Excelente texto «Críticas y alternativas en psiquiatría» coordinado por Alberto Ortiz Lobo y Rafael Huertas. Cuatro capítulos y una introducción que permiten conocer los antecedentes históricos y el contexto intelectual y político de la nueva psiquiatría crítica -que reivindica orgullosamente la imposibilidad de separar activismo ciudadano y lucha por los derechos humanos de la actividad profesional y la reflexión epistemológica- y que hoy está representada por compañeros y compañeras tan queridas en NoGracias como Alberto Ortiz Lobo, Marta Carmona, Ivan de la Mata Ruiz, José García Valdecasas o Amaia Vispe.
Gracias a la Editorial Catarata*, tenemos acceso a la Introducción de los coordinadores, que publicamos por su interés.
*El texto fue solicitado a uno de los coordinadores, Alberto Ortiz Lobo, por los editores de NoGracias y es publicado con el permiso de la editorial. No se trata, por tanto, de un acto promocional, iniciativa de los autores o los editores, sino de divulgación, iniciativa de NoGracias. El ejemplar en poder de uno de los editores de NoGracias ha sido comprado.
«Desde finales del siglo pasado la atención al sufrimiento psíquico ha adquirido unas características particulares condicionadas por el contexto social, político y económico en el que nos encontramos. La organización asistencial se ha estructurado en torno a la consideración de ese sufrimiento como una “enfermedad”, con las connotaciones fundamentalmente somáticas que tiene esta conceptualización. El discurso psiquiátrico que se ha desarrollado de manera hegemónica ha reducido la complejidad del sufrimiento humano a un modelo simplista de síntomas-diagnóstico-tratamiento que ha contaminado también el campo de la atención psicosocial. Aunque esta narrativa biomédica ha estado presente desde la medicalización de la locura, el alcance de este reduccionismo y la orientación tecnológica que ha propiciado en los últimos decenios han arrinconado las perspectivas que intentan dar cuenta del contexto y de lo biográfico, y que consideran planteamientos más colectivos. En este sentido, resulta desalentador ver cómo las reformas psiquiátricas que se prometieron comunitarias y buscaban actuar sobre los determinantes sociales de los problemas mentales y promover un cuidado integrador sostienen ahora una respuesta fundamentalmente individual y biologicista.
Este empobrecimiento narrativo de la psiquiatría está influido por distintos factores. Por un lado, surge la necesidad de adaptar la conceptualización de los problemas mentales y su atención a un lenguaje que permita su registro y manejo en el desarrollo de un floreciente mercado sanitario. El modelo biomédico de sufrimiento psíquico permite su expansión ilimitada a través de la medicalización de la vida cotidiana y se ajusta muy bien a los parámetros de la oferta y la demanda individualizada de los productos sanitarios concretos (tecnología diagnóstica, psicofármacos, psicoterapias manualizadas y otras técnicas “psi” variopintas, paquetes de tratamiento estandarizados, etc.). Por otra parte, se ha producido un gran desarrollo del cientifismo en el campo de la salud mental que propone que los únicos conocimientos válidos son los obtenidos mediante el método científico y que adquieren además el estatus de “verdad”. Esta perspectiva desplaza lo subjetivo, se centra en lo medible y cuantificable y se desecha la ética, la cultura, los significados y todo lo humano, en favor de una tecnología protocolizada que cosifica el sufrimiento psíquico en el cerebro.
La ubicación “dentro del sujeto” de los determinantes de los problemas mentales y su resolución también responde a condicionamientos sociopolíticos. En los últimos decenios se ha producido una individualización y psicologización (en forma de diagnósticos psiquiátricos) de los conflictos laborales, de las desigualdades económicas, de las políticas de vivienda o de las contradicciones del sistema educativo y del orden familiar, por poner algunos ejemplos. Esto ha permitido que la sociedad no tenga que afrontar de manera colectiva estos asuntos que son de ámbito público, con la coartada de que aquellas personas que no se adapten a este orden ya reciben una atención personalizada. El resultado es una expansión desaforada de la psiquiatría y la psicología clínica, idealizadas por la sociedad, que tienen que dar una respuesta sanitaria profesional a cualquier malestar, sin tener que preguntarse por su significado, contexto o legitimidad. Todos estos condicionantes nos colocan, como profesionales de la salud mental, en una dinámica que va más allá del mero cuidado y acompañamiento de las personas con problemas mentales.
Además de atender el sufrimiento psíquico, nos hemos convertido en intermediarios dentro de un mercado sanitario muy rentable que busca el aumento de sus plusvalías por encima de los beneficios en salud de la ciudadanía (De la Mata, 2017). Por otra parte, nuestra participación activa en la individualización de los problemas sociales convierte nuestra bienintencionada compasión por el sufrimiento psíquico del otro en una especie de colaboracionismo con el poder político que ayuda a controlar y perpetuar, en un nivel macro, las injusticias y desigualdades socioeconómicas mientras ponemos el foco en los síntomas de un sujeto descontextualizado.
Las ciencias sociales han contribuido históricamente a cuestionar esta individualización del sufrimiento psíquico. Cabe citar, entre otros, el trabajo pionero de Émile Durkheim y su propuesta de que los procesos de cambio social en el mundo contemporáneo pueden ser tan rápidos e intensos que generen perturbaciones sobre las formas de vida, la moral, las creencias religiosas y las pautas cotidianas tradicionales, sin proporcionar unos valores sustituyentes claros o consistentes. Dicho procesos podrían dar lugar a una sensación de falta de sentido o de desesperación provocada por la modernidad, a la que denominó anomia. En su conocido ensayo sobre el suicidio, Durkheim (1897) señaló por primera vez que los factores sociales tienen un impacto decisivo en la conducta suicida y que generan pautas y tendencias. Sin embargo, la relación entre sociología y psiquiatría se estableció de manera mucho más firme a partir de 1920, gracias a la influencia teórica de Harry Stack Sullivan y Adolf Meyer, y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial (Bloom, 2005).
En los años sesenta del siglo XX, Asylums, del sociólogo Erwing Goffman (1961), se convirtió sin duda en una de las más destacadas aportaciones —habría que añadir también su estudio sobre el estigma (Goffman, 1968)— a un pensamiento crítico en torno a la situación social de los pacientes mentales desde fuera de la profesión psiquiátrica. Inspirado por la obra de Goffman y por la teoría del etiquetado (labeling theory) desarrollada por la sociología de la desviación, el filósofo de la ciencia Ian Hacking ha reflexionado sobre la elaboración cultural/construcción social de la locura y la capacidad de determinadas disciplinas para inventar/construir gente (making up people) a través, precisamente, de la aceptación por parte del etiquetado (del diagnosticado) de la condición que se le atribuye.
Tampoco puede olvidarse, como es lógico, la no menos influyente obra de Foucault, tanto el análisis de las formas de representación de la locura como producto sociocultural (Foucault, 1961) como el minucioso estudio del dispositivo psiquiátrico, es decir, las distintas formas de violencia (prohibiciones, represión, exclusión, coerción, etc.) que se integran en una serie de estrategias y maniobras regladas generadoras de discursos y saberes que terminan gestionando un régimen de “verdad” (Foucault, 2003). Cabe recordar, asimismo, el papel desempeñado por la historia social de la medicina (o de la salud) en la elaboración de todo un discurso que pone de manifiesto la necesidad de entender que la locura no es un problema necesariamente médico. George Rosen ya apuntaba en 1968 la importancia de los factores sociales, políticos e ideológicos que influyen en la teoría y en la práctica psiquiátrica, el grado en que los problemas cruciales, como el definir la locura y el separarla de la cordura, se han formulado siempre en contextos organizados según dimensiones morales, teológicas, legislativas y sociales, más que en términos médicos (Rosen, 1968).
Asimismo, la historia “desde la perspectiva del paciente” (Porter, 1985; Huertas, 2013) ha permitido descentrar el lugar de la enunciación, poniendo el foco no en los saberes ni en las prácticas de las psiquiatras, sino en las experiencias de las pacientes, capaces de generar otro saber, no hegemónico sino subalterno, que es imprescindible tener en cuenta (Villasante et al., 2018). La llamada historia desde abajo y los estudios culturales, así como elementos procedentes del psicoanálisis y de la psicología social, se dan la mano en este intento de hacer otra historia para otra psiquiatría (Huertas, 2012 y 2017). En suma, existe la posibilidad de pensar la locura desde disciplinas ajenas a la psiquiatría que ayuden a matizar, complementar o corregir, según los casos, la mirada psiquiátrica hoy hegemónica, individual y organicista, incorporando análisis contextuales que permitan entender la influencia del medio social y favorezcan modelos de intervención que primen la subjetividad, que eviten el estigma y que, incluso, politicen el sufrimiento.
En la actualidad, estas críticas externas al modelo hegemónico en la atención en salud mental forman parte también de movimientos transversales como el feminismo, los discursos de clase, raza o postcoloniales, por ejemplo. Todos ellos cuestionan el planteamiento de fondo de nuestra sociedad neoliberal y heteropatriarcal en donde la atención psiquiátrica es una pieza más del engranaje que favorece la despolitización de los conflictos y los lleva al terreno de lo técnico y de lo personal. Por otro lado, más anclados en la salud mental, se encuentran los movimientos en primera persona donde las supervivientes de la psiquiatría, familiares o usuarias en activo llevan a cabo un cuestionamiento directo al poder institucional y profesional. El surgimiento con fuerza de este activismo “profano” está empezando a hacer tambalear los pilares de la práctica clínica de la psiquiatría hegemónica. Finalmente, el desarrollo y la confluencia de todos estos movimientos serán claves para acabar con las desigualdades y las discriminaciones de los colectivos más agraviados y, en nuestro campo, el camino hacia la desalienación y la emancipación de la locura.
Desde el interior de la profesión psiquiátrica han tenido lugar, asimismo, críticas y autocríticas de las que han surgido alternativas teóricas y asistenciales que, en mayor o menor medida, han modificado el rumbo de la disciplina. En no pocas ocasiones las pugnas entre escuelas —y lo cerca o lejos que estas hayan estado de la medicalización de la locura— han generado diferencias interpretativas muy notables: cuerpo y alma, cerebro y mente, materia y pensamiento, neurotransmisor y significante; representan modelos antitéticos desde los que tradicionalmente se han elaborado acercamientos a “lo mental”.
En el ámbito asistencial, ya en el siglo XIX, pueden identificarse críticas al manicomio y experiencias alternativas “abiertas”, como la famosa y paradigmática comunidad belga de Gheel (Geel en flamenco), que provocó importantes discusiones en el seno del poderoso alienismo francés (Huertas, 1988). Más tarde, durante las primeras décadas del siglo XX, el movimiento pro higiene mental propició reformas asistenciales de mayor o menor calado según el contexto que se considere, con la aparición de nuevos dispositivos asistenciales —los dispensarios de higiene mental, los servicios de puertas abiertas, etc.— complementarios del hospital psiquiátrico, nunca cuestionado, en un modelo en el que se pretendieron primar aspectos preventivos, pero en el que la peligrosidad social y la cronicidad siguieron siendo categorías incontrovertidas que marcaban las prácticas asistenciales y la selección de pacientes (Campos, 2001). Finalmente, tras la Segunda Guerra Mundial, la crítica al manicomio, a la que no es ajena su identificación con los campos de concentración (Von Bueltingsloewen, 2007), se recrudece y van surgiendo iniciativas y experiencias, como las comunidades terapéuticas, la psicoterapia institucional o el modelo de salud mental comunitario en cualquiera de sus variantes (psiquiatría de sector, etc.), en la que han pretendido basarse las reformas psiquiátricas del último tercio del siglo XX (Desviat, 1994); y no podemos olvidar, en este sentido, el movimiento antipsiquiátrico que —entendido en un sentido amplio— supuso, en el marco de la contracultura y de los nuevos movimientos sociales, un innegable revulsivo, con sus aciertos y sus limitaciones, para pensar la locura de otra manera.
En todo caso, pese a los indudables cambios que se han producido en las prácticas psiquiátricas y en los espacios terapéuticos: manicomio, hospital psiquiátrico, dispositivos comunitarios, remedios farmacológicos, intervenciones psicosociales, etc., no debemos perder de vista que dichos cambios han respondido, entre otras cosas, al “encargo social” que la psiquiatría —y sus expertas— ha recibido en cada momento histórico (Fernández Liria, 2018). Su función ha oscilado entre la exclusión y la adaptación social de la loca y del loco; entre la reproducción de la fuerza de trabajo y los intereses de mercado, siempre con el telón de fondo de la defensa social y sus variantes. Resulta imprescindible identificar estas contradicciones, esta característica de “prestación especial” al servicio del poder para pensar, elaborar y poner en práctica alternativas con suficiente perspectiva.
El presente libro pretende ser una aportación a la crítica actual de la conceptualización y la práctica psiquiátricas realizada desde dentro, por profesionales con una trayectoria de experiencia asistencial e investigadora. La historia reciente del pensamiento crítico en psiquiatría, el análisis de la gestación y los fracasos de la reforma comunitaria de la salud mental, la deconstrucción del autoritarismo psiquiátrico y la reconstrucción de una práctica clínica más horizontal, y el activismo profesional como una tarea imprescindible en nuestro quehacer profesional son las cuatro líneas de trabajo que hemos escogido. Sin duda puede haber otras, como el enfoque de género en salud mental o el análisis del activismo en primera persona, aspectos cruciales en nuestra reflexión cuyo desarrollo será objeto de ulteriores entregas en esta serie de monografías sobre psiquiatría y cambio social. Con todo, nuestro objetivo es abrir una grieta en la institución psiquiátrica que permita la entrada de luz y posibilite reenfocar el sufrimiento psíquico y su atención desde otras perspectivas. Tenemos que trascender la práctica biomédica individualizada y abrir ventanas hacia la responsabilidad con lo humano y lo social para enriquecer los discursos y hacerlos más complejos. Esto significa también asumir las incertidumbres que todo esto genera, sin pretender eludirlas con reconfortantes evidencias, miopes e interesadas. El propósito final es poder comprometernos más y mejor en la atención clínica y fuera de ella, con el fin de favorecer la emancipación de las usuarias a lo largo de un camino difícil y controvertido que podemos transitar a su lado.
En el primer capítulo se realiza un análisis sobre las continuidades y discontinuidades que se trazan entre los movimientos antipsiquiátricos de los años sesenta del siglo pasado y la psiquiatría crítica actual. Se reconoce la confusión que puede llegar a generar el término antipsiquiatría y se analizan los discursos y las prácticas de una “antipsiquiatría” clásica, valorando sus aportaciones y su influencia en iniciativas posteriores y en las propuestas más recientes de crítica y alternativa a la psiquiatría.
La reforma comunitaria de la salud mental en España auguraba, en la época de la Transición, una transformación en la atención psiquiátrica que generó unas expectativas extraordinarias. Los condicionantes políticos, sociales y del ámbito profesional que han operado en su desarrollo dejan un sabor agridulce después de cuatro décadas. El análisis que se realiza en el segundo capítulo de las expectativas iniciales, el proceso y los resultados a día de hoy, dan cuenta de la devaluación de la reforma, condicionada por el neoliberalismo, hacia una práctica marcada por un modelo biomédico y una asistencia predominantemente individualizada.
El discurso psiquiátrico moderno, en la medida que es el hegemónico y se postula como el verdadero, posibilita una práctica asistencial jerárquica y vertical donde el profesional aparece respaldado por una certeza amparada en el método científico. La deconstrucción de este relato marcado por el autoritarismo científico es esencial para pensar alternativas en la conceptualización del sufrimiento psíquico y su atención. En el tercer capítulo se plantean la postpsiquiatría y la psiquiatría crítica como narrativas alternativas que desafían el poder del discurso psiquiátrico biomédico y abren la perspectiva para entender los problemas mentales a través de otras metáforas, otros campos de significados que posibilitan una relación terapéutica más horizontal.
El activismo profesional es un campo de actuación diverso donde, con múltiples estrategias, convergen perspectivas de salud pública que buscan cambios globales junto con luchas en torno a poblaciones concretas. En el cuarto capítulo se hace un análisis descriptivo de todos estos aspectos y se profundiza en los obstáculos y contradicciones que acompañan al compromiso y la lucha por una emancipación de la locura.
Recordemos, para terminar, que se cumplen cincuenta años del mayo francés, de la Primavera de Praga, de la matanza de Tlatelolco y de otros muchos acontecimientos que tuvieron lugar en aquel agitado 1968. Tiempos de luchas estudiantiles, de movilizaciones y revueltas —también de represión—, de anticolonialismo, pacifismo y feminismo, de contracultura y de crítica institucional… En el ámbito que nos ocupa, el de la crítica en psiquiatría, en 1968 se publicó, como es sabido, La institución negada, la obra coordinada por Franco Basaglia que da cuenta de la experiencia de reforma llevada a cabo en el Hospital Psiquiátrico de Gorizia desde su llegada en 1961. En uno de los capítulos de este libro, titulado “La institución de la violencia” y escrito por el propio Basaglia, se hace alusión a un cuento oriental que relata “la historia de un hombre que andaba enfrentándose con una serpiente”. Basaglia lo narra en los siguientes términos:
«Un día que nuestro hombre dormía, la serpiente, deslizándose por su boca entreabierta, fue a colocarse en su estómago, y desde entonces se dedicó a dictar desde allí su voluntad a aquel desgraciado, que de este modo se convirtió en su esclavo. El hombre se encontraba a merced de la serpiente: no era dueño de sus actos. Hasta que, un buen día, el hombre volvió a sentirse libre: la serpiente se había marchado. Pero de repente se dio cuenta de que no sabía qué hacer con su libertad.
Durante todo el tiempo en que la serpiente había mantenido sobre él un dominio absoluto, el hombre se había acostumbrado a someter por completo su voluntad, deseos e impulsos a la voluntad, deseos e impulsos de la serpiente, y por ello había perdido la facultad de desear, querer y actuar con autonomía… En vez de la libertad, solo hallaba el vacío…, pero con la partida de la serpiente perdió su nueva esencia, adquirida durante su cautividad, y solo fue necesario que aprendiera a reconquistar, poco a poco, el contenido precedente y humano de su vida. La analogía entre esta fábula y la condición institucional del enfermo mental es sorprendente: parece ilustrar, en forma de parábola, la incorporación, por parte del enfermo mental, de un enemigo que le destruye con la misma arbitrariedad y la misma violencia que la serpiente de la fábula ejerce para subyugar y destruir al hombre. Pero nuestro encuentro con el enfermo mental nos ha demostrado, además, que —en esta sociedad— todos somos esclavos de la serpiente, y que si no intentamos destruirla o vomitarla, llegará el momento en que nunca más podremos recuperar el contenido humano de nuestra Vida» (Basaglia, 1968: 168-169).
(La favola del serpente es también el título del documental que la realizadora Pirkko Peltonen rodó en 1968 para la televisión finlandesa en el que se documenta por primera vez la experiencia que Franco Basaglia y sus colaboradores llevaron a cabo en Gorizia. Gracias a los esfuerzos del colectivo Locomún y al trabajo de edición y subtítulos en castellano realizado por Giuliana Zeppegno, dicho documental está accesible)
La fábula de la serpiente tiene, sin duda, una fuerza simbólica y un significado que trasciende la época de la reforma basagliana y que nos sigue interpelando sobre la necesidad de alternativas a la atención y cuidados desde perspectivas críticas y emancipatorias.
Resulta obvio que esto exige nuevas elaboraciones que, a su vez, den respuestas a los retos que en la actualidad plantea la salud mental: la psiquiatría crítica (Ortiz, 2013),
la postpsiquiatría (Vispe y Valdecasas, 2018),
la transpsiquiatría (Climent y Carmona [coords.], 2018),
el subjetivismo crítico de ciertas maneras de entender la psicopatología (Martín y Colina, 2018),
o la salud mental colectiva (Desviat, 2016), son algunas de las novedades que, en este momento, recogen y actualizan discursos alternativos a la psiquiátrica hegemónica.
Sin embargo, la construcción de alternativas no implica solo al ámbito psiquiátrico (las soluciones sectoriales son siempre limitadas), sino a procesos más amplios de cambio social. La politización del sufrimiento en nuestro modelo de sociedad nos lleva a denunciar, claro está, las consecuencias de la privatización y los recortes en relación con los recursos asistenciales; a propugnar modelos de atención respetuosos con los derechos humanos, con la proscripción de prácticas coercitivas (tratamientos involuntarios, contenciones mecánicas, etc.), desde el convencimiento de que la “libertad es terapéutica”; pero también a advertir las falacias culturales del sistema: el individualismo, la competencia, la inmediatez, la fragilidad de las relaciones humanas, etc.; y a insistir una y otra vez en las consecuencias demostradas de la crisis económica, de la pobreza y la precariedad, en la salud en general y en la salud mental en particular.
Y si todas somos esclavos de la serpiente, el viejo interrogante revolucionario parece seguir vigente: ¿qué hacer?
NOTA
Se recurrirá al uso del femenino genérico a lo largo de la obra para designar a mujeres y a hombres.
BIBLIOGRAFÍA
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Excelente texto. Quiero reseñar que el enfoque biologista de la psiquiatría adolece de un error originario gravísimo, que no se ha mencionado en el escrito. La biomedicina siempre relaciona la enfermedad con una alteración bioquímica o molecular. Para decir que algo es una enfermedad tenemos que haber encontrado una alteración molecular o bioquímica relacionada. Esto es la base de la medicina moderna. Pues bien, de todo el listado de trastornos del DSM-V, la última versión del manual diagnóstico de referencia de la psiquiatría moderna, sólo un puñado tiene un mecanismo biológico claramente relacionado. Y de estas, la mayoría tiene una enfermedad neurológica asociada. O sea, se desconoce la base biológica de la gran mayoría de los trastornos mentales propuestos por la psiquiatría. Los grupos de trabajo del DSM se reunen y votan qué es enfermedad y qué no lo es. Y lo siento, pero como dice James Davies, votar es una actividad democrática que está muy bien, pero no es una actividad científica.
Hola Sebastián.
Debo entender que el error al que te refieres es intencionado e interesado. De otra forma, las piezas no encajan. Cuesta creer que la ignorancia o la incapacidad participan de un despropósito tan descomunal e inmoral. Es obvio que los sufrimientos psíquicos no tienen una base orgánica comparable al de las enfermedades neurológicas. Estudiar un sistema abierto, como el cerebro, de la misma forma que un sistema cerrado, como el hígado, es un error tan grosero que solo una motivación oculta puede explicarlo.
El cerebro no es más que una base física, simplemente un soporte con capacidad de cambio a si mismo en contacto con estímulos externos. Lo relevante no son sus neuronas (primer nivel), sino la organización que emerge de sus conexiones y sobre todo plasticidad (segundo nivel). Pero eso aún no es la mente. Necesitamos traducir esa actividad neuronal con un código, y no sirve el binario. Es el famoso código neural (tercer nivel). El material así “traducido”, o cuarto nivel (lenguaje, razón, percepción, sensación, emoción,…) tampoco es la mente, pero sí sus productos de consumo. El siguiente elemento es el que permite integrar la información en un todo con sentido, la fusión de lo interno y externo (o ambiental) orientada a la adaptación, es decir la mente (quinto nivel). Y este es el objetivo principal del sistema abierto llamado cerebro, la adaptación a un entorno cambiante mediante una capacidad extraordinaria: cambiarse a si mismo (aprendizaje y adaptación) estimulado por/en contacto con el entorno externo también cambiante.
Sin embargo, hay algo más, un último nivel sorprendente e inquietante: la conciencia. Este elemento es inexplicable, al menos para mi. Nos permite procesos cognitivos y emocionales únicos y de algún modo “innecesarios” en un entorno puramente natural. Ejemplos son la valoración moral, la planificación y el autocontrol, o la pena, la culpa y el remordimiento. Parecen componentes vinculados a un sentido del bien y el mal. Algunos lo consideraban el alma, pero ya hace tiempo que el positivismo nos curó de tales juicios. Lo que sí sé es que ni la mente ni la conciencia “se ven” mirando las neuronas, lo mismo que nadie verá mi pintura favorita mirando los microchips en los que está grabada. Es el error estúpido de confundir los planos o niveles de análisis. Cada nivel tiene sus propios problemas y remedios. De los tres primeros niveles se ocupa la neurología, con intervenciones en el medio físico, y de los dos siguientes la psicología y pedagogía, con procedimientos de cambio y aprendizaje complejos. No tiene sentido resolver un error de aprendizaje (en matemáticas) o de adaptación (al trabajo) interviniendo directamente en el soporte físico. Solo procesos de aprendizaje en contacto con el medio interno o externo puede cambiar ese soporte físico. Para eso se diseño y creó el cerebro.
Del último nivel, la conciencia, se ocupan, y manipulan a placer, la religión y la política. La psiquiatría, una vez mas, se equivoca. Su primer error fue el psicoanálisis y el segundo el biologicismo.
Hola Guillermo. Interesantísimos tus comentarios sobre los niveles de la mente/cerebro. No, yo no creo que la inmensa mayoría de psiquiatras y personas que elaboran el DSM tenga malas intenciones. Conflictos de interés si, por supuesto, pero no malas intenciones. La mayoría quieren ayudar a las personas con las que tratan.
Un saludo
¡Cabronazos! ¡Soltadme! ¡Os voy a matar!
Solo es un adolescente. De complexión normal tirando a pequeño para la edad, pero sus improperios y amenazas resuenan por todo el servicio, y se precisan varias personas para inmovilizarle. Una alteración del comportamiento, marca el triaje. Un agitado, se comenta entre el equipo asistencial. Una reacción psico-emocional violenta a un problema físico banal, la primera aproximación. Una infancia dura, el contexto vital. Un entorno familiar de carencias, ausencias, separación parental complicada y, parece, castigos físicos. De fondo, el runrún de la violencia como banda sonora. En primer plano, el temor a estar solo.
La narrativa de cada paciente precede, desborda y sobrevive a todo diagnóstico. Si esa es la realidad, ese es el principal material que nos interesa como médicos. Lo mismo da que (seguimos en paradigmas cartesianos) hablemos de «enfermedades» mentales o físicas; de psiquiatras, de urgenciólogos o de médicos de familia.
No decimos nada de nadie como persona si solo decimos que tiene un esmárfono. Pero creemos conocer a nuestros pacientes por sus diagnósticos, principales y secundarios. A menudo, siguiendo a los clásicos, en la misma o»enfermedad» está el germen de su potencial curación. Como personas, nos expresamos en la salud y en sus trastornos. Los mismos síntomas (síntoma en su más amplio sentido clínico) pueden estar indicando el remedio o, al menos, un principi para el mejor abordaje individual. Pero hay que ir más acá (no prescindir) de clasificaciones, etiquetas, diagnósticos, protocolos, tapa-síntomas y toda esa pseudo-evidencia que pretende sustituir a la realidad. Tenemos que encontrar las pistas adecuadas en la propia narrativa del paciente.
Hace rato que no se le oye. Junto a su camilla, donde antes había varias personas inmovilizándole, ahora una auxiliar le está hablando. Él la escucha mirándola a los ojos. Tranquilo, plenamente consciente, atento, receptivo a sus palabras. Es otro y es él mismo. Y en esa narrativa entre alguien que grita, insulta y amenaza, y alguien que responde suave y comprensivamente se intuye un principio de esperanza.
Cualquier parecido con la realidad podría ser pura coincidencia. Ahora bien, ¿lo fuérase?
Muy grandes Rafa y Alberto, como siempre. Muy interesante la referencia a la subjetividad. Recuerdo la frase de un compañero de asociación: «la subjetividad es cosa del Barrio de Salamanca»…