En la anterior entrada de esta serie abordábamos la sobrevaloración que tienen las ciencias básicas en la formación de los profesionales de la salud y los posibles sesgos «mecanicistas» que la idea de una biología humana predecible y que responda a la causalidad lineal podría estar introduciendo en los procesos de razonamiento clínico.
Pero si es claro que hemos de superar el paradigma reduccionista en biología ¿por cuál lo sustituimos? ¿qué es exactamente la complejidad? ¿puede servirnos para entender la salud y la enfermedad humanas? ¿puede ayudar a enfrentarnos de manera distinta a los retos de la clínica o la terapéutica?
Kenneth Mossman en su muy recomendable libro «La paradoja de la complejidad» nos explica extensamente qué es la complejidad y cómo podemos aplicarla a la biología humana y a la comprensión de enfermedades como el cáncer, el alzheimer o la patología cardiovascular.
La paradoja de la complejidad
Los sistema vivos tienen la capacidad de responder y evolucionar ante los estímulos externos. Reproducción, evolución y adaptabilidad son consecuencias de la complejidad biológica que no pueden ser entendidas mediante las leyes básicas de la física o la química. De hecho, el verdadero reto es poder explicar cómo es posible que reglas determinísticas relativamente simples puedan originar fenómenos complejos. Por ejemplo, ¿cómo es posible que los potenciales de acción que se activan en los órganos de los sentidos gracias a las propiedades eléctricas de las membranas acaben produciendo las complejas experiencias sensoriales?
La biología de sistemas está tratando de explorar las características de la complejidad para poder definir qué hace complejos a los organismos biológicos:
«La complejidad sería una propiedad de los sistemas de dinámica no lineal compuestos por redes altamente integradas que en sus niveles más simples obedecen las determinísticas y lineales leyes básicas de la naturaleza»
Es la paradoja de la complejidad. Esta doble vía de fenómenos con características contrarias es ubicua en la naturaleza. Veamos qué pasa con el par equilibrio / desequilibrio.
El equilibrio y el desequilibrio son dos condiciones de cualquier sistema, sea este un organismo vivo o uno no animado. Cuando un sistema está en equilibrio se encuentra en un estado de mínima energía y no es esperable que ocurran cambios. En los organismos vivos el equilibrio implica la muerte. La muerte sería un sistema de entropía cero, es decir, no hay flujo de energía que permita construir y mantener los gradientes eléctricos y químicos necesarios para el funcionamiento celular.
Si la muerte es el equilibrio es claro que la vida debe responder al desequilibrio. Cuando los organismos están «cerca del estado de equilibrio» hablamos de una situación de estabilidad en la que podemos asumir un comportamiento con una dinámica lineal: pequeños cambios en las condiciones de inicio producen cambios proporcionales. El sistema tiene un comportamiento relativamente predecible.
Además de la muerte y el «estado cerca del equilibrio» existe otra situación: el «estado lejos del equilibrio». En estas condiciones el sistema tiene un comportamiento no predecible y una lógica causal no lineal. La impredecibilidad de un sistema tiene que ver con su capacidad para responder de forma no predeterminada. Esto es el caos: pequeños cambios en el sistema producen efectos no esperados y/o desproporcionados. Caos no significa exactamente fuera de control sino sensibilidad a las perturbaciones e impredecibilidad. El caos no es modelable matemáticamente y es una característica propia de los sistemas complejos.
Es difícil diferenciar muchas veces entre caos y ruido; éste último es debido al azar y es un evento estadístico detectable si se cuenta con las suficientes mediciones; el comportamiento caótico no es eliminable con artefactos estadísticos. Tanto caos como ruido están en la base de que sea tan frecuente detectar parámetros fisiológicos fuera de rango. Creemos que la «p» nos permite decidir si la alteración ha sido al azar y ello conduce a aceptar como patológicos estados fisiológicos cuando el sistema funciona en la frontera del caos.
Conforme el sistema es más complejo, es también más inestable y, por tanto, más impredecible e irregular. Cualquier cambio en una variable conduce a situaciones en las que son posibles varios cursos de acción (la naturaleza tiene opciones y creativas) que conducen a nuevas estructuras con una característica común: son estados de más complejidad (que pueden ser representados gráficamente como fractales; ver arriba la arquitectura fractal de los bronquios).
«Los sistemas adquieren su complejidad mediante procesos de diferenciación interna» dice Mossman. Estos nuevos estados tienen propiedades emergentes (la emergencia representa una «coherencia a gran escala») porque sus características no pueden ser deducidas del estado previo; son nuevas. Una pregunta sin respuesta es qué nivel de complejidad mínimo se necesita para que haya fenómenos emergentes.
Inestabilidad y adaptabilidad
Pues bien, las situaciones cercanas y lejanas a un estado de equilibrio no son mutuamente excluyentes. De hecho, los organismos necesitan que estas dos condiciones coexistan. Como ya hemos dicho, los procesos de difusión a través de las membranas celulares son «estados cercanos al equilibrio» y por eso estos procesos pueden ser modelizados como sistemas de dinámica lineal. Por contra, procesos como la frecuencia cardiaca están «lejos del estado de equilibrio» y sus parámetros están continuamente fluctuando (oscilando) a lo largo de tiempo (en la imagen la fluctuación fisiológica de la frecuencia cardiaca se muestra en la gráfica B).
La complejidad confiere a todo el organismo tanto estabilidad como inestabilidad; los organismos complejos actúan dentro de un «caos determinístico» dice Mossman. Y la inestabilidad es necesaria para la adaptabilidad. Un sistema lineal se adapta muy mal a los imprevistos. Un sistema no lineal, lo hace perfectamente (dentro de un rango) pero de una manera que no es posible predeterminar: actúa al borde del caos. Si algo va mal, el sistema se ajusta mediante una cascada de eventos que reducen la probabilidad de daño aunque con un comportamiento cercano al caos ya que no es totalmente predecible. Esta es la llave de la supervivencia. Esta característica de impredecibilidad es la que hace que dos individuos siempre respondan de manera diferente a estímulos semejantes (por ejemplo un medicamento).
Desde esta perspectiva se sugiere que el envejecimiento y las enfermedades crónicas podrían estar causados por una pérdida de complejidad del sistema global que reduce la capacidad de adaptación del organismo (ver arriba como las gráficas A y C -que representan la frecuencia cardiaca en pacientes en insuficiencia cardiaca en ritmo sinusal- y la D –gráfica de un enfermo en fibrilación aurIcular- son más estables que la B que representa el estado fisiológico).
La salud, paradójicamente, está más cerca del caos que la enfermedad. Y vivir cerca del caos es una situación sumamente precaria.
El mito de la bala mágica
La investigación biomedica ha sido reduccionista y ciertamente capaz de descubrir los mecanismos patogénicos que subyacen a muchas enfermedades agudas como las infecciosas. Sin embargo este enfoque no nos ayuda cuando abordamos las enfermedades crónicas que son consecuencia de múltiples interacciones, muchas asintomáticas y muy distantes en el tiempo, con trayectorias y sensibilidad a los tratamientos muy individuales. Los retos del cáncer o la demencia necesitan otro abordaje que necesariamente tiene que ser complejo y asuma sus propiedades emergentes.
Una enfermedad crónica no está bien representada por una alteración bioquímica, anatómica, genética o inmunológica aislada. Más bien, las enfermedades crónicas son producto de múltiples alteraciones (moleculares, celulares, genéticas, medioambientales o sociales) que interaccionan de manera compleja e impredecible. Son fenómenos emergentes.
Por eso los tratamientos desarrollados con la metáfora de la bala mágica (hay balas mágicas en farmacología pero son muy pocas) dirigida a un target molecular, celular o genético no tienen los efectos que pensamos en enfermedades crónicas como la demencia, la mayoría de los cánceres o la insuficiencia cardiaca.
La penicilina se liga a la transpeptidasa bacteriana provocando su muerte. Ese target es específico: solo afecta a la bacteria porque no hay receptores en el organismo humano para la penicilina. La penicilina es una maravillosa bala mágica.
Stegenga, en su también muy recomendable Medical nihilism, nos cuenta que el modelo de la bala mágica está basado efectivamente en dos principios, especificidad y efectividad, relacionados con objetivos causales concretos. Este modelo, que nació con el descubrimiento de la penicilina o la insulina (enfermedades típicamente monocausales), sigue dominando tanto la promoción de medicamentos como, sobre todo, el imaginario clínico a la hora de comprender la utilidad de las terapias.
La mayoría de los tratamientos farmacológicos no son balas mágicas porque no son específicos (selectivos) ni tienen consecuencias específicas (actúan en procesos complejos). No son específicos porque casi todos los fármacos tienen la capacidad de unirse a múltiples receptores y en diversos sistemas fisiológicos (son medicamentos no selectivos). Por ejemplo la amiodarona inhibe los canales del calcio, sodio y potasio y es capaz de modular la respuesta eléctrica cardiaca; sin embargo, su semejanza con la tiroxina provoca que bloquee sus receptores causando hipotiroidismo. Es verdad que existen medicamentos con un solo receptor pero suele estar implicado en múltiples vías y procesos.
Además de no específicos, la mayoría de los fármacos intervienen en enfermedades que son complejas, muchas de ellas sin una base fisiopatológica establecida, lejos de la monocausalidad y que, además, cuentan con su propia capacidad de «defenderse» (son robustas / robustness). Las enfermedades mentales son el ejemplo perfecto de reduccionismo farmacológico que «toca» neurotransmisores sin una base conceptual explicativa de la enfermedad y con medicamentos sumamente dañinos por su gran falta de selectividad.
Es decir, el modelo de la bala mágica es poco más que un ideal regulatorio de la moderna farmacología. Como dice Stegenga:
«La industria desarrolla y vende nuevos medicamentos con la idea de la bala mágica; a los médicos se les enseña terapéutica y razonamiento clínico siguiendo el modelo de la bala mágica y los medios de comunicación caracterizan todas las nuevas terapias como si de una bala mágica se tratara»
Desafortunadamente la medicina tiene pocas balas mágicas pero su mito sustenta la hipertrofiada orientación farmacológica de la asistencia sanitaria. Todos los nuevos medicamentos son utilizados por los médicos como nuevas balas mágicas; la industria vende que está investigando en balas mágicas que acabarán con el alzheimer o con los cánceres más prevalentes apalancando gran parte de los fondos públicos y privados dirigidos a investigación (generando la burbuja biomédica de la que ya hemos hablado); los ensayos clínicos son diseñados como si todas las nuevas moléculas fueran balas mágicas. La razón es que la bala mágica tiene gigantescos intereses comerciales detrás: productos baratos de fabricar y distribuir y que se pueden patentar.
Mientras el imaginario de la penicilina siga dominando la atención sanitaria (Osler dijo que lo que diferencia al ser humano de los animales es su afán por consumir medicamentos) abordajes –no patentables y a su vez complejos- como aquellos dirigidos a los determinantes sociales, la nutrición o centrados en la relación clínica integral carecerán de cualquier prestigio profesional o social.
El analfabetismo científico está definido hoy en día por el reduccionismo.
Hace más de un siglo Henri Poincaré describió como ciertos sistemas naturales tenían comportamientos imposibles de predecir y, por tanto, resistentes a cualquier modelización matemática o análisis siguiendo las leyes de la física newtoniana. Poincaré estaba señalando la necesidad de desarrollar abordajes analíticos completamente distintos a los de la mecánica lineal.
Hoy en día, la complejidad se ha revelado como la característica común de los fenómenos sociales, físicos y biológicos. Su comprensión científica y las consecuencias radicales que ello tendrá para la medicina está solo en sus inicios. Los intereses detrás de que la medicina permanezca en su minoría de edad reduccionista son ingentes y, por tanto, la resistencia al cambio no solo es disciplinaria.
Por ahora, al menos, humildad epistémica y prudencia clínica cuando intervengamos de cualquier modo en los sistemas más complejos de la naturaleza: los seres humanos
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Abel Novoa es presidente de NoGracias
Va a ser difícil que la medicina convencional incorpore en la clínica las aportaciones de estos enfoques sistémicos con la decisión y celeridad necesarias. La inercia tiene su peso. El puro negocio de las patentes y la «ciencia», el suyo. El paradigma mecanicista y reduccionista prevalente, y su corolario terapéutico, el propio: la salud como el «silencio de los órganos», la enfermedad como exclusiva alteración de mecanismos y el síntoma/signo clínico como «ruidoso» objetivo a suprimir, deja estrecho margen para otras consideraciones con implicaciones terapéuticas radicalmente distintas.
La salud como diferentes grados de equilibrio de los sistemas adaptativos complejos frente a entornos y situaciones del medio interno cambiantes, sistemas a menudo ruidosos pero perfectamente saludables si se les permite actuar. La enfermedad como no solo alteración de mecanismos, sino posible expresión «ruidosa» de esos mismos sistemas reactivos, adaptativos y defensivos en pleno (y, a menudo, suficiente) funcionamiento. El síntoma/signo como expresión de tales procesos, que es preciso contextualizar en cada paciente y en cada situación clínica para una correcta valoración y, en consecuencia, permitir/facilitar o suprimir, depende. No es lo mismo la fiebre como parte de la defensa instaurada ante ciertas infecciones, que admite un margen no intervencionista porque a menudo el proceso del que depende es autoresolutivo, que la fiebre en ciertos linfomas, que empeora el pronóstico, o fiebre como parte de un cuadro de shock séptico, que pide igualmente intervención. Y así un largo etcétera en la terapéutica convencional, principalmente supresiva. A veces, salvíficamente supresiva, como bien sabemos; otras, bloqueando supresivamente, rindiéndolos así inoperantes, procesos de homeostasis y curación autoregulatorios.
Permítaseme repetir aquí que no es poco lo que puede aportar la experiencia acumulada de muchas generaciones de médicos en algunas de las técnicas llamadas no convencionales, que se ajustan a este enfoque global y sistémico de los procesos de salud y enfermedad, y a una estrecha valoración de la totalidad e individualidad de cada paciente en cada momento. Enfoque más real y más ajustado a la realidad clínica, reivindicado en esta entrada.
En definitiva, de nuevo medicina racional y medicina empírica trabajando por el mejor servicio a la humanidad doliente, como en los últimos dos mil años, y a pesar del enésimo intento (desde una perspectiva histórica), actualmente en curso especialmente virulento desde instancias colegiales, de erradicar los prácticos de la primera a la segunda, bajo la bandera de una «evidencia» que no respalda la mayor parte de su propio ejercicio.