un ejercicio privado de la medicina o del trabajo por cuenta ajena para organizaciones con ánimo de lucro como aseguradoras y proveedores privados de atención sanitaria. Hoy en día, las mismas organizaciones públicas utilizan técnicas de gestión basadas en incentivos económicos para mejorar su eficiencia.
El enfoque profesional además lo apuesta todo a la auto-regulación y el buen juicio, alude a una confianza de la sociedad en los mecanismos de la medicina para auto-regularse y confía en la evaluación de las tecnologías como procedimiento técnico que permita la selección de aquellas coste-eficientes y así evitar su uso excesivo. El texto del NEJM de Relman se publica en 1980. Tras casi 40 años de enfoque profesional debemos hacer balance.
Los médicos no solo no han evitado el contacto con los agentes del mercado de la salud sino que se han convertido ellos mismos en parte fundamental de ese mercado, sobre todo a través de las asociaciones científicas transformadas en rentables empresas capaces de monetizar su conocimiento especializado (7). El propio Relman, junto con el bioeticista Pellegrino, reconocía en 1999 este papel contrario a la ética médica de las asociaciones científicas (8):
“Hoy en día, la influencia dominante en las asociaciones profesionales es económica y la tensión entre el interés propio y principios éticos es mayor que nunca. Este conflicto está erosionando los fundamentos morales de la medicina”
Si a nivel institucional, los médicos se han convertido claramente en agentes del mercado, a nivel individual los profesionales mantienen relaciones comerciales con la industria intensas y frecuentes (9). A pesar de las evidencias de la capacidad de sesgar sus decisiones (más prescripciones, más caras y menos adaptadas a las recomendaciones)(10), la negativa de los médicos a reconocer la influencia comercial es persistente (11).
A nivel epistémico, la creencia en la neutralidad de la ciencia y la tecnología biomédicas, esencial en el enfoque profesional de los conflictos de interés, cuenta con numerosas evidencias en su contra. Los intereses económicos influyen profundamente tanto en la agenda de investigación como en sus resultados hasta tal punto que se considera que el 85% de los recursos dedicados a investigación biomédica pueden estar siendo desperdiciados (12).
Esta dependencia comercial de la ciencia biomédica es algo inusitado en cualquier otro campo del conocimiento y, de hecho, las ciencias que están en la base de la medicina como la farmacología o la investigación clínica se encuentran en los últimos lugares de credibilidad cuando se comparan con otras áreas científicas (13)
La creencia en la posibilidad de una evaluación técnica de las nuevas tecnologías ha chocado con limitaciones económicas (no hay incentivos para la evaluación por parte de las empresas privadas y existe una falta de fondos públicos dedicados a la misma) y epistémicas (en medicina es raro poder determinar de manera absoluta si una tecnología vale o no vale ya que la efectividad es un concepto ambiguo ligado a factores contextuales como adherencia, indicación, existencia o no de alternativas, gravedad del paciente, etc) (14). No parece que la racionalidad técnica sea capaz de determinar el valor a priori de tecnologías, medicamentos o intervenciones médicas que hayan demostrado una mínima efectividad en contextos de investigación.
La posibilidad de autoregulación también ha mostrado sus limitaciones en todos los aspectos, no solo en investigación y difusión del conocimiento sino también en la posibilidad de que la propia industria pueda generar mecanismos creíbles de autocontrol (15). La misma transparencia muestra sus limitaciones en el país que de manera más sistematizada la ha organizado, los Estados Unidos (16)
Para Giavanni Fava (17) (ver entrada de nogracias), los conflictos de interés forman ya parte sustancial tanto en la producción, evaluación o aplicación del conocimiento como de la actividad laboral de los médicos; son un medio de la racionalidad instrumental para obtener los resultados deseados: aplicación de nuevas tecnologías, utilización de nuevos medicamentos y realización de nuevas intervenciones médicas con una racionalidad eficientista.
Es decir, quizás el problema no está tanto en los medios que se utilizan para la producción industrial de tecnología biomédica (que hoy en día es ingenuo pensar que pueda producirse sin la colaboración entre empresas, científicos y profesionales asistenciales), sino en los fines que se persiguen.
Lo más problemático del enfoque profesional de los conflictos de interés, además de su nulo impacto, es que ignora completamente la reflexión sobre las implicaciones que tiene la tecnología en medicina, cuáles son sus condicionantes y consecuencias, y cómo debería posicionarse un profesional y la propia institución. El problema es que los conflictos de interés pueden estar siendo un falso debate: las llamadas a mejorar su gestión en términos de transparencia o rendición de cuentas de organizaciones como NoGracias y muchas otras siguen siendo importantes, pero aceptan la existencia de conflictos de interés como legítima y, por tanto, nadie defiende su eliminación (algo, por otra parte, imposible).
Lo que decimos es que focalizar el debate en los conflictos de interés, además de que no ha resultado nada resolutivo hasta ahora, está impidiendo que la medicina se enfrente al verdadero problema: el ruido de fondo de las tecnologías.
El ruido de fondo: modernidad, credulidad voluntaria y la pérdida de los fines
Marina Garcés en su obra “Nueva ilustración radical” (18) acierta en el reconocimiento de la existencia de un ruido de fondo aplicado a la modernidad y que es muy trasladable conceptualmente a la medicina en particular. Así, la medicina habría dejado de responder a los valores de la ilustración. La autora señala las diferencias entre el “proyecto ilustrado radical”, cuyo objetivo era el “combate contra la credulidad, desde la confianza en la naturaleza humana para emanciparse y hacerse mejor a si misma” y la llamada “modernidad”, un producto de dominación al servicio del capitalismo y el mercado. En el equilibrio inestable entre ilustración y modernidad, en medicina, ha ganado la batalla la modernidad. Y el solucionismo tecnocientífico es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos más sanos y mejores como personas y como sociedad.
Hay que decir que en la victoria de la modernidad sobre la IIustración, los profesionales sanitarios tienen una gran responsabilidad al legitimar una medicina basada en lo que Garcés denomina “credulidad voluntaria”. Los profesionales hoy en medicina están dispuestos a creer lo que más les conviene en cada momento. Es una forma de post-verdad clínica que deja al profesional sin atributos; lo despoja de su función mediadora entre el conocimiento especializado, los fines de la medicina y el progreso de la sociedad. La medicina moderna ha convertido los medios (la tecnología) en fines, pervirtiendo los propios objetivos de la institución.
¿A qué es debida esta credulidad voluntaria? Langdon Winner habla de dos motivos por los que la tecnología no es reflexionada (19). El primero es la creencia generalizada por parte de los profesionales en el mito del progreso, que da por sentado que los únicos medios para mejorar la salud humana proceden de la tecnología. Esta vinculación automática entre progreso y tecnología tiene diferentes razones pero una de ellas es que como ha señalado Ivan Illich, pasado cierto punto de intensidad en la utilización de tecnologías, éstas generan un monopolio radical: los profesionales dejan de pensar que es posible utilizar abordajes diferentes al tecnológico en la búsqueda de la salud.
El segundo mito que impide la reflexión es el de su neutralidad: su uso es ocasional, inocuo y no estructurante. Sin embargo, las tecnologías no son simples medios para la actividad humana, sino, también, poderosas fuerzas que actúan para modelar dicha actividad y su significado, afirma Winner. Cuando se adopta una nueva tecnología en medicina, se transforma no solo lo que los médicos hacen y, por tanto, las prioridades políticas, sino también la manera de pensar de las personas acerca de la salud, la enfermedad y la atención médica.
El problema es que la medicina ha interpretado las tecnologías de una manera estrictamente instrumental, lo que no es de utilidad. Lo que Garcés llama «credulidad voluntaria», Winner lo denomina «sonambulismo tecnológico»: caminamos sonámbulos de buen grado a través de un proceso de innovación tecnológica biomédica que está reconstruyendo las condiciones de la práctica clínica y la investigación en medicina.
Mientras el debate se limite a si el pago de una comida a un médico por parte de un representante comercial influye en su selección posterior de medicamentos (que sí lo hace)(20) no abordaremos el más fundamental: cuál es el papel de la tecnología en una medicina que se ha convertido en el sector industrial más dinámico en una sociedad dominada por el mercado y la racionalidad instrumental de la eficiencia (21).
Winner no cree que la solución a los conflictos de interés pueda ser específica porque se trata de un proceso autoreforzado por determinantes sociales, económicos y profesionales estructurales:
“No se trata de que exista una conspiración sino un proceso social en el cual el conocimiento, la invención tecnológica y el beneficio corporativo se fortalecen el uno al otro formando patrones profundos y arraigados gracias al poder político y económico”
Así, los conflictos de interés en mi opinión se han convertido en un falso problema. El asunto no es si existen relaciones entre científicos e industria farmacéutica o entre profesionales y empresas tecnológicas, algo inevitable y sin duda necesario, sino cuáles son los fines de esas interacciones que es como decir, cuales son los fines de la innovación tecnológica. No son los conflictos de interés sino la credulidad voluntaria en la tecnología lo que está pervirtiendo el conocimiento y las decisiones médicas. Los conflictos de interés, sin duda, dan el último empujón pero es la credulidad profesional la que pone las condiciones para que dicho empujón funcione. Es decir, por poner un ejemplo, ninguna comida con un laboratorio va a convencer a un médico de que prescriba un fármaco que el facultativo sabe que no funciona.
El problema es que el médico cree que sí funciona: la estrategia de la industria es activar el sistema de credulidad voluntaria de los médicos. La industria gestiona credulidad y los conflictos de interés son sus catalizadores. Pero sin credulidad, los conflictos de interés pierden su capacidad distorsionadora y destructiva.
Plantear los conflictos de interés como una batalla entre el non profit y el beneficio, es una visión idealista e improductiva. Como dice Garcés, la batalla que hoy se necesita es “entre lo necesario contra lo que se nos presenta como imperativo” (p 71). Y “lo necesario” tiene que ver con todo aquello que va en el sentido de la emancipación; aquello que libera; todo lo que fomenta la autonomía.
La crisis del 2008 ha puesto sobre la mesa los límites de un desarrollo basado en la explotación irracional de los recursos del planeta, la injusticia social y la expropiación de la salud, vía consumo de alimentos, energías o medicinas que matan. Los políticos invocan la austeridad ante la crisis, como las empresas farmacéuticas invocan transparencia ante los conflictos de interés. Como escribe Garcés:
“La austeridad que se invoca para asegurar la sostenibilidad del sistema funciona como una máquina de reducir el gasto público y de reducir las expectativas de una buena vida a la condición de privilegio”
Nos han expropiado, está claro, la palabra austeridad. Pero también la palabra transparencia. La transparencia que invoca la industria ante la prevalencia inaudita de los conflictos de interés es de inspiración gatopardiana: contarlo todo para que todo siga igual.
Mientras vende su “generosidad” a través de su cuantiosa contribución económica a la investigación, la formación y el conocimiento médico, las empresas relacionadas con la salud dominan el debate e impiden la llamada radical a centrarnos en los fines. ¿Dónde están los fines?
En mi opinión, lo importante es dilucidar los mecanismos a través de los cuales la tecnología y los mecanismos que la perpetúan están negando los principios de la medicina, minando sus instituciones y eviscerando los valores que han presidido tanto los sistemas públicos de salud como la práctica médica. No se trata exactamente de evitar la tecnología o los conflictos de interés, asociados a su desarrollo y expansión de forma estructural, sino, sobre todo, de elucidar qué significa “lo necesario” o “lo emancipador” en medicina para volver a introducir el factor profesional con toda su carga crítica.
La evisceración tecnológica de la medicina
La medicina en sus esquemas actuales de desarrollo es insostenible porque ha perdido su capacidad para hacer prevalecer sus fines sobre los de las empresas y organizaciones en todas sus interacciones: sea desarrollar experimentos, sintetizar y difundir el conocimiento, elegir una estrategia terapéutica o aceptar unos incentivos al desempeño. La influencia comercial sobre el conocimiento biomédico y la tecnología determina hoy los fines; esta es la primera de las estrategias de evisceración de la medicina (22).
Los profesionales han perdido los atributos ilustrados de independencia, objetividad, fomento de la emancipación de las personas, búsqueda del bien común y de la justicia. La medicina ha traicionado a la sociedad convirtiéndose en uno de los principales vectores de dominación y hegemonía del poder económico sobre las personas, al poner su función de diagnosticar al servicio del interés cosificador del mercado, medicalizando etapas de la vida como la niñez, el periodo de fertilidad femenina, la vejez y el final de la existencia (23). La medicalización es, por tanto, el segundo instrumento de vaciamiento o evisceración de la medicina.
La medicina es hoy, también, el más poderoso freno para conseguir sociedades más equitativas al absorber la mayoría de sus recursos materiales y consolidar una ineficiencia sistémica abismal (24). La financiación creciente de los sistemas de salud y su demostrada ineficiencia es el otro modo de evisceración de la medicina que compromete a las sociedades en un dispendio que beneficia fundamentalmente a las empresas relacionadas con la salud( ver tabla 2). La innovación biomédica se ha convertido en el principal instrumento para transferir la riqueza pública a manos privadas y el costo oportunidad que genera, el principal freno para conseguir sociedades más justas al impedir más inversión pública en educación, cuidado del medio ambiente, trabajo y viviendas dignas, cuidados, etc.
La idea de progreso y la innovación sin pacientes
Siguiendo a Garcés, parece claro que la acción profesional ya no está a la altura de la complejidad que ella misma ha generado; perdiendo sus atributos ha perdido la capacidad de autogobernarse, de ser “timonel de la historia”. Los profesionales sanitarios hoy, parafraseando a Garcés, son pequeños y precarios, pero tienen un poder desmesurado.
La idea de progreso médico ha adquirido una linealidad que “no apunta a una luz al final del túnel sino que tiñe de sombras nuestros escaparates de incansable luz artificial”. El progreso médico, ese falso resplandor encarnado en la tecnociencia, captura el sentido del futuro y ha acabado, paradójicamente, con la innovación biomédica porque, al perder los fines, es una innovación sin pacientes.
Los avances biomédicos tras la II Guerra Mundial invitaron a la medicina a celebrar “un presente hinchado de posibles, simulacros y promesas realizables en el aquí y el ahora”. Un presente eterno de hiperconsumo médico, producción ilimitada de servicios y hegemonía absoluta de los saberes cuantitativos y tecnológicos sobre los narrativos y populares, en la búsqueda incansable de más y mejor salud.
Pero la situación actual tiene el signo de la catástrofe cuando la medicina es la tercera causa de muerte y dolor en las sociedades occidentales (25) o cuando más de 1/3 de los presupuestos públicos dedicados a la atención sanitaria están siendo desperdiciados en forma de tecnologías, medicamentos y servicios sanitarios inútiles pero peligrosos (26). Es una situación que ya no invita a la celebración sino que condena a millones de personas a ser etiquetadas de enfermos por alteraciones biométricas irrelevantes o desviaciones en el sentir o el ser; o a la culpabilidad si se rechazan las bondades del progreso científico en forma de quimioterapia, mamografías de cribado o vacunas comerciales. Dice la filósofa:
“Actualmente, la biopolítica está mostrando su rostro necropolítico en la gestión de la vida; la producción de muerte ya no se ve como un déficit o excepción sino como normalidad” (p 24)
La insumisión crítica y la ilustración radical
Con este horizonte, necesitamos una acción colectiva de rescate, comenzando con un acto declarado de insumisión crítica respecto a los códigos y mensajes que el poder económico ha incrustado en el corazón de la medicina como: todo progreso vendrá de la innovación biomédica, más medicina es siempre mejor, financiar la innovación y la medicina es el mejor modo de conseguir salud para las sociedades.
Declararnos insumisos es la principal tarea del pensamiento crítico en biomedicina, pero con herramientas. Dice Garcés:
“Toda insumisión, si no quiere ser un acto suicida o autocomplaciente, necesita herramientas para sostener y compartir su posición. En este caso, necesitamos herramientas conceptuales, históricas, poéticas y estéticas que nos devuelvan la capacidad personal y colectiva de combatir los dogmas y sus efectos políticos” (p 30)
Estas herramientas deben comenzar con una actualización de la apuesta ilustrada “entendida como el combate radical contra la credulidad”, la base de toda dominación, al implicar “una delegación de la inteligencia y la convicción” (p 36):
“Pero esa crítica, precisamente porque se trata de una crítica al dogma del progreso y a sus correspondientes formas de credulidad, nos devuelve a las raíces de la ilustración como actitud y no como proyecto, como impugnación de los dogmas y de los poderes que se benefician de ellos” (p 31)
La denuncia de las relaciones entre el saber médico y el poder económico y la mediación que realizan las tecnologías, debería tener un efecto de emancipación, es decir, debería tener la potencialidad para devolvernos la capacidad de elaborar el sentido y el valor de la experiencia clínica desde la afirmación de la libertad y dignidad de los enfermos.
Porque no todo conocimiento contribuye a la emancipación:
“De hecho, los primeros ilustrados ya advirtieron de este peligro. Lejos de creer ingenuamente que la ciencia y la educación redimirían por sí mismas al género humano del oscurantismo y la opresión, lo que planteaban era la necesidad de examinar qué saberes y qué educación contribuirían a la emancipación, sospechando de cualquier tentación salvadora” (p 43)
El conocimiento se convierte fácilmente en la principal coartada de un sistema de poder hipócrita y adulador capaz de fijar la credulidad de los profesionales sanitarios y de la sociedad en relación con la capacidad de la biomedicina para generar progreso y bienestar.
No es posible separar la apuesta emancipadora de la biomedicina con la crítica a sus propios peligros. Pero esta tarea no se ha llevado a cabo. Sería la separación de emancipación y conocimiento crítico la que estaría trayendo una enorme contradicción a la medicina:
“El hecho decisivo de nuestro tiempo es que, en conjunto, sabemos mucho, y que a la vez, podemos muy poco. Somos ilustrados y analfabetos al mismo tiempo.. nuestra ciencia y nuestra impotencia se dan la mano sin rubor” (p 45)
Garcés llama a este fenómeno, tan aplicable a los profesionales sanitarios, analfabetismo ilustrado que sería la incapacidad para relacionarnos con el conocimiento de manera que contribuya a transformarnos a nosotros y al mundo que nos rodea:
“Si lo sabemos potencialmente todo, pero no podemos nada ¿de qué sirve este conocimiento?”
El problema no es tener acceso al conocimiento biomédico, a las tecnologías o a los servicios sanitarios sino comprender sus efectos para la vida. Esa comprensión alteraría nuestra posición como profesionales sanitarios, nuestro modo de estar con sentido en el mundo.
Tras esa iluminación o revelación ¿qué más dan los conflictos de interés? Su existencia o ausencia es irrelevante si hay un adecuado ejercicio de crítica, “una actividad múltiple que consiste en seleccionar, contrastar, verificar, desechar, relacionar o poner en contexto” (p 49).
Los conflictos de interés desaparecerían, de diluirían, en una práctica profesional crítica, no crédula, simplemente porque las estrategias comerciales se desvelarían ante el profesional como ingenuas tretas de ventas, incapaces de tocar el núcleo del compromiso ético. Pero las posiciones críticas tienen sofisticados mecanismos de neutralización. En esto Garcés nos parece especialmente lúcida.
Mecanismos de neutralización de la crítica
Garcés enumera cuatro mecanismos de neutralización de la crítica: la saturación de la atención, la segmentación de públicos, la estandarización de los lenguajes y la hegemonía del solucionismo.
Es interesante cómo aborda Garcés lo que implica saturar la atención. En primer lugar, siguiendo el concepto de economía de la atención de Michael Goldhaber, el incremento del conocimiento genera un problema no solo de asimilación sino de atención lo que, en última instancia, de manera paradójica, nos “paraliza en un escenario desbordante”:
“Una subjetividad desbordada es la que hoy se somete con más facilidad a la adhesión acrítica a la opinión, ideología o juicios de otros” (p 51)
Puesto que los profesionales sanitarios no pueden abordar el conocimiento que se genera en todos los aspectos de su práctica clínica, se apuntan a lo que otros «formatean» en forma de Guías de Práctica Clínica o protocolos. La accesibilidad desbordante a este conocimiento precocinado hace, paradójicamente, más dependientes a los profesionales sanitarios de aquellos que pretenden instrumentalizarlo para sus fines. Existe una “ignorancia ahogada en conocimientos” ya que éstos no pueden ser ni digeridos ni elaborados sino deglutidos de manera “interpasiva”, es decir, en forma de «actividad delegada» o, dicho de otra manera, de «simulacros de acción profesional inteligente» (por ejemplo leer una Guía y archivarla en nuestro ordenador): movemos información pero sin generar experiencia o comprensión alguna.
Los profesionales, somos excelentes simuladores de acciones inteligentes narcisísticas. Esta es nuestra coartada y es fácil identificar en la práctica diaria a redichos y solemnes simulacros de profesionales expertos de la nada.
Además de la saturación, la segmentación sería otro de los mecanismos de neutralización de la crítica. La especialización llegó con el desarrollo científico pero, como bien explica Garcés, la tendencia a saber «solo de lo mío» era amortiguada por la cultura general “que hacía de contenedor de resonancias” de los hallazgos más significativos de las distintas disciplinas, aunque fuera de forma simplificada. Actualmente no existe esta noción.
Más que especialistas -el conocimiento y las habilidades más específicas siguen estando en manos de unos pocos- los profesionales sanitarios nos habríamos vuelto «destinatarios de segmentos de saber» previa una “elaboración que categoriza, pauta y organiza la recepción de los saberes” (p 53) y que requiere de una estandarización cognitiva común (el tercer mecanismo de neutralización) a todo el conocimiento especializado. La transversalidad no conecta conocimientos sino pautas de pensamiento segmentado y estandarizado que tiene como consecuencia “una gestión ordenada y previsible de la incomunicación entre saberes y de su inutilidad recíproca” (p 54)
El cuarto mecanismo de neutralización de la crítica sería el solucionismo tecnológico que Garcés, siguiendo a Evgeny Morozov, define como “una ideología que legitima y sanciona las aspiraciones de abordar cualquier situación compleja a partir de problemas de definición clara y soluciones sencillas” (p 55). En medicina, abordar la enfermedad y el sufrimiento tiene como única finalidad contribuir a que las personas tengan vidas productivas y dichosas. La medicina tecnocientífica ha asumido que ese objetivo se logrará sencillamente agregando soluciones técnicas a problemas bien definidos y operativizados como la hipertensión o la “reducción del tamaño del tumor”. Pues dale a la matraca.
El solucionismo en biomedicina tiene su utopía: los profesionales sanitarios podrán ser estúpidos porque la tecnología solucionará todos los problemas. La avalancha tecnocientífica trasmite la idea de que es posible delegar la inteligencia clínica: el protocolo, la prueba diagnóstica o la regla de predicción lo harán mejor que el profesional. El solucionismo desconecta el saber personal de lo que se puede hacer; por eso da igual saber, hay una “ruptura del nexo ético de la acción”.
El solucionismo tecnocientífico desresponsabiliza y despolitiza a los profesionales dando pie a las nuevas formas de opresión que acarrea la biomedicina: medicalización, expropiación de la salud, desigualdad en el acceso a la atención básica y “degradación de la vida en todos su aspectos físicos y mentales” (p 56). Toda forma de opresión en biomedicina pasa por la aceptación por parte de los profesionales de un “no sabemos pensar lo que está pasando ni cómo intervenir en ello” (p 57). Es un profesionalismo sin atributos.
Para Garcés, ante la “desactivación de la subjetividad crítica”, la nueva ilustración radical debe volver a poner en el centro de cualquier debate el estatuto de lo humano. La medicina necesita volver a dirimir su actividad, su papel mediador entre lo científico-técnico y lo simbólico poniendo en el centro el sentido y el valor de la experiencia humana. Frente a una biomedicina en extinción, una biomedicina en transición.
La biomedicina en transición
Estamos de acuerdo con Garcés en que no podemos mirar atrás buscando respuestas en un pasado siempre edulcorado “defensivo-nostálgico”; tampoco podemos soñar con un futuro “tecno-utópico”. La realidad de la tecnociencia y el daño objetivo a las personas nos obliga a poner el foco en el aquí y el ahora para no eludir nuestros compromisos como profesionales sanitarios.
Es interesante como Garcés recupera la palabra humanidades para aplicarla a “todas aquellas actividades (ciencias, artes, oficios, técnicas, prácticas creativas..) con las que elaboramos el sentido de la experiencia humana y afirmamos su libertad y dignidad” (p 60).
La medicina es de letras.
Marina Garcés plantea cuatro hipótesis de reflexión que adaptamos a nuestro contexto
(1) La biomedicina ha arrinconado lo humanístico en lo asistencial olvidando que es, sobre todo, una posición epistémica:
Una medicina más humana suena a mantra. Y parece que se podrá conseguir si cuidamos los aspectos relacionados con el trato, la comunicación o el respeto. Pero ¿qué pasa si todas esas necesarias normas de cortesía se desarrollan mientras operamos a una mujer de un cáncer de mama sobrediagnosticado? El verdadero problema humanístico está en cómo interpretamos y damos sentido humano al conocimiento. El movimiento por una medicina más humana acepta sin crítica las imposiciones de una biomedicina dominada por la modernidad tecnocientífica, por esa innovación sin enfermos, por esa medicina sin fines.
(2) El sentido humano del conocimiento no se descubre, se construye:
No podemos esperar que la tecnociencia nos dilucide qué es o no es emancipador: “saber más no nos hace más libres ni éticamente mejores”. El propio sobrediagnóstico es un concepto elusivo si no se incorpora la perspectiva del paciente (27). Como dice Garcés:
“Sabemos más acerca de la relación del saber con el poder que de la relación del saber con la emancipación” (p 64)
Hemos de ser conscientes de la dificultad de redefinir los sentidos de la emancipación y su relación con los saberes de nuestro tiempo porque todo saber conlleva relaciones de poder:
“¿Qué saberes y qué prácticas culturales necesitamos elaborar, desarrollar y compartir para trabajar por una sociedad mejor en el conjunto del planeta?”
En mi opinión, lo emancipador es siempre un proyecto de investigación participativa o de conversación reflexiva entre el profesional y el paciente. Nadie lo ha expresado mejor que Donald Shön (28):
“El profesional reconoce que su pericia técnica está incrustada en un contexto de significados. Atribuye a sus clientes, tanto como a sí mismo, la capacidad de pensar, de conocer un plan. Reconoce que sus acciones pueden tener para su cliente significados diferentes a los que el pretende que tengan, y asume la tarea de descubrir en qué consisten éstos. Reconoce la obligación de hacer accesibles a sus clientes sus propias comprensiones, lo que quiere decir que necesita reflexionar de nuevo sobre lo que sabe. El profesional acepta que su pericia y conocimiento experto son un modo de considerar algo que se construyó una vez y puede ser vuelto a construir. Desde este punto de vista el verdadero conocimiento experto no consistiría en la posesión de información cualificada sino en la habilidad y facilidad del profesional para explorar el significado de su conocimiento en la experiencia y el contexto del cliente. El profesional no espera que su cliente tenga una fe ciega en su competencia sino que permanezca abierto y la juzgue, y se arriesgue a investigar con él. El profesional reflexivo trata de descubrir los límites de sus conocimientos técnicos a través de su conversación con el cliente”
De eso se trata: de descubrir con los pacientes cómo utilizar el conocimiento para que sea emancipador. Garcés lo expresa como esa “…capacidad de vincularnos con el fondo común de la experiencia humana.. de compartir las experiencias fundamentales de la vida, como la muerte, el amor, el compromiso, el miedo, el sentido de la dignidad y la justicia, el cuidado, etc..” (p 69)
(3) Es necesario reintroducir en la biomedicina la continuidad entre enfermedad y cultura:
La tecnociencia muestra un universo que no existe, fabricado de modelos y medias. Somos y enfermamos encarnados en una cultura ¿Es capaz la medicina de reelaborar otros sentidos al encuentro entre enfermedad y cultura? ¿Podemos volver a recuperar la pregunta sobre qué es enfermar y buscar una respuesta no predeterminada?
En el reencuentro entre enfermedad y cultura, lo dado y lo construido “no tiene un sentido único ni un solo plan de ejecución” (p 71). Que la biomedicina esté en transición significa que el sentido de lo que es enfermar está en disputa
(4) El progreso en biomedicina ya no es lo que era:
La idea de qué es progreso biomédico debe ser impugnada. Hemos confundido progreso con prosperidad y la prosperidad en biomedicina es insostenible. Y el progreso vuelve a ser una construcción, “trabajar en una alianza de saberes que conjuguen la incredulidad y la confianza”.
CONCLUSIONES
Los conflictos de interés suponen un falso debate. El problema no es cómo se produce el conocimiento sino qué hacemos con él. Ese es el verdadero humanismo en medicina. Solo evitando el sonambulismo tecnológico, liberándose de los esquemas predeterminados, siendo «tejedoras insumisas», los profesionales serán capaces de generar una acción emancipadora:
“Imagino la ilustración radical como una tarea de tejedoras insumisas, incrédulas y confiadas a la vez. No os creemos, somos capaces de decir, mientras desde muchos lugares rehacemos los hilos del tiempo y del mundo con herramientas anidadas e inagotables” (p 75)
Este texto fue elaborado por Abel Novoa tras su participación en el Curso de Verano de la Universidad de Zaragoza y la Fundación Manuel Mindán celebrado en Calanda (Teruel) en julio de 2017 titulado: «Pensamiento español contemporáneo: perspectivas actuales en bioética». Forma parte del XXIII Boletín de estudios de filosofía y cultura Manuel Mindán.
(1) IOM (Institute of Medicine). Conflict of Interest in Medical Research, Education, and Practice. Washington, DC: The National Academies Press; 2009.
(2) Ver http://comitebioetica.cat/wp-content/uploads/2012/10/fins_medicina.pdf Cuadernos de la Fundació Víctor Grífols i Lucas Quaderns de la Fundació Víctor Grífols i Lucas LOS FINES DE LA MEDICINA – ELS FINS DE LA MEDICINA N.º 11 – (2005)
(3) Emanuel EJ. Enhancing Professionalism Through Management. JAMA. 2015;313(18):1799–1800. doi:10.1001/jama.2015.4336
(4) Es interesante la reciente matización de Ronald Rodwing que cree, siguiendo una larga tradición legal, que es necesario circunscribir los conflictos de interés a los aspectos económicos y no seguir la tendencia actual que tiende a considerar conflicto de interés todo factor con capacidad para sesgar las decisiones, como los intereses intelectuales, académicos o sociales. Ver Marc A. Rodwin. Attempts to Redefine Conflict of Interest. Accountability in Research Policies and Quality Assurance. December 6, 2017. DOI: 10.1080/08989621.2017.1405728
(5) Marc A. Rodwin, CONFLICTS OF INTEREST AND THE FUTURE OF MEDICINE: THE UNITED STATES, FRANCE, AND JAPAN, Oxford University Press, 2011
(6) Relman A The New Medical-Industrial Complex N Engl J Med 1980; 303:963-970
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(27) Novoa A Sobrediagnóstico: soluciones simples y equivocadas. Accesible en http://www.nogracias.eu/2017/11/06/sobrediagnostico-soluciones-simples-equivocadas-abel-novoa/
(28) Shön D El profesional reflexivo: cómo piensan los profesionales cuando actúan Paidós, 1992
Extraordinario texto. Gracias.
Muchas gracias!!!, excelente documento.
Efectivamente, es tan claro que “la medicina es de letras”, como que nos empeñamos una y otra vez en hacer frente a la enfermedad desde la enfermedad. ¿Realmente pretendemos superar la incertidumbre en la toma de decisiones clínicas, zanjando cualquier duda o discusión, mientras abrazamos el santo grial del reduccionismo biológico? Si es así, el afán científico de la MBE en la práctica clínica podría hacernos ciegos más allá del síntoma, reduciendo la escucha y la palabra a un simple adorno conciliador.