Me han invitado a un acto enmarcado en unos cursos de verano denominados «Encuentros para la solidaridad» y titulado «Salud mental y jóvenes. Miradas y respuestas creativas» donde participaré en un diálogo con Javier Padilla en la Mesa Redonda titulada «El malestar emocional en la sociedad actual: origen y respuestas». Tremenda responsabilidad que he intentado redirigir a personas mucho más preparadas que yo para hablar de estas cosas como mis maestros Alberto Ortiz, José Valdecasas o Amaia Vispe. Pero la amable insistencia de Emma Contreras y la filosofía del encuentro han acabado por convencerme.
Dialogar con Javi Padilla sobre los malestares me obligaba a releer el magnífico libro que escribió con Marta Carmona: «Malestamos: cuando estar mal es un problema colectivo». Estas son algunas de las reflexiones que me genera y que compartiré con la gente y Javi en la mesa redonda.
A mi juicio el libro pretende re-significar el malestar, buscando soluciones y evitando dos extremos:
- La respuesta puramente individual que asume el marco biológico de la enfermedad mental como desequilibrio neuro-bioquímico y/o alteración psicodinámica y que tendría un abordaje farmacológico o psicoterapéutico (o una mezcla de ambos)
- La respuesta puramente colectiva que busca en los determinantes sociales las causas de las causas y que tendría un abordaje fundamentalmente político/social
Hacen bien los autores en evitar ambos esencialismos y abordar directamente la paradoja:
«¿Cómo puede ser universal que la gente se sienta mal por algo que solo me pasa a mi?»
Otra cosa es que su respuesta resuelva la paradoja.
Descartan que los malestares puedan quedar definidos dentro de la categoría denominada enfermedad:
«Este malestar es una condición que se diferencia de la enfermedad pero también de la salud, que nos impide afirmar con rotundidad que estamos sanos, pero que no nos coloca dentro de ninguna categoría diagnóstica»
Y dejan clara su estrategia:
«Extraer el malestar de los denominados «problemas de salud mental» supone buscar dos objetivos: la politización de este fenómeno (entendiendo el término como su extracción del ámbito de lo íntimo y su puesta en común en el ámbito de debate donde todos y todas participamos) y la huida de respuestas individuales, especialmente de las que tienen base sanitaria»
Pero ¿Cómo despatologizamos el malestar? ¿Es, entonces, normal sentirse mal? ¿Qué hacemos con los individuos si les comunicamos que no están enfermos y que el origen de su malestar es relacional y/o social y/o cultural y/o político? ¿Les decimos que tenga paciencia y esperen a los cambios sociales, culturales o políticos que aseguren unas condiciones dignas de vida?
De acuerdo. Existen condiciones estructurales determinantes:
«Estamos mal, porque mal y porque estamos, porque la existencia de unas condiciones estructurales, sociales y políticas deja una impronta sobre nuestras biografías que hace que esto no sea una cosa que me pasa aislada del contexto, sino que el contexto forma parte no solo de las causas sino del problema en sí mismo.»
De acuerdo. Esos malestares no son una enfermedad mental:
«Para todos esos conceptos comunes, que acarrean sufrimiento pero no conllevan el grave riesgo de segregación social de lo que históricamente se ha designado como locura, optamos por utilizar como paraguas el término de malestar»
Pero ¿No son una enfermedad en absoluto? La falta de fuerzas, la tristeza, los nervios, la angustia, la dificultad para dormir, lo tengo claro, no son una enfermedad mental. Pero en mi opinión, sí pueden ser una enfermedad. Si a estos malestares les sumamos aquellos denominados Síntomas Sin Explicación Médica (Medically Unexplained Symptoms), como la cefalea crónica, la lumbalgia, los dolores articulares o musculares inespecíficos, el colon irritable o los síntomas neurológicos funcionales que suponen el 45% de las consultas y el 20% de las nuevas consultas en atención primaria, nos encontramos con que malestares (medidos a grosso modo como consultas por problemas relacionados con la salud mental) más los síntomas sin explicación médica suponen fácilmente cerca del 60% de las consultas de atención primaria y un porcentaje cercano al 40% de las que llegan a los hospitales o a los especialistas focales. ¿Y no son una enfermedad?
Es decir, quizá sea el concepto de enfermedad es el que se nos ha quedado corto y es mejor ampliarlo para incorporar todos estos «malestares» que incluir esa sintomatología en una no categoría: «ni salud ni enfermedad».
Señalan los autores -en mi opinión, de pasada, sin profundizar en lo que implica- el origen evolutivo de esos malestares y su sustrato biológico:
«.. el cuerpo activa la señal de alarma, la señal de que hay que huir ya del depredador… Que sí, que el cuerpo, ese trozo profundo del cerebro donde se inician esas reacciones físicas tan intensas (aceleración del ritmo cardiaco y la respiración, dilatación de las pupilas, hiperaflujo de sangre a las piernas a expensas del flujo sanguíneo de la piel, que de pronto está fría y sudorosa, el zumbido en los oídos, la visión estrechada, el nudo en el estómago) va lento en la evolución, que aun no se ha enterado de que en 2022 la señal de alarma casi nunca se dispara por un depredador del que hay que huir corriendo… que en este momento de nuestra historia la alarma se suscita por problemas en el futuro a medio plazo, que son mucho más difusos, que tienen que ver con estrecheces económicas, con falta de planes viables, con conflictos interpersonales que nos han dañado y no tenemos tiempo ni especio de poner en palabras ni reparar»
Efectivamente, Peter Sterling nos ha relatado en su muy recomendable monografía «Qué es la salud? La alostasis y la evolución del diseño humano» como funcionamos adelantándonos al futuro. Nuestro cerebro hace predicciones basándose en la información con la que cuenta de la situación presente pero tamizada por la experiencia previa, la cultura, el aprendizaje, nuestras circunstancias, incluyendo los determinantes sociales, … y activa un patrón de respuesta (regulación predictiva) que implica cambios fisiológicos y de comportamiento.
Este es un sistema que estaba muy bien adaptado para un mundo sencillo donde la activación adrenérgica ante la posibilidad de un ataque del depredador salvaba vidas a costa de algunas falsas alarmas. Sin embargo, este proceso no funciona con la misma calibración ante peligros mal definidos produciendo una situación de estrés crónico y respuestas disfuncionales.
La clave está en el tipo de respuesta que generamos. Sterling (tomo la traducción de su artículo del portal Intramed) lo expresa mejor:
«El modelo de alostasis sugiere una definición de principios de la salud mental: la capacidad de respuesta de la mente consciente e inconsciente a la gama completa de señales de muchas fuentes: pensamientos actuales, recuerdos personales y familiares, recuerdos y apetitos innatos. La salud mental es la capacidad de elegir entre los pensamientos y cambiar de manera flexible entre ellos; es la capacidad de unir el estado de ánimo y la expresión afectiva a la situación inmediata»
Por contra, cuando la respuesta es inadecuada, no adaptativa, surge el malestar:
«El trastorno mental