En la última entrada, comentando el estimulante libro de Nassim Taleb, “El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable”, se abrían interesantes líneas de investigación y reflexión. Por ejemplo, cuando decíamos:

“Siempre tenemos que recordar que, en la clínica, en la atención a los enfermos, lo que no sabemos es más importante que lo que sabemos. Incluso cuando la decisión tiene que ver con alguna intervención acreditada por las mejores evidencias… Es lo que Taleb denomina, “ignorancia agresiva”: la falta de comprensión de las cadenas causales provoca que sea muy fácil que provoquemos daño”

Para enfrentarnos a esta incertidumbre -que más adelante clasifica el autor como no calculable o de riesgo no knightiano- Taleb propone -hablamos de medicina clínica e interpretamos lo que Taleb le diría a un/a médico/a- aprender del ensayo y el error, compartir esa incertidumbre con los enfermos y atender la causalidad relatada por el enfermo.

¿Cómo es posible que Taleb nos trasmita una incertidumbre sobre la realidad tan enorme y además nos dé recetas que parecían olvidadas en la medicina? ¿Ensayo y error? ¿Escuchar la causalidad que relata el enfermo? Precisamente la medicina científica llegó para cambiar este tipo de actuaciones que de manera generalizada se consideran poco científicas hoy en día ¿O no?

En la actualidad tenemos ensayos clínicos para no tener que estar haciendo pruebas con los fármacos o nuestras recomendaciones. Hoy sabemos que lo que nos cuenta el enfermo suele ser anecdótico, subjetivo y, normalmente, debe ser contrastado con las evidencias ¡Si cada vez que un enfermo nos dice que le ha sentado mal un fármaco pensáramos que ha sido realmente el medicamento el causante retiraríamos más de la mitad de los medicamentos que prescribimos! ¿O no? Es decir, la investigación biomédica básica y la terapéutica nos han dado un enorme bagaje de causas y efectos. Sabemos lo que nos hacemos ¿O no?

Taleb nos pide, sin entrar en aspectos relacionados con su vulnerabilidad a sesgos e intereses en su construcción, ser muy escépticos con las evidencias -cuidadosos en su valoración y tentativos en su aplicación-; no confundir el mapa con el territorio. Este escepticismo tiene varios motivos que explica muy bien Donald Shön en su inagotable “El profesional reflexivo: Cómo piensan los profesionales cuando actúan”: la teoría no es capaz de aprehender la realidad clínica porque, la atención al enfermo individual, siempre es:

  • Compleja: nunca somos capaces de conocer las cadenas últimas de causalidad que han llevado al enfermo a consultar y éstas son múltiples
  • Inestable: porque la clínica cambia rápida e impredeciblemente
  • Incierta: porque nuestras hipótesis, diagnósticas o terapéuticas, son siempre probables y el riesgo de equivocarnos no cuantificable
  • Única: los casos son siempre distintos. Dos pacientes con el mismo diagnóstico nunca son iguales en sus causas; las mismas causas producen distintos diagnósticos; los mismos diagnósticos tienen distinta respuesta ante la misma terapia y evolucionan de manera diferente.
  • Conflictiva: siempre existe algún conflicto de valor. La misma idea de salud es un asunto valorativo, normalmente no coincide lo que el/la médico considera con lo que el/a enfermo/a entiende por salud (aquí entran aspectos relacionados con los principios éticos de no maleficencia, beneficencia y autonomía). Hay también conflictividad, por ejemplo, en la utilización de recursos, económicos o de tiempo. Los conflictos de valor no tienen soluciones científicas.

Aunque tuviéramos las mejores evidencias estas características de la clínica persistirían. La realidad clínica no es menos compleja, inestable, incierta, única o conflictiva por contar con mejores o peores evidencias. Es decir, las evidencias no reducen el complejo, inestable, incierto, único y conflictivo carácter de los casos.

Shön cree que el enorme prestigio del conocimiento científico, su capacidad predictiva y explicativa, su teórica objetividad y la cantidad apabullante de investigación producida nos ha confundido a la hora de enfrentarnos a los casos. Toulmin lo llama, “el desequilibrio de la razón”, un proceso de cambio cultural acaecido a partir del siglo XVII con la Revolución Científica, como respuesta al sano escepticismo de Montaigne, Erasmo, Shakespeare o Cervantes, que ya había puesto en jaque el pensamiento escolástico medieval un siglo antes pero de una manera menos «totalitaria», por decirlo así.. Este desequilibrio ha sido alimentado por centurias de avances científicos, el nacimiento de la probabilidad estadística en el siglo XVIII y su aplicación generalizada a todas las ciencias (aunque a la medicina tardaría todavía en llegar de manera clara casi 100 años más precisamente por la resistencia de los clínicos a la estandarización).

Somos herederos intelectuales, lo/as profesionales de la medicina contemporánea, de ese desequilibrio de la razón, muy acrecentado desde hace 30 años por el desarrollo de la MBE. Todo ello, que habrá que relatar de manera más pormenorizada, ha tenido como consecuencia una idea muy asumida y poco reflexionada: la creencia de que las decisiones clínicas son más sencillas hoy de lo que eran para los médicos hipocráticos hace 2500 años o para cualquier médico de épocas anteriores -si no queremos ir tan lejos- porque tenemos mejores evidencias.

Sin duda, las decisiones clínicas hoy en día conducen a cursos de acción más efectivos, con mayor probabilidad de éxito; pero el proceso intelectual de un/a médico del siglo XXI no es distinto -ni en su forma lógica ni en su dificultad- del que tenía que realizar un médico hipocrático. Laín Entralgo define muy bien esta condición del razonamiento médico cuando escribe algo así como que la inteligencia clínica es una tradición. Para Laín el conocimiento del pasado debe servir para iluminar el presente; en caso contrario es pura erudición fútil.

Es muy expresivo este párrafo de la “Introducción” a su monumental obra “La historia clínica: Historia y teoría del relato patográfico” (1950):

“El cumplimiento cabal del oficio de curar exige resolver una serie de cuestiones antropológicas, terapéuticas y sociales conexas todas entre sí. Solo cuando el médico haya visto que todos esos problemas vienen existiendo desde hace mucho tiempo y que las soluciones por él aprendidas no son sino las postreras de una larga serie de respuestas al constante menester, y que en el curso de la historia no coinciden siempre y exactamente lo último y lo óptimo, solo entonces se resolverá a pensar que el conocimiento histórico puede tener algún sentido frente al espectáculo de la realidad” (p. 6) (énfasis nuestro)

Es muy posible que nos encontremos, hablando en términos de procesos decisionales intelectuales clínicos, en un momento de la historia de la medicina donde lo último no es lo óptimo (sobre todo si atendemos a problemas que parecen consecuencia de procesos intelectuales poco adaptados a la complejidad como la polimedicación basada en la evidencia, los aspectos relacionados con la seguridad de los pacientes, la utilización masiva de tratamientos no indicados, el sobrediagnóstico, la sobreconfianza clínica, la mala medicina que realizamos con los enfermos crónicos y cerca del final de la vida, etc). Laín estaba en contra de la visión optimista de la historia que afirma que lo posterior es siempre mejor que lo anterior.

Pongamos un ejemplo. En mi opinión los médicos hipocráticos intelectualmente hablando, eran superiores a nosotro/as. Varios motivos:

  • Escuchaban realmente al enfermo: de hecho, no separaban entre síntomas y signos. La percepción del enfermo, lo que contaba, tenía la misma categoría, para el médico hipocrático, en términos de objetividad, que el signo físico.
  • Huían de la teoría. Influidos por los escépticos, tanto de la escuela de Pirrón como la de los llamados Académicos, pensaban que los enfermos eran siempre únicos y no era posible hacer ciencia con la clínica. Trataban enfermos y no enfermedades. Por eso, los aspectos “ambientales” y personales como la dieta, la actividad física, el tipo de vivienda, el contacto con la naturaleza o la actividad laboral eran factores siempre considerados tanto en los procesos diagnósticos como en los terapéuticos. El diagnóstico existía, claro, pero en forma de grandes síndromes, como, por ejemplo, “disentería”, sin enfatizar sus causas. Laín lo expresa de manera gráfica:

“No sería correcto (para un médico hipocrático) decir, “la enferma murió de disentería” sino “la enferma murió en o durante la disentería” (énfasis nuestro)

  • Los hipocráticos, aunque huían de las generalizaciones, mantenían cierto pensamiento tipificador, agrupando a los enfermos según síntomas, evolución, etiología, pronóstico, tipo de constitución del enfermo, localización, etc. Para ir del caso particular al conocimiento experiencial y al teórico, utilizaban la analogía o búsqueda de semejanzas, así como el ensayo-error. Como puntualiza Laín en su obra, también asombrosamente ambiciosa, “El diagnóstico médico: Historia y teoría”, para los médicos hipocráticos “había enfermedades, pero en enfermos”

Sorprende que los médicos de hace 2500 años siguieran algunas de las recomendaciones de Taleb para enfrentarse a la incertidumbre clínica: el ensayo-error, escuchar a los enfermos y sus explicaciones causales y huir de la excesiva teorización. ¿Qué significa actuar mediante ensayo-error? No exactamente probar suerte con nuestras intervenciones sino asumir que la búsqueda de soluciones a los problemas de los enfermos es un proceso tentativo, también, por cierto, tentativa debería ser la utilización de fármacos, especialmente para patologías agudas como el dolor o para las enfermedades mentales (como defienden Moncrieff o Healy).

No olvidemos que la mayoría de los medicamentos no funcionan con las personas en los que están indicados. En prescripciones tan establecidas como la prevención secundaria con estatinas, los NNTs señalan que ponemos en riesgo a entre 38 y 124 personas para que 1 se beneficie. ¿Explicamos bien esta apuesta a los enfermos?

¿Qué significa huir de la excesiva teorización? Pues que desde antiguo se sabe que es mucho más fiable el “saber cómo”, basado en la práctica, que el “saber qué”, basado en la teoría, cuando hablamos de atención a los enfermos concretos. Parece una paradoja, pero no lo es. Saber «cómo hacer las cosas» en medicina requiere, sin duda, conocimiento teórico («saber qué») pero solo con la teoría (las evidencias) no es suficiente. Hay que hacer evaluaciones causales y contextuales mucho más complejas antes de asumir que las evidencias son aplicables a casos concretos.

Es muy interesante el trabajo de Nancy Cartwright proponiendo metodologías para extrapolar los datos de ensayos clínicos a contextos específicos (ya escribimos sobre ello hace unos años) o reflexionando sobre qué evidencias deben contener las Guías. De hecho, en mi opinión, lo/as médico/as de familia desempeñamos nuestra tarea mucho mejor de lo que creemos porque nos alejamos del ideal científico que Shön llama “racionalidad técnica basada en la teoría” , es decir, aplicación rigurosa de la teoría a la práctica, aunque no sabemos explicarlo porque es conocimiento tácito, señala. Esta sería, para mí, una de las claves de la paradoja de atención primaria: los médico/as del primer nivel estaríamos menos «platonizados», que diría Taleb, o, expresado de otra forma, contextualizaríamos mejor el conocimiento teórico en los procesos decisionales que los medico/as del nivel hospitalario. Por eso obtendríamos mejores resultados cuando se miden de forma agregada o, por eso, un factor con poder contextualizador de las decisiones como es la longitudinalidad, mostraría mejoras netas en la salud de los enfermos.

El desequilibrio de la razón de Toulmin estructura el marco conceptual en el que desempeñamos nuestra labor clínica hoy en día sesgando nuestra comprensión de la práctica clínica. Es necesario desarrollar una epistemología de la práctica clínica. Ese es el objetivo de esta serie de textos. Intentamos actuar con un conocimiento estandarizado aplicándolo con rigor técnico a los casos persiguiendo una imagen de médico-técnico-científico pero, especialmente los médico/as de familia, mostramos cierta culpabilidad intelectual cuando el médico hospitalario prescribe el último medicamento comercializado para la diabetes del que ni siquiera habíamos oido hablar. Afortunadamente, en atención primaria, a pesar de la culpa, no actuamos como le gustaría a esa auto-imagen idealizada de médico-técnico-científico ya que la realidad clínica -compleja, inestable, incierta, única y conflictiva- se impone y, finalmente, nuestras decisiones, nuestro «saber cómo», es más sofisticado, epistemológicamente hablando, que nuestro «saber qué». Los casos, lo sabemos muy bien los clínicos, no responden tan fácilmente como nos gustaría al conocimiento teórico, sea este experimental (ensayos clínicos y otro tipo de estudios empíricos) o mecanicista (investigación básica fisiopatológica). Por ejemplo, es llamativo el emergente fenómeno de los síntomas sin explicación médica  que en atención primaria tendría una prevalencia de hasta el 45% y en hospitalaria del 30%. ¿Qué está pasando? El problema es que ese conocimiento científico brillante y poderoso no se ajusta a la realidad de los casos que, no nos cansamos de repetir, es compleja, inestable, incierta, única y conflictiva, especialmente en atención primaria y, especialmente, con los enfermos crónicos.

Shön dice que los profesionales deben elegir entre rigor y relevancia porque los cursos de acción con un mismo enfermo pueden ser sustancialmente diferentes si elegimos el rigor -seguimiento estricto de las guías de práctica clínica- o la relevancia, considerar las evidencias buenas razones para actuar pero, ni mucho menos, las únicas;.Escribiremos sobre esta perspectiva de la causalidad llamada disposicionalismo, fundamental, en mi opinión, para ejercer la práctica clínica sin sentirnos culpables; mientras, recomiendo la lectura del libro asociado al link de descarga gratuita y en la foto.

La dialéctica enfermo-enfermedad (práctica-teoría, caso particular-evidencia general, rigor o relevancia) en los procesos de razonamiento clínico ha ido cambiando de polo a lo largo de la historia. Tras los médicos hipocráticos, que enfatizaron al enfermo (la relevancia) como hemos visto, la medicina galénica le dio una importancia primordial a la enfermedad (el rigor). Galeno -y los 15 siglos posteriores- estuvieron dominados por un arrogante y complejo sistema explicativo de salud y enfermedad basado en la teoría de los humores. Galeno y sus herederos no tuvieron ningún miedo a la explicación especulativa de las causas últimas de las enfermedades poniéndolas por encima de los enfermos; los casos debían encajar en la teoría.

Sería Sydenham, ya en el siglo XVII, quien inauguraría el paradigma moderno médico donde la teoría no podía seguir siendo pura especulación sino una “razón justificada por la experimentación”, escribe Laín. La increíble obra de Syndeham, llamado el Hipócrates inglés, pretendió categorizar las enfermedades a través de su descripción clínica huyendo de las explicaciones causales, tan al uso por los galénicos, por no poder ser objetivadas (estaba empezando la investigación básica médica). Syndeham, equilibró el rigor galénico con la persecución de la relevancia clínica en el diagnóstico clínico. Sin embargo, desde el siglo XVII, el reduccionismo científico y sus obvios éxitos, gracias a paradigmas como el anatomoclínico, el fisiopatológico, el microbiológico, el genético, etc.,  han ido desequilibrando la razón clínica. No había razón para que el avance científico desequilibrara los procesos de pensamiento clínico, pero lo ha hecho.

Por supuesto el conocimiento ha mejorado mucho los resultados de las actuaciones médicas, pero con un coste en la calidad del razonamiento clínico, repito, una opinión probablemente muy personal, notable. Ese vacío intelectual entre teoría y práctica estaría produciendo algunos de los fenómenos sanitarios contemporáneos más intensos: desde la ineficiencia agregada sistémica (con una curva de rendimiento decrecientes cada vez más establecida), el burn-out de los clínicos por ver continuamente defraudadas sus expectativas (“yo no estudié para esto”) o la agresividad de los enfermos con los sanitarios por no obtener lo que una ciencia todo poderosa les ha prometido.

Lo que me interesa destacar en esta entrada, ya para acabar, es que existe una riquísima historia del pensamiento médico con debates muy profundos entre aquellos profesionales que enfatizaba el carácter complejo, inestable, incierto, único y conflictivo de los casos clínicos y que miraban con escepticismo los intentos de Alexander Louis, Bernard o Pasteur de tener explicaciones definitivas -a través de la experimentación, la investigación básica y el análisis estadístico- de la naturaleza de la salud y la enfermedad y de cómo debían actuar los clínicos. Hoy, ese debate está ausente debido a la dictadura de la MBE, las Guías Clínicas y las presiones de unos (industria) y otros (administración) para que los médicos dejen de pensar y actúen “según protocolo”. En mi opinión, la práctica médica tipo “recetario de cocina” empieza a parecerse cada vez más a la especulativa y arrogante medicina galénica. ¿O no? Como diría Montaigne, mi héroe escéptico:

«Que sais-je?»

Abel Novoa es médico de familia