En las dos entradas precedentes a esta serie sobre la epistemología de la práctica clínica (Terapia escéptica para la medicina clínicaPequeña historia del razonamiento médico), un tipo de conocimiento diferente al teórico científico y al de sentido común, afirmábamos que desde la revolución científica del siglo XVII y los espectaculares avances en el conocimiento fisiopatológico y experimental posteriores, ha existido un progresivo desequilibrio de la razón clínica. Habría, en este desequilibrio, una preponderancia de la teoría general sobre el conocimiento contextual de los casos individuales, en contra del sano escepticismo clínico de la escuela hipocrática o de la alejandrina de Sexto Empírico, de los médicos tradicionalistas de la Universidad de Montpellier -ya en el siglo XVIII- o de los humanistas, como Montaigne y Erasmo, cuando terciaban en las guerras teológicas del siglo XVI, y que recomendaban desconfiar del conocimiento general cuando había que aplicarlo al mundo real.

¿A qué se debió este desequilibrio de la razón? Hay varios libros que nos pueden ayudar a entender qué pasó desde el siglo XVII y cómo afectó a la medicina clínica. Para una visión más cultural, nada mejor que bucear en las obras de Stephen Toulmin, especialmente “Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad” y “Regreso a la razón: El debate entre la racionalidad y la experiencia”. Para entender cómo el determinismo dominó el pensamiento racional desde el siglo XVIII nada como leer a Ian Hawking, “La domesticación del azar. La erosión del determinismo y el nacimiento de las ciencias del caos”. Un cuarto libro recomendable es “La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina” de Rosser Mathews y su relato de las dificultades para que la medicina clínica aceptara la cuantificación, con los argumentos de sus defensores y detractores. Y, por último, imprescindible, “The empire of Chance. How Probability Changed Science and Everyday Life”, editado por Gerd Gigerenzer, una muy entretenida historia de cómo comenzó la estadística probabilística a cambiar las ciencias a partir del siglo XVIII.

En mi opinión, es importante tener la perspectiva histórica que estas obras nos dan para poder apreciar cómo ha ido cambiando el pensamiento médico moderno según se iban produciendo nuevos descubrimientos biomédicos y avances conceptuales en la estadística probabilística. Como dije en la entrada previa, los avances científicos no deberían influir en el proceso de razonamiento clínico que desde los médicos hipocráticos ha tenido los mismos retos, independientemente de la calidad de las evidencias. Con las mejores evidencias los casos siguen siendo complejos, inestables, inciertos, únicos y conflictivos. Una cosa es la calidad de las evidencias y otra los procesos intelectuales que realizamos cuando atendemos enfermos, es decir, cómo utilizamos las evidencias y las integramos con la narración del enfermo, sus síntomas y signos y nuestra experiencia previa.

Lo cierto es que el progreso de la ciencia médica ha desequilibrado la razón clínica para hacerla excesivamente dependiente de la teoría: la investigación experimental (los ensayos clínicos y otros), los estudios epidemiológicos y los hallazgos de las ciencias básicas. Este desequilibrio no era inevitable; simplemente triunfó cultural y científicamente una versión determinada de la modernidad. Haremos en las siguientes entradas unos breves comentarios sobre estas obras y su influencia en el pensamiento médico.

Empezamos con “Cosmópolis”, de Stephen Toulmin, dedicado a analizar cómo influyó la física y la matemática de Galileo y Newton, con su capacidad predictiva y explicativa, así como la reacción filosófica anti-escéptica de Descartes, en la construcción de la modernidad en el siglo XVII. Escribe Toulmin:

“Al proponerse como meta de la modernidad una agenda intelectual y práctica que daba la espalda a la actitud tolerante y escéptica de los humanistas del siglo XVI, para centrarse en la búsqueda de la exactitud matemática y el rigor lógico, así como en la certeza intelectual y la pureza moral, Europa en su conjunto enfiló una senda cultural y política que la iba a llevar, a la vez, a sus éxitos más sorprendentes y a sus fallos más sonados” (p 19)

