El infectólogo Oriol Mitjà, personalidad destacada durante la pandemia, acaba de hacer un llamamiento a recuperar las mascarillas.
En un tuit en el que aparece mostrando su test de antígenos con gesto compungido, Mitjà explica que, a pesar de llevar bien puesta la FFP2, el covid lo pilló firmando libros por Sant Jordi. Afirma que estamos ante la séptima ola, que suben la incidencia y las muertes, y que hay que reintroducir pruebas, mascarillas y aislamientos. En el estercolero de las redes sociales, le cayó encima un alud de insultos y descalificaciones. Mitjà se lamentaba en TV3 de los ataques recibidos, que él supone provienen de jóvenes que “quieren disfrutar del entretenimiento” y “salir de fiesta sin ponerse mascarilla, sin preocuparse por las personas vulnerables”. Ahora le han dedicado en El Periódico un artículo con bastante mala baba.
No tengo nada en contra de Oriol Mitjà, ni ninguna intención de insultarle. Es un médico admirable, reconocido por su labor en la lucha contra el pian en Papúa-Nueva Guinea y cuya valía personal no cuestiono. Sí me entristece que un profesional de su talla —con su inteligencia, pero también con su tirón mediático y sus huestes de seguidores— permanezca anclado en el discurso de la culpa y el señalamiento, como exponente de una postura que sigue muy extendida tanto en el estamento científico, por lo que se ve, como en la sociedad en general. Estos discursos son de lo peor que nos ha traído la pandemia en la esfera simbólica.
La asociación entre enfermedad y pecado no es nueva, ni mucho menos. En época reciente, habló de ello Susan Sontag en su ensayo El sida y sus metáforas, poco después de que irrumpiera el maldito VIH, con toda la pinta de venir a arruinar la liberación sexual iniciada en los 60 y 70. Parecía, no obstante, que habíamos dejado atrás los días de superstición precientífica, en los que la peste era una entidad metafísica que castigaba a una población por su endeblez moral, pero el covid nos ha demostrado que no es así. La Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (semFYC) lo recalcaba en su editorial de enero pasado, que conviene recordar por su frescura y sensatez: “Contagiarse o contagiar un virus respiratorio no es culpa de nadie. Si los casos suben, no es porque ‘nos hayamos relajado’ o porque ‘nos portemos mal’. Como se ha visto, la dinámica de una epidemia es mucho más compleja y en ella influyen multitud de factores”.
En todo caso, no sólo los jóvenes quieren disfrutar. También hay muchas personas de las llamadas “vulnerables” que están dispuestas a asumir el riesgo inherente a la vida con tal de retomar su existencia en paz —con tal de vivir— liberadas de las imposiciones coercitivas de los últimos dos años. No puedo hablar por todos los mayores de este país, claro, pero sí por mis padres, por poner un ejemplo, ambos en la setentena y por tanto más propensos a enfermar de covid grave. Debidamente trivacunados, vuelven a ver a sus hijos y a sus nietos, a abrazarnos y cubrirnos de besos. Aceptan ese riesgo después de decidir por su cuenta, sopesando la información que tienen y haciendo uso de su autonomía.
Yo ya no soy tan joven, así que me importa menos la juerga, pero sí me importa verles la cara a mis vecinos, saludarlos con una sonrisa, charlar con los comerciantes de mi barrio, intercambiar trucos de cocina con los paradistas del mercado —Sonia, Joana, Manel, Inma, Loli, Andreu—, jugar con mis sobrinos y sus amiguitos, entrenar con mis compañeros del gimnasio y respirar a pleno pulmón. La prevención sanitaria es importante, sin duda, pero hay otros valores que escapan a lo epidemiológico, difíciles de cuantificar y de plasmar en gráficos pero igualmente imprescindibles para una vida digna y gozosa.
En definitiva, quiero vivir una vida en la que el Estado no me obligue a taparme la cara en todas mis interacciones sociales, forzándome a renunciar a mi rostro —mi vehículo de expresión con el mundo— en la búsqueda neurótica de un riesgo cero que es imposible de alcanzar.
Como hacía antes del covid y quiero seguir haciendo después, y como deberíamos dejar que hagan jóvenes y mayores por igual, asumo un riesgo y tomo una decisión. Eso también es disfrutar.
Lorenzo Gallego es traductor y actual alumno del Máster en Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona.