El irlandés David Healy tiene la mejor cabeza crítica de la medicina contemporánea. Amalgama conocimiento sobre MBE, historia de la medicina, filosofía y epistemología, política sanitaria y procesos regulatorios, con experiencia clínica y una vocación activista, pragmática y comprometida.

He tenido el honor y el placer intelectual de traducir un ensayo breve titulado «La decapitación del cuidado» -que será publicado muy pronto conjuntamente en inglés, francés y castellano- donde aborda, en extenso, entre otras muchas cosas, la propuesta que expresa en este artículo del BMJ, «Clinical judgments, not algorithms, are key to patient safety—an essay by David Healy and Dee Mangin»recientemente publicado y que vamos a comentar

El ensayo clínico y la medicina basada en la evidencia nacieron para evitar el sesgo empírico. El empirismo es una doctrina «que enfatiza el papel de la experiencia (ligada a la percepción sensorial) en el aprendizaje y la inducción de conocimiento». El empirismo o experiencia particular, junto con el racionalismo (en forma de pensamiento especulativo, como era la teoría de los humores), fueron la base de la medicina desde los médicos hipocráticos.

Este tipo de pensamiento y forma de generar conocimiento fue el que permitió la supervivencia durante 2000 años de una terapia como la sangría o flebotomía. Alexander Louis, de la Escuela de París, es el primer investigador que estudió estadísticamente los resultados de la sangría mediante, no confundir, el método empírico-analítico, demostrando su inutilidad. 

Comienzan su artículo -David Healy (del Department of Psychiatry de la Bangor University de Gales) y Dee Mangin (una profesora del Department of Family Medicine de la McMaster University en Ontario)- recordando como un efecto secundario tan bien descrito como la «Disfunción Sexual Permanente tras ISRS» sigue siendo negado en la ficha técnica de la fluoxetina con la habitual muletilla: «no hay estudios adecuados y bien controlados que examinen la disfunción sexual en relación con el tratamiento de la fluoxetina»

Es decir, para Healy y Mangin, la medicina ha pasado de fetichizar la experiencia empírica (lo que llevó al mantenimiento de la sangría durante casi 2000 años) a fetichizar el ensayo clínico:

«Fetichizar los ECAs como la única herramienta válida en medicina para establecer relaciones causales sobre los efectos de los medicamentos es un problema.»

El epidemiólogo inglés Austin Bradford Hill, autor y diseñador del primer ECA de la historia de la medicina, desde luego, no creía que los ECAs fueran suficiente para establecer relaciones de causalidad en medicina. Como explican Healy y Mangin:

«(Bradford Hill) subrayó el papel de la «respuesta a la dosis» y del «tratar-retirar-volver a tratar» (challenge–dechallenge–rechallengeen la determinación de la causalidad, y dejó claro su punto de vista sobre que si los ECAs, alguna vez, se convertían en la única manera de evaluar un medicamento, pasar de confiar solo en las observaciones clínicas estándar a solo en las controladas, sería un movimiento pendular tan radical que el péndulo «no…sólo se habría balanceado demasiado, sino que se habría descolgado»»

La retórica presenta a los ECAs como la mejor manera para controlar prejuicios y sesgos pero, un ejemplo como el de los efectos secundarios sexuales de los ISRS muestra que, tener que necesitar un ECA para demostrar el daño de un medicamento puede ser «un sesgo más profundo»

Los efectos secundarios de los medicamentos pasan desapercibidos en los ECAs por muchos motivos: tamaño de la muestra, tiempo de seguimiento, poca frecuencia y/o heterogeneidad del efecto, incapacidad para eliminar automáticamente todos los factores de confusión, manipulación, escritura fantasma de los artículos publicados, secuestro de datos, etc. Hay motivos inevitables (o difícilmente evitables) y otros perfectamente evitables por lo que los ECAs no identifiquen adecuadamente los efectos secundarios de los medicamentos

En todo caso, esta situación no es contemplada por la medicina contemporánea que sigue confiando ciegamente en los ensayos clínicos. Esto ha conseguido que, «cuando antes se tardaban dos o tres años en detectar efectos imprevistos de un fármaco… ahora, necesitamos dos o tres décadas.»

El conocimiento de los médicos sobre los efectos adversos de los medicamentos, hasta los años 80, seguía procediendo fundamentalmente de la experiencia clínica y de los informes de casos que se publicaban en las revistas científicas. Con el «tsunami de los ECAs», las otras pruebas de causalidad que, como defendía Bradford-Hill, debían complementar al ECA, pasaron a ser consideradas meras «anécdotas». Estas «anécdotas» son también invisibles para la farmacovigilancia, que, indudablemente, ha fracasado como bien ha expresado el Profesor Laporte. Este hecho junto con la confianza ciega en los ECAs de la mayoría de los profesionales, ha provocado que la medicina no esté consiguiendo proteger adecuadamente a los ciudadanos en relación con los efectos secundarios de los medicamentos.

La medicina cambió el objetivo prioritario de su conocimiento, de la clínica a la regulación; de la seguridad a la eficacia; de lo que más interesa al enfermo a lo que más interesa a la industria. Todo ello ocurrió lentamente, entre finales de los 70 y los 80. Este cambio supuso que, desde los años 80, la prescripción se haya convertido en el acto más genuino de la atención médica y, también, en el más frecuente. Para Healy y Mangin, este movimiento está en la base del enorme incremento en la utilización de medicamentos:

«Vinculado a este menor interés en los daños y el énfasis en la eficacia, el número de pacientes que toman medicamentos comenzó a aumentar; (hoy en día) un 40% de la población estadounidense mayor de 65 años toma cinco o más medicamentos.»

Y, por primera vez, esta «sobredosis» farmacológica se ha vinculado a un empeoramiento de la expectativa de vida en países occidentales

La sociedad no tiene muchos motivos para seguir confiando en que la medicina, como institución responsable de que los fármacos se utilicen de manera cabal, cumpla su cometido fundamental: proteger a los enfermos. La pregunta clave para Healy y Mangin es: 

«¿cómo restaurar la confianza en la capacidad de los médicos y los pacientes para detectar objetivamente los efectos de los tratamientos?»

Hay que empezar, creo, por reconocer el fracaso práctico del modelo actual (fracaso de la farmacovigilancia + fracaso de la regulación + secuestro del pensamiento médico por la ideología de los ECAs) para después analizar el prejuicio epistémico que está en su base. No solo es un problema metodológico o manipulativo.

Aunque, desde el punto de vista legal, los ensayos clínicos son lo mejor que tenemos para regular el mercado (independientemente de que en la actualidad los estándares exigidos son ínfimos), en el fondo tenemos que reconocer que en la medicina contemporanea estamos confundiendo los datos necesarios para informar un proceso administrativo con el conocimiento que necesitan los médicos clínicos para tomar decisiones con los enfermos individuales. Escriben Healy y Mangin:

«…si bien, el uso original de la significación estadística y los intervalos de confianza tenía una base comprensible en el mundos de los fertilizantes y de la astronomía, su uso en los ensayos clínicos no tiene un punto de referencia clínico establecido. Para la clínica, estos enfoques estadísticos ofrecen formas de describir los datos pero no constituyen un conocimiento objetivo. Ningún ensayo clínico informa a un profesional sanitario sobre cómo tratar al paciente que tiene delante y, en parte, es una cuestión de azar que el medicamento o la intervención finalmente funcione para ese paciente.»

La misión de la ciencia no es reemplazar el juicio clínico por los resultados de un proceso técnico. Los pacientes y sus experiencias son el origen de los datos clínicos que importan. Si además, estos datos clínicos coinciden los que trasmiten los ECAs o los procesos de farmacovigilancia, pues mucho mejor. Pero ¿qué hacer cuando los datos son contradictorios? Healy y Mangin lo tienen claro:

«Si hay un desajuste entre lo que un médico y un paciente juzgan que está sucediendo en respuesta a un fármaco y lo que los ECAs parecen mostrar, se produce una situación que de ningún modo puede definirse como una elección entre anécdota y ciencia. El trabajo de la ciencia en este caso sería, primero, intentar dar cuenta de lo que le sucede al paciente y, segundo, explicar por qué no coinciden».

El triunfo de la MBE se debe más, en mi opinión, a lo útil que ha sido su captura para la industria. Si la industria no estuviera defendiendo activamente el actual enfoque -con el discurso de que cualquiera que ponga en duda los resultados de los ECAs está en contra de la ciencia- es muy probable que su incorporación a la caja de herramientas clínicas hubiera sido, tal como defendían muchos de los pioneros de la MBE, mucho más equilibrada.

La intensísima campaña de marketing en que se ha convertido la producción industrial del ECAs (Big Trial), bien aderezada por la masiva escritura fantasma de artículos, ha acabado por re-formatear el cerebro clínico introduciendo una especie de ceguera basada en la evidencia.

Para los clínicos de hace 40 años, eran los boletines de medicamentos y los informes de casos los que proporcionaban una información útil para la clínica. Pero estas fuentes ahora son despreciadas como anecdóticas y han sido completamente sustituidas por los meta-análisis o las Guías de Práctica Clínica, herramientas, ambas, basadas en ECAs.

Solo así puede entenderse que los efectos relacionados con la vacuna del VPH de niñas, previamente sanas, y que las llevaron a ser ingresadas en la UCI durante semanas, sean etiquetadas, tranquilamente, como simulación o histeria por un comité de expertos. 

Healy y Mangin, con su texto, defienden un retorno al empirismo controlado, diría yo, en relación con los efectos de los medicamentos:

«Ni las empresas ni los reguladores están tan bien situados como los médicos y los pacientes para informar sobre los efectos adversos de los fármacos. Informes de un mismo evento realizados por una serie de clínicos y pacientes identificados no pueden ser desestimados como si se tratase de rumores. El examen cruzado de un caso individual debería seguir siendo la esencia de la objetividad» 

Si los médicos insisten en que ciertos efectos están relacionados con los tratamientos farmacológicos, la regulación y la ciencia médica debería reflejar ese punto de vista:

«El hecho de que esto no sea lo que sucede es un fracaso clínico.»

Y concluyen:

«La práctica clínica ha sido y debe seguir siendo un ejercicio de juicio impulsado por los hechos que un médico y un paciente tienen delante de ellos, en lugar de por la adhesión irreflexiva a lo que un manual dice» 

El retorno del empirismo tras los excesos de la MBE es inevitable. Disciplinas como la psiquiatría o la medicina de familia deben volver a ser fundamentalmente prácticas empíricas. También la evaluación de los efectos secundarios de los medicamentos. Y, por supuesto, los cuidados (cuidados basados en la evidencia es casi un oxímoron; no hay nada que deba ser más individualizado)

Las mejores evidencia provenientes de los ECAs nos seguirán informando sobre eficacia y guiando en la elección de las terapias pero, en mi opinión, deberían ser consideradas escasamente útiles para determinar la pertinencia de su uso con los pacientes individuales y, mucho menos, para rechazar o aceptar como objetivo o verdadero lo que un médico y un paciente observan en un encuentro clínico.

Abel Novoa es médico de familia y presidente de NoGracias