Los cambios radicales que pusieron las bases del pensamiento moderno habrían comenzado, no en el siglo XVII sino en el XVI, cuando los humanistas renacentistas como Erasmo, Rabelais, Montaigne o Shakespeare practicaban “una franqueza educada y una tolerancia escéptica” que acabaría poniendo las bases del pensamiento laico y empírico, con una sensibilidad especial por el carácter circunstancial de las cuestiones prácticas:

“En esta Europa del siglo XVI… era mejor suspender el juicio en asuntos de teoría general y esforzarse por conseguir una visión profunda tanto del mundo natural como de los asuntos humanos, tal como se nos aparecen en la experiencia real” (p. 56)

A lo largo del siglo XVII la filosofía y la ciencia natural dejaron de interesarse por este talante escéptico. Toulmin cree que cuatro factores influyeron en este cambio:

  • Preponderancia de “lo escrito” sobre “lo oral”: pérdida de prestigio intelectual de la argumentación retórica asociada al discurso oral y, por tanto, de las narraciones. La generalización de los libros impresos gracias a la imprenta puso de moda la argumentación lógica escrita:

“El programa de investigación de la filosofía moderna postergó, así, todas las cuestiones sobre la argumentación -entre personas concretas, acerca de casos concretos y allí donde hay varias cosas en juego- a favor de pruebas que podían ponerse por escrito” (p. 61)

Después de la década del 1630 la filosofía moderna se centró en el análisis formal de cadenas de enunciados escritos más que en los méritos y defectos concretos de las argumentaciones persuasivas de los discursos orales. La retórica deja paso a la lógica. Define retórica y lógica en su libro “Regreso a la razón: El debate entre la racionalidad y la experiencia y la práctica personales en el mundo contemporáneo”. Retórica sería:

“Utilización de narrativas factuales sobre objetos y situaciones particulares, en términos sustantivos, temporales, locales, dependientes de la situación y con carga ética” (p. 49)

La lógica sería:

“Análisis de argumentos teóricos a partir de conceptos abstractos y el énfasis en explicaciones apoyadas en leyes universales, con argumentos formales, generales, carentes de contexto y neutros” (p. 50)

El razonamiento clínico, por tanto, estaría más cerca de la retórica que de la lógica, El conocimiento clínico, así, se adquiriría mucho mejor en las sesiones clínicas, donde los profesionales argumentan y explican sus procesos decisionales con pacientes concretos, que en los libros y las Guías de Práctica Clínica.

  • Preponderancia de “lo universal” sobre “lo particular”: tanto en filosofía como en las ciencias naturales, los casos y las técnicas para analizarlos propias del casuismo escolástico, no solo dejaron de ser interesantes para la razón, sino que fueron desacreditadas. El fin del casuismo suele asociarse a las “Cartas Provinciales” de Pascal, escritas en la década de 1640 a favor de la teoría abstracta, con pretensiones de universalidad y atemporalidad, para solucionar los conflictos éticos.
  • Preponderancia de “lo general” sobre “lo local”: hasta el s. XVI, la etnografía y los viajes eran una fuente de conocimiento muy apreciado por los intelectuales porque ayudaban a contextualizar y relativizar los problemas y debates. Descartes se mostró en contra de este tipo de conocimiento ya que “lo ampliaba, pero no lo profundizaba
  • Preponderancia de «lo atemporal» sobre «lo temporal»: Antes del s. XVII los aspectos relacionados con el tiempo y la oportunidad eran importantes. De nada servía un conocimiento incapaz de solucionar problemas prácticos del aquí y el ahora. Descartes consideraba estos aspectos como irrelevantes: lo transitorio tenía que dejar paso a lo permanente.

Estos cuatro cambios tuvieron un efecto acumulativo y precipitaron una progresiva modificación cultural y del pensamiento racional que empezó a despreciar el caso, lo individual, lo concreto, lo práctico, lo relevante y a apreciar en mucha mayor medida lo general, lo atemporal, lo teórico, lo riguroso. Para Toulmin fue una huida hacia delante procurada por la grave crisis en la que se encontraba Europa inmersa en la sangrienta Guerra de los Treinta Años y la creación de los estados modernos; se necesitaban certezas, no más incertidumbres. Había que encontrar ideas y argumentos incontrovertibles y la física matemática y el racionalismo cartesiano basado en la lógica formal y la teoría geométrica euclidiana lo procuraron.

Otro rasgo socialmente trascendental en esta nueva cosmovisión moderna fue la separación radical entre razón y emociones:

“El cálculo se entronizó como virtud distintiva de la razón humana y la vida de las emociones quedó arrinconada, repudiada, como algo con capacidad para distraer a la hora de realizar una deliberación lúcida” (p. 191)

Para Toulmin es urgente re-apropiarnos de la sabiduría de los humanistas del s. XVI y “desarrollar un punto de vista que combine el rigor abstracto y la exactitud de la nueva filosofía del s XVII con una preocupación práctica por la vida humana en sus aspectos más concretos”: 

“… tenemos que equilibrar el afán de certeza y claridad en la teoría con la imposibilidad de evitar la incertidumbre y la ambigüedad en la práctica” (p. 245)

Según el autor, es urgente reapropiarnos del legado razonable y tolerante del humanismo. Al final, todo se resume es la milenaria dialéctica Platón- Aristóteles:

“El sueño de la filosofía y la ciencia del s. XVII encarna la exigencia por parte de Platón de una episteme o enfoque teórico. La realidad de la ciencia y la filosofía del s. XX descansa en la phronesis o sabiduría práctica de Aristóteles” (p. 267)

En su libro “Regreso a la razón: El debate entre la racionalidad y la experiencia y la práctica personales en el mundo contemporáneo”, escrito 10 años después de Cosmópolis, Toulmin aboga por una idea de razonabilidad que sustituya a la distorsionada de racionalidad. Esta idea de razonabilidad incluiría:

  • Recuperar la experiencia personal que “es incompleta pero no sesgada”.
  • Terminar con la jerarquización del conocimiento que estableció una especial autoridad para las metodologías cuantitativas (cuyo modelo era la astronomía, la física o la geometría) sobre las cualitativas y narrativas. Esta jerarquía no es válida cuando hablamos de razonamiento clínico. Se ha olvidado “la diferencia entre certeza teórica y certidumbre práctica” y se ha utilizado la cuantificación como si fuera “el camino absoluto hacia la verdad”
  • Aceptar que, para solucionar los casos, siempre complejos, inestables, inciertos, únicos y conflictivos, no es posible hacerlo con explicaciones simples, atemporales, ciertas, generales o no conflictivas. Es decir, en medicina clínica, la razonabilidad debe aceptar la incertidumbre irresoluble y actuar siempre con humildad epistémica o, como dice Toulmin, “ser sensibles a las mil maneras en que una situación puede modificar tanto el contenido como el estilo de los argumentos” (p. 45)
  • Una nueva apreciación por el conocimiento generalista sobre el especializado. Para Toulmin, “las ventajas de la especialización disciplinar llevan consigo el riesgo de que el rigor pueda generar rigidez”:

“La atención selectiva que una disciplina requiere se eleva al estatuto de “ser la única forma correcta de llevar a cabo las tareas en cuestión”. La posibilidad de realizarlas desde otra perspectiva distinta se ignora o se pone entre paréntesis” (p. 74)

Merece la pena reproducir este párrafo por su importancia para la medicina de familia y otras disciplinas generalistas como la medicina interna o la medicina de urgencias:

“Al dominar una disciplina concreta aprendemos a qué cosas debemos prestar atención y cuáles debemos descartar… (La especialización) no es perniciosa si dejamos abierta la posibilidad de considerar otros procedimientos alternativos: una cosa es la atención selectiva y otra muy distinta las anteojeras” (p. 75)

  • Recuperación de la sabiduría práctica aristotélica:

“Como bien sabía Aristóteles, el papel de la razón en campos como la navegación o la medicina no se refleja en cálculos formales, sino en actuar tal y como la ocasión lo requiere teniendo en cuenta todos los factores relevantes de la acción en cuestión, incluyendo las consecuencias no planeadas” (p. 129)

Toulmin cita a Aristóteles. Este párrafo de “Ética a Nicómaco” (II, 11, 3-5) es revelador de la sabiduría práctica que defiende Aristóteles para enfrentarse a los casos clínicos: 

“Las cosas que consisten en acción y las cosas convenientes ninguna certidumbre firme tienen, de la misma manera que las cosas que a la salud del cuerpo pertenecen… Porque las cosas menudas y particulares no se comprehenden debajo de arte alguno ni de preceptos, sino que los mismos que lo han de hacer han de considerar siempre la oportunidad, como se hace en medicina y en el arte de navegar” 

  • Defensa del pluralismo metodológico para el conocimiento aplicado. En medicina, la jerarquía de las evidencias (donde la experiencia profesional o la narrativa del enfermo son considerados fuentes anecdóticas de conocimiento), establece una categorización basada en el rigor (riesgo de sesgo) no en la relevancia (utilidad práctica para el paciente concreto). La pirámide de las evidencias, paradójicamente, solo generan sesgo al trasmitir al clínico un esquema erróneo de cómo categorizar el conocimiento aplicable a los casos concretos
  • Aceptar que la probabilidad no establece relaciones de causalidad. Aunque la correlación estadística es una condición necesaria para que exista causalidad, nunca es una condición suficiente. Para Toulmin, el reduccionismo que implica explicar fenómenos naturales en términos estadísticos en lugar de causales, es el reconocimiento de un fracaso.

Es muy interesante como Aristóteles y después Toulmin utilizan el ejemplo del razonamiento clínico para ilustrar lo que es una situación típica donde las decisiones deben estar informadas tanto por la teoría como por las circunstancias de los casos y la experiencia previa. De hecho, Toulmin lo denomina, para cualquier ámbito, no solo para la medicina, “acercamiento clínico” que “no quiere decir abandonar la esperanza de establecer verdades generales” sino más bien aceptar que “en las situaciones de la vida real muchos universales son válidos en general más que invariablemente” (p 169). Toulmin no pretende “darle la vuelta a la balanza completamente, ni elevar la práctica, a su vez, por encima de la teoría”. Más bien pretende:

“Restablecer un equilibrio adecuado entre ellos: reconocer las reivindicaciones legítimas de las teorías sin exagerar las atracciones formales del razonamiento… y defender las lecciones de la práctica real sin denigrar los poderes del argumento teórico” (p. 251)

Toulmin defiende un acercamiento clínico para las intervenciones prácticas ya que las soluciones para los casos no pueden deducirse simplemente del conocimiento teórico (sea este experimental, como los ECAS, o mecanicista): “Como mucho, se puede recurrir a las teorías para entender las formas cómo se lograron resolver casos particulares”. Es decir, el conocimiento teórico científico nos ayuda más a entender cómo resolvimos un caso que a resolverlo:

“En el ámbito de una ciencia teórica explicamos fenómenos particulares de los cuales no tenemos certeza relacionándolos con principios generales de los que tenemos una mayor certeza. Pero en los ámbitos prácticos, nuestra experiencia suele ser al contrario. Tenemos más certeza de lo bueno y lo malo de casos particulares que de los principios generales a los que apelamos para explicarlos”

Y pone un ejemplo médico:

“Sé que alivié mi dolor de cabeza tomando una aspirina con mayor seguridad de lo que puedo explicar por qué tomar una aspirina alivia mi dolor de cabeza” (p. 202)

En resumen, la medicina clínica contemporánea, con su progresiva estandarización debido a la hipertrofia que en la toma de decisiones tienen las evidencias, es víctima del triunfo de una cosmovisión que se fue imponiendo a partir del s XVII debido al éxito y prestigio de la física así como el racionalismo cartesiano. La epistemología de la práctica que iremos proponiendo en las siguientes entradas es una respuesta a este desequilibrio.

Abel Novoa es médico de familia

Esta entrada es la tercera de la serie que hemos llamado «epistemología de la práctica clínica»: