Hemos publicado ya cuatro entradas de la serie que hemos denominado “Epistemología de la práctica clínica”. En síntesis, lo dicho hasta ahora, podría ser resumido en estos 3 puntos:

  • La medicina clínica es una práctica que integra conocimiento científico, experiencial y narrativo. Como práctica, su objetivo es tomar decisiones racionales con personas que acuden a nuestras consultas solicitando ayuda.
  • La idea de decisión racional ha ido cambiando en medicina clínica a lo largo de los siglos. Muy esquemáticamente podría resumirse en:
    1. Hay enfermos y no enfermedades: Los médicos hipocráticos, los de la Escuela Tradicionalista de Montpellier del siglo XIX, los contemporáneos defensores de la medicina narrativa o del enfoque biopsicosocial, creen que lo racional en clínica médica es centrarse en los enfermos y sus características individuales y sociales, con un apoyo del conocimiento teórico para cada paciente, pero muy contextualizado. Las evidencias, aunque aportarían conocimiento valioso, deben ser utilizadas de forma muy acotada dadas las características ontológicas de los casos clínicos: irrepetibilidad, complejidad causal, incertidumbre (conocimiento siempre incompleto, incertidumbre con la fiabilidad y aplicabilidad de las evidencias y limitaciones cognitivas de decisores), inestabilidad temporal y conflictividad en valores.
    2. Hay enfermedades y no enfermos: Los médicos galénicos en la Edad Media o los contemporáneos científico-técnicos ahora, defienden que los casos deben abordarse de la forma más estandarizada posible (para reducir la variabilidad), apoyándose fundamentalmente en la teoría. Los aspectos individuales de los casos no serían decisivos ya que las soluciones tienen un carácter universal, objetivo y deben estar basadas fundamentalmente en las evidencias de carácter biológico (mecanismos descritos por las ciencias básicas) y experimental (ensayos clínicos y sus herramientas de síntesis, estudios de cohortes y epidemiológicos)
  • Tanto desde la filosofía del conocimiento como desde los estudios de psicología cognitiva se defiende que el enfoque más equilibrado -epistemológicamente- y más efectivo -según los estudios de conocimiento experto- es el que defiende que la razón clínica debe recuperar un juicio clínico centrado en el enfermo, basado en el pluralismo evidencial, la contextualización del conocimiento, acotando su generabilidad, y la importancia del síntoma y la narración del paciente como elementos relevantes para la toma de decisiones.

Repasábamos en la tercera entrada, El desequilibrio de la razón clínica. Comentarios a la obra de Stephen Toulmin las razones históricas que provocaron que la razón se desequilibrase hacia la enfermedad, es decir, el pensamiento teórico y experimental de base matemática a partir del siglo XVII. En la monografía “The End of The Cartesian Dream”, editada por Silvio Funtowicz y Angela Guimaraes, en la colección “Science, Philosophy and Sustainability”, los editores expresan así las expectativas generadas:

“El sueño de que el método racional emergente y el despliegue de la ciencia y la tecnología basada en la ciencia entregarían la verdad (expresada en términos cuantitativos) y empoderarían a la humanidad para cumplir su destino como amos y poseedores de la Naturaleza, fue un principio fundamental de la Modernidad”

Las matemáticas, la cuantificación, los números fueron el componente fundamental de esta visión basada en el racionalismo cartesiano y el empirismo baconiano (la observación controlada). Sin embargo, las expectativas generadas por Descartes o Bacon en el siglo XVII, cumplidas de manera tan espléndidas en la física newtoniana, tardarían en llegar a la medicina más de dos centurias, hasta principios del siglo XX.

La historia de cómo la cuantificación conquistó la medicina clínica, un territorio históricamente muy hostil como veremos, está excelentemente relatada en el libro “La búsqueda de la certeza. La cuantificación en medicina” de Rosser Mathews. Contaremos también con las aportaciones de Ian Hacking en su “La domesticación del azar. La erosión del determinismo y el nacimiento de las ciencias del caos”, y de Gerd Gigerenzer en la obra coral titulada “The empire of Chance. How Probability Changed Science and Everyday Life”.

Es importante lo que expresa Gigerenzer:

“La probabilidad y las estadísticas han transformado nuestras ideas sobre la naturaleza, la mente y la sociedad… su introducción en las disciplinas no es neutral”

Y así ha sido, indudablemente, en medicina clínica.

Jacob Bernoulli, matemático suizo que vivió en la segunda mitad del siglo XVII, realizó una contribución teórica que sería fundamental para la medicina clínica: se podía “aprender” a partir de la experiencia ya que la frecuencia de un evento comenzaría a aproximarse a la probabilidad de su aparición real cuando el número de observaciones fuera suficientemente grande. El “Teorema de la Inversión de Probabilidad”, enunciado en su obra póstuma “Ars conjectandi” (1713), que es considerada el punto de partida de la teoría de la probabilidad, afirmó por primera vez que se podían establecer relaciones de causalidad, con un grado de certeza parcial, si el número de veces que se repetía un fenómeno era suficientemente elevado.

Es decir, observando los efectos, mediante un razonamiento inverso, podía llegarse a determinar la existencia de causalidad. Los filósofos empiristas británicos ya estaban interesados por el conocimiento que era posible extraer de la “observación controlada” de Bacon y habían desarrollado la “teoría de la inferencia inductiva” aplicable a series de eventos que pudieran ser considerados naturalmente idénticos, para los cuales la agregación de la experiencia adquirida a partir de su observación repetida se transformaba en formas de “expectativas” acerca de su comportamiento futuro.

Bernoulli capturó las intuiciones de los empiristas británicos (además de Bacon, Hume y Locke), y los escépticos constructivos o moderados continentales, y les dio una formulación matemática: la incertidumbre podía cuantificarse y disminuía a medida que aumentaba el número de observaciones. Así comenzó, como lo denomina Hacking, el proceso de domesticación del azar que tardaría en llegar a la medicina clínica mucho más que a otras áreas del conocimiento.

Durante todo el siglo XVIII, previamente a la introducción de la cuantificación en medicina, los números habían comenzado a dominar la embrionaria ciencia social. La eclosión de los estados nación tras la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII trajo consigo la necesidad de las estadísticas demográficas (mortalidad, nacimientos, distribución por sexos, tasas de suicidios, ocupación, renta, etc) base de la burocracia estatal. El análisis de estas bases de datos y la objetivación de cifras (medias, proporciones..) que se repetían en forma de constantes o regularidades, hizo pensar en la existencia de leyes que determinaban los comportamientos sociales igual que existían leyes que determinaban el comportamiento de los planetas.

A diferencia de la física, las leyes sociales solo podían observarse, como enunció Bernoulli, pero no explicarse. A mediados del siglo XIX, todo era medido -la idea era que cuantos más números más leyes se descubrirían- y se realizaban inmediatamente atrevidas inferencias explicativas como por ejemplo sobre las causas de los suicidios con una polémica sobre si eran sociales o mentales.

Condorcet, siendo secretario de la Academia de Ciencias de Paris, vislumbró la importancia que el hallazgo de Bernoulli podía tener para la medicina o cualquier área del juicio humano. Este parecía el camino para poder llegar a describir leyes biológicas semejantes en su exactitud y capacidad predictiva a las leyes de la física.

Tanto Laplace -que entendió que cuantificar los éxitos y fracasos terapéuticos de un grupo de pacientes podría orientar la terapia futura- Quetelec -con su hombre promedio y su física social- o Poisson y su enunciación de la Ley de los Grandes Números (un número suficiente de observaciones conducía a la detección de regularidades), contribuirían conceptual y metodológicamente a dar un salto epistémico fundamental en la medicina clínica ya que los números permitían:

1-    Hacer inferencias sobre tratamientos (Laplace)

2-    Hacer inferencias causales aun sin conocer los mecanismos últimos (Bernoulli)

3-    Hacer inferencias predictivas sobre el futuro basadas en la experiencia pasada (Poisson)

4-    Poder describir numéricamente qué es estar sano o enfermo: la normalidad estadística (Quetelec)

Estos avances en las matemáticas de la probabilidad, es importante destacarlo, se realizaban en un contexto determinista, explica Hacking. En su “Ensayo filosófico sobre las probabilidades” publicado en 1795, Laplace, lo expresó claramente:

“Todos los sucesos, hasta aquellos que a causa de su insignificancia no parecen seguir las grandes leyes de la naturaleza, son el resultado de ellas tan exacta y necesariamente como las revoluciones del sol”

El llamado demonio de Laplace describía el principio determinista:

«Si el futuro del universo está determinado por su estado pasado y presente, entonces, si una entidad tiene suficiente información, las leyes de la física pueden usarse para determinar toda la historia del universo.»

Es decir, todo está determinado por cadenas causales y es nuestro desconocimiento de esas cadenas lo que nos obliga a expresarnos en términos probabilísticos. O sea, la incertidumbre es psicológica, es nuestra, de los observadores, no existe en la naturaleza donde todo está determinado, donde no hay azar. Cuando se llegue a tener el suficiente conocimiento no será necesaria la expresión probabilística ya que será posible predecir todos los fenómenos con exactitud. Bernoulli lo expresaba gráficamente:

“Para los pueblos atrasados los eclipses eran fortuitos mientras que para los europeos perfectamente predecibles”

Este espíritu cuantificador y determinístico inevitablemente tenía que llegar a la medicina clínica y lo hizo, no obstante, muy tímida y progresivamente, como veremos.

El pionero del enfoque numérico aplicado a la medicina clínica fue, junto con Philippe Pinel -más limitado metodológicamente-, Pierre Charles Alexander Louis (1787-1872). Enunció su método, basado en la obra de Laplace, del siguiente modo:

“observación cuidadosa, conservación sistemática de anotaciones, análisis riguroso de múltiples casos, elaboración prudente de generalizaciones y verificación mediante autopsias”

Louis impugnó numéricamente, por ejemplo, la efectividad de la sangría asegurando que, según sus datos, empeoraba la evolución. El urólogo Jean Civiale (1792-1867) utilizó el método de Louis para describir los buenos resultados quirúrgicos de su técnica para la extracción de piedras vesicales. Este trabajo produjo una serie de debates en la Academia de Ciencias.

Aparecieron rápidamente voces dentro de la medicina, especialmente los médicos de la llamada Escuela Tradicionalista de la Universidad de Montpellier, contrarias a poder realizar estas inferencias en la clínica. Existía, según ellos, un “principio de especificidad” que impedía generalizar las conclusiones del cálculo de probabilidades a los pacientes individuales. Double, por ejemplo, defendía que en clínica no era posible extraer conclusiones generalizables ya que “había que despojar al paciente individual de sus características y circunstancias específicas”. Y continuaba, diferenciando la clínica de la física como campos para la aplicación del método numérico:

“No es adecuado elevar el espíritu humano hasta el tipo de certeza matemática que únicamente se encuentra en la astronomía”

Isidoro Risueño de Amador (1802-1849), médico cartagenero (tiene una bonita plaza en Cartagena) exiliado en Francia, también era muy escéptico con la posibilidad de utilizar la experiencia pasada para tomar decisiones con los pacientes futuros. Ejemplificó su objeción a la inducción con el aristotélico argumento de la navegación:

“Si la experiencia es que naufragan 100 barcos de cada 1000, esto no nos dice qué barcos van a naufragar ya que eso dependerá de otras variables individuales como la experiencia del capitán, la antigüedad del barco, el clima, etc.”

Y seguía Risueño:

“El cálculo de los matemáticos no puede ser utilizado para pronosticar un suceso determinado, sino tan solo para determinar la probabilidad de una cierta proporción numérica entre dos clases de sucesos posibles”

Para el «sabio Risueño», como le llamaban en Francia, la experiencia pasada permitía realizar analogías entre casos, pero no establecer pronósticos o causalidades con los casos clínicos y, menos, representar esa experiencia numéricamente para darle una probabilidad de suceso a cada caso particular. Tampoco la categorización en medicina clínica podía ser exacta, los casos no eran fácilmente agregables, con lo que las conclusiones eran poco fiables. Con sorprendente buen tino, Risueño aventuró que si la cuantificación clínica triunfaba se abría la puerta a que los médicos se convirtieran en esclavos de las estadísticas.

Estos debates se producían, como hemos dicho, en las Academias que surgieron tras la Revolución Francesa en París, la capital médica mundial, y eran seguido por los médicos de toda Europa. Las razones de Risueño fueron contestadas por Alexander Louis que reconoció la dificultad para realizar generalizaciones, pero defendiendo el método numérico como mucho más adecuado para cuantificar expresiones habituales en las descripciones clínicas como frecuente, raro, habitual, etc.

Pero la respuesta más contundente a Risueño fue la de Jules Gavarret (1809-1890), médico e ingeniero, autor del primer tratado de estadística médica, “Principes généraux de statistique médicale” publicado en 1840: la probabilidad ayuda a expresar el pensamiento inductivo y analógico de una forma más formal. Gavarret explicó que el cálculo de probabilidades en ningún caso ofrecía certezas: los números no eliminaban la incertidumbre. La figura de Gavarret es muy interesante ya que fue tremendamente crítico tanto con los tradicionalistas detractores del método numérico como con algunas interpretaciones que hacían ciertos médicos de la escuela de Louis sobre la certidumbre del método cuantitativo, especialmente cuando no se era riguroso con la metodología.

En todo caso, la escuela numérica de Louis y Gavarret tuvo escaso éxito, en esa primera mitad del siglo XIX, en Francia y en Inglaterra. Alemania fue más receptiva y algunos autores germanos realizaron aportaciones metodológicas interesantes, complementando la obra de Gavarret. Un autor clave fue Friedrich Martius (1850-1923) quien publicaría dos artículos (1878 y 1881) con enorme influencia en su tiempo ya que hicieron un balance de los debates de la primera mitad del siglo XIX sobre el papel de la probabilidad matemática como medio para facilitar unas bases científicas para el pensamiento clínico médico. Martius convino que, en los extremos, tanto las escuelas clínicas más enfocadas a la teoría médica (racionalistas) como las que defendían un acercamiento a los casos individuales (empiristas) presentaban problemas. Martius, de formación fisiológica, pensaba que la única manera de dar carácter científico a las inferencias empíricas probabilísticas y las racionalistas era a través de la investigación en el laboratorio, la única capaz de garantizar conocimiento objetivo, de establecer causalidades ciertas, los mecanismos. Martius, que defendía el método numérico y su utilidad en la clínica combinado con la fisiología experimental y la anatomía patológica, reconocía, a finales del siglo XIX, que la gran mayoría de los médicos seguía desconfiando de la fiabilidad de la probabilidad aplicada a la clínica.

El legado de Louis fue su afirmación de que la medicina clínica debía aspirar a convertirse en científica. Pero tras la retirada de Louis de la escena médica a mediados de la década de 1850 el sentir general es que, aunque algunos investigadores médicos podían aportar ideas útiles sobre la terapia y la clínica, esos datos no poseían el estatus de «ciencia» como sí lo tenía la investigación fisiológica o la anatomo-patológica. Friedrich Oesterlen (1812-1877) afirmaría que los resultados «científicos» deben basarse en el descubrimiento cierto de causas y no de correlaciones estadísticas.

Joseph Lister (1827-1912) que había descrito en The Lancet (1870), apoyado en estadísticas, una serie de trabajos acerca de la utilidad de la antisepsia quirúrgica, negaba que los números pudieran establecer relaciones de causalidad que, sugería, había que buscar en la teoría microbiológica de Pasteur.

Claude Bernard (1813-1878) en su clásico “Introducción al estudio de la medicina experimental” (1865) expresaba su convencimiento de que la medicina científica solo podía basarse en la fisiología experimental, capaz de dar certezas causales, y que el empirismo clínico expresado en números solo era “una ciencia de las conjeturas basada en estadísticas”. Bernard reprobaba las medias estadísticas que eran utilizadas para describir enfermedades o la eficacia terapéutica:

“los términos medios no han de ser aceptados porque, al tratar de unificar, confunden y, al tratar de simplificar, distorsionan”

Para Claude Bernard, el empirismo cuantificado expresado a través de estadísticas “precede a la verdadera ciencia” pero no es ciencia ya que no explica nada, sus conclusiones siempre residen en el desconocimiento de las causas últimas y en la incertidumbre de la aplicabilidad. Las estadísticas podían servir para proporcionar conjeturas y posibilidades, pero de ninguna manera permitían lograr suficiente certidumbre como para tomar decisiones con los pacientes individuales.

El surgimiento de tecnologías para medir variables fisiológicas como el termómetro o los análisis de fluidos orgánicos, implicaría un paso adelante para apoyar el estatuto científico de la investigación clínica: los casos y los efectos podían ser categorizados a través de tecnologías capaces de objetivar la observación. Carl Wunderlich en su tratado “Sobre la temperatura en las enfermedades: Manual de termometría médica” publicado en 1868 escribía:

“La tendencia de la medicina moderna a otorgar, con fines diagnósticos y pronósticos, el mayor valor a los síntomas objetivos y, de entre estos, a los llamados signos clínicos, constituye un paso inequívoco en la dirección correcta… Los signos que pueden ser expresados con números, proporcionan elementos indiscutibles, independientes de la opinión, la perspicacia o la experiencia”

La observación clínica ya no era subjetiva. Wunderlich, que desarrolló curvas de temperatura para cada enfermedad, no obstante, seguía siendo muy cuidadoso a la hora de afirmar que las inferencias inductivas basadas en la investigación empírica pudieran hacerse de manera directa, sin la mediación del juicio clínico.

Por tanto, a finales del siglo XIX, realmente, la medicina seguía desconfiando de la posibilidad de generalizar la observación clínica y de que el análisis estadístico permitiera extraer conclusiones para tomar decisiones con enfermos concretos. El juicio clínico, esa operación intelectual que el profesional realiza cuando toma una decisión con cada enfermo individual, seguía siendo escurridizo, escapando a los intentos de Louis o Gavarret de objetivarlo. Tanto las críticas de investigadores básicos (Bernard), como la de los defensores de cierta mística médica de carácter tradicionalista (Risueño) impedían, con buenos argumentos, que la medicina clínica obtuviera el estatuto de científica. Los avances en la investigación básica, la recopilación de variables biológicas a través de tecnologías y la mejora en las bases de datos clínicos aportaron una enorme cantidad de información que no hacía sino abundar en la complejidad biológica y la dificultad para categorizarla y poder extraer conclusiones válidas generalizables, es decir, leyes aplicables a la clínica con la capacidad explicativa y predictiva como las que tenían las leyes de la física aplicadas a la astronomía.

Todo cambiaría gracias a la poderosa escuela biométrica británica en el cambio de siglo, aunque basándose en unas ideas que durante el siglo XX tuvieron unas consecuencias terribles: la eugenesia (el desarrollo de eugenesia y bioestadística no se separaría claramente hasta la jubilación en 1930 de Pearson). Francis Galton (1822-1911), considerado el padre fundador de la biometría británica, pensaba que la teoría de la evolución de Darwin mostraba un método científico para el perfeccionamiento de las sociedades a través del control de la reproducción poniendo las bases científicas de la eugenesia. Aplicó la curva de Gauss a la inteligencia humana y, a diferencia de Quetelet, se interesó más por la distribución y las desviaciones de la media que por el propio valor medio. Su descripción de la regresión a la media y de las correlaciones fueron defendidas por el autor y sus discípulos como las primeras leyes de la naturaleza descubiertas gracias al método estadístico. Los números podían descubrir leyes causales. Ian Hacking explica este momento fundamental en la historia del razonamiento clínico:

“Las leyes estadísticas se hicieron autónomas cuando pudieron usarse no solo para predecir fenómenos sino también para explicarlos” p 259

Esta ambiciosa idea, hasta entonces vehementemente rechazada por figuras como Bernard, fue la que inspiró el trabajo de la escuela británica, empapando el espíritu de lo que décadas después sería la MBE. El azar estaba a punto de ser domesticado en la medicina clínica. El discípulo de Galton, Karl Pearson (1857-1936), considerado el padre de la bioestadística, en su obra “La gramática de la ciencia” defendió que la inferencia estadística era el único método para hacer ciencia. Pearson consiguió que la estadística pasara de ser una herramienta descriptiva a una disciplina inferencial. El carisma y posición en el establishment científico de Galton y Pearson, su labor metodológica, docente y editorial (con la revista Biometrika) fueron legitimando progresivamente el discurso cuantitativo y estadístico aplicado a la medicina clínica.

La eclosión del paradigma microbiológico también supuso un apoyo fundamental para la estadística médica ya que la cuantificación fue un instrumento fundamental para demostrar sus hallazgos. Por primera vez se objetivaba una causa específica de la enfermedad vinculado a un tratamiento específico gracias a la bioestadística. La experimentación clínica, comparando grupo intervención y grupo control, se puso a prueba con el suero antitifoideo desarrollado por Almonth Wright. Una comisión ad hoc requirió apoyo metodológico a Pearson quien desarrolló su coeficiente de correlación para objetivar la existencia de relación entre dos fenómenos distintos: se rechazaron las conclusiones de Wright, por primera vez, no basándose en estudios de laboratorio sino en la fiabilidad matemática de los cálculos utilizados.

En todo caso, a pesar de los avances, durante la vida de Pearson, el razonamiento estadístico como fundamento de la medicina clínica científica seguía contando con escasos seguidores. Había dos grandes grupos entre los médicos: los clínicos que seguían haciendo hincapié en el «arte» de la medicina y que pensaban que la estadística aportaba poca información para los médicos que se enfrentaban a casos particulares más allá de la proporcionada por la experiencia; y los que defendían la existencia de una «ciencia clínica» pero basada en el laboratorio de fisiología y en la observación bacteriológica y que veían en la estadística una forma de objetivar la observación, pero no una prueba «científica» legítima.

Mayor Greenwood (1880-1949), discípulo de Pearson, distinguiría entre error funcional, debido a una recogida de datos inadecuada, y error matemático, debido a una extrapolación no pertinente. Wright habría cometido un error matemático. Por eso, para Greenwood era fundamental la estrecha colaboración entre investigadores y bioestadísticos. Greenwood sería en 1909 el primer director del primer departamento de estadística vinculado a una organización de investigación médica, el Lister Institute.

Junto con su homólogo norteamericano, Raymond Pearl (1879-1940), que comenzaría a trabajar en 1918 como profesor de biometría y estadística en la John Hopkins University, hicieron esfuerzos denodados por la aceptación en medicina de la metodología bioestadística como base de una clínica científica. Sus expectativas, no obstante, estaban claramente infladas, más considerando que ciencias como la física, la química o la biología básica se encontraban ya en el paradigma de la complejidad y el caos. Escribía Pearl en 1921 con un claro espíritu determinista:

“No existe ninguna razón esencial por la que la medicina, en cada una de sus facetas, no vaya a acabar por convertirse en una ciencia exacta con respecto a sus métodos, en el mismo sentido que la física, la química o la astronomía lo son actualmente”

En 1928, Greenwood se convierte en el primer catedrático de Epidemiología y Salud Pública de la London School of Hygiene a la vez que era Jefe de la Oficina de Estadística del Medical Research Council (MRC). En 1925, Pearl fue nombrado director del Institute of Biological Reseach financiado por la Rockefeller Foundation. Ambos desarrollaron lo que llamarían epidemiología experimental interesada en el estudio de la presentación e incidencia de las enfermedades en las poblaciones para luego establecer correlaciones estadísticas para observar el efecto de distintas variables (sexo, edad, intervenciones..).

Además de Pearson, otro autor fundamental en bioestadística fue Sir Ronald A. Fisher (1890-1962). Desarrolló métodos estadísticos para diseño y análisis de experimentos con tres aportaciones esenciales (no a la medicina sino a la agricultura): replicación, aleatorización y la posibilidad de reducir errores mediante una organización adecuada del experimento. La mayor contribución de Fisher a la ciencia fue el uso de la aleatorización para hacer experimentos para que la variación de los datos pudiera tenerse en cuenta en el análisis estadístico y eliminar el sesgo de la asignación de tratamientos. Fisher defendió que para poder hacer inferencias, los estadísticos debían participar en la fase de diseño de los experimentos.

Fisher puso los cimientos, junto con Greenwood, para que Sir Austin Bradford Hill (1897-1991) diseñara el primer ensayo clínico aleatorizado. Hill ya era muy conocido gracias a su “Principios de estadística médica” publicado en 1937. En 1946 se llevó a cabo el ensayo clínico con estreptomicina para tratar la tuberculosis introduciendo la aleatorización de Fisher, estrictos criterios de inclusión y cegando a los investigadores. El experimento requirió cambios organizativos en el MRC que incluían una unidad de investigación multidisciplinar. La conclusión del artículo fue que:

“La diferencia entre las dos series es estadísticamente significativa y la posibilidad de que esa diferencia se deba a la casualidad es menor de 1 de cada 100”

Los estadounidenses no tardaron en seguir el ejemplo británico en la aplicación de la estadística a los ensayos clínicos controlados cuando diseñaron en 1954 el mayor y más caro ECA de la historia de la humanidad. El ensayo para evaluar la eficacia de la vacuna Salk como protección contra el virus de la polio. Cerca de dos millones de niños fueron aleatorizados.

El ensayo clínico culmina el encuentro entre la tradición clínica y la bioestadística. Sin embargo, siguieron existiendo resistencias por parte de los médicos a extrapolar directamente los resultados de los ECAs a los enfermos. Por ejemplo, D.D. Raid escribía en 1950:

“Los métodos estadísticos no pueden sustituir al sentido común, pero a veces pueden serle de gran ayuda”

Hill se dedicó a divulgar la nueva metodología, pero de una forma extremadamente prudente, reconociendo las limitaciones del ECA:

“El ECA no es el único medio para investigar y experimentar; en realidad tampoco es invariablemente el mejor método para avanzar en el conocimiento de la terapéutica. Se lo recomiendo como una forma que, según mi parecer, es útil para cumplir con la responsabilidad de avanzar en el conocimiento”

Cuando Bradford Hill utilizó la fuerte correlación entre el tabaco y el cáncer de pulmón, en la década de los 50, para determinar su relación de causalidad, el estadístico Ronald Fisher criticó la falta de evidencia experimental controlada que permitiera establecer dicha causalidad: podría existir una causa común, como una predisposición genética compartida entre los fumadores y los que desarrollaban un cáncer de pulmón, argüía Fisher.

Hill respondió que la causalidad que defendía no era única sino que estaba basada en diferentes juicios y criterios, no solo en el estudio de cohortes que había realizado. Son los famosos criterios de Hill para establecer relaciones de causalidad:

(1) Asociación estadística: con cualquier estudio, incluyendo estudios de cohortes y de casos y controles;

(2) Constancia o consistencia: conocer si la relación entre las dos variables ha sido confirmada por más de un estudio, en poblaciones y circunstancias distintas, y por autores diferentes,

(3) Especificidad: es más fácil aceptar una relación causa-efecto cuando para un efecto solo se plantea una única etiología, que cuando para un determinado efecto se han propuesto múltiples causas,

(4) Temporalidad: relación temporal entre las variables

(5) Relación dosis-respuesta: gradiente biológico, es decir, la frecuencia de la enfermedad o la efectividad aumenta con la dosis o el nivel de exposición,

(6) Plausibilidad biológica

(7) Coherencia: la interpretación de causas y efectos no puede entrar en contradicción con el comportamiento propio de la enfermedad o lesión; este criterio combina aspectos de consistencia y plausibilidad biológica,

(8) Experimentación: criterio más deseable

(9) Analogía: si un factor de riesgo produce un efecto a la salud, otro con características similares debería producir el mismo impacto sobre la salud.

Hill señaló que no existían criterios necesarios ni suficientes y que el juicio de causalidad debería considerar todos de una manera agregada y/o cualitativa. Hill tenía claro que su ECA no podía ser el único criterio para establecer causalidad en medicina clínica. En 1959, en un congreso exclusivamente dedicado a los ECAs en Viena, explicaba Hill:

“El enfoque experimental del experto en estadística al hacer comparaciones no es incompatible con el enfoque observacional del clínico… más bien deberíamos tratar de incorporar el juicio clínico subjetivo y hacerlo de tal modo que su empleo no se vea sesgado a favor o en contra de un método de tratamiento concreto”

Sin embargo, el daño estaba hecho. A pesar de los intentos de Hill por introducir elementos de modulación, la medicina había emprendido un camino sin retorno y se agarró al proceso de domesticación del azar, a la disolución de la complejidad del escenario clínico, a la negación de la singularidad del caso siempre irrepetible, sometido a la complejidad causal, incierto, inestable y conflictivo en valores. Las evidencias válidas eran solo las contables, las expresadas numéricamente. Los números garantizaban la objetividad y, además, eran capaces de establecer relaciones de causalidad cuando la correlación era suficientemente sólida. El determinismo de Laplace y Bernoulli (“la probabilidad mide la ignorancia humana no el azar”) y la consideración galtiana de que las leyes de la probabilidad expresaban leyes de la naturaleza, sin olvidar la vinculación original con la cientificista eugenesia (la sociedad puede mejorarse científicamente) de la escuela británica, estaban detrás de la filosofía del naciente imperio de los números en medicina clínica que poco después daría origen a la MBE. El juicio clínico se reducía progresivamente a la gestión de números. El sueño de Laplace cuando afirmó que la probabilidad solo era sentido común reducido a cálculo sobrevivía en la medicina a la crisis de la indeterminación que ya había desbaratado la ciencia newtoniana. En medicina clínica los números ya no serían solo descriptivos sino también prescriptivos.

Discípulos del moderado Bradford Hill tuvieron menos dudas que su maestro, al defender el ensayo clínico. Por ejemplo, L.J. Witts, Nuffield Professor of Clinical Medicine en la Oxford University empezó a dinamitar el principio de singularidad del paciente, “esa creencia exagerada en la unicidad del individuo”. George Pickering criticó “las reivindicaciones pretenciosas hechas en nombre de la experiencia clínica”. Y continuaba: “Los médicos son víctimas de los caprichos de la causalidad”. 

Indudablemente, la cuantificación en medicina es un proceso positivo y, específicamente, los ensayos clínicos son una herramienta fundamental para investigar la eficacia de las intervenciones médicas. El problema es que este proceso de racionalización lleva consigo presupuestos filosóficos que no son conocidos y que sesgan las decisiones. El proceso de cuantificación en medicina ha provocado que el pensamiento clínico tienda a confundir rigor con relevancia, correlación con causalidad, eficacia con efectividad, variabilidad con contextualización

El ensayo clínico llegó en el momento justo. El crecimiento exponencial de la industria farmacéutica y la proliferación de nuevos medicamentos, la emergencia de los sistemas sanitarios públicos y la generación del gigantesco mercado de la salud necesitaba una metodología que validara los productos aunque fuera a costa de hacer irrelevante el juicio clínico, de anular el pensamiento médico, de ahogar los procesos de toma de decisiones clínicas en brillantes, rigurosos e irrelevantes para el enfermo artefactos de estandarización.

En las siguientes entradas analizaremos las causas históricas que establecieron definitivamente la dictadura de los números en medicina clínica. También reflexionaremos sobre la filosofía detrás de la MBE y la epidemiología.

Abel Novoa es médico de familia.

Esta es la quinta entrada de la serie «Epistemología de la práctica clínica»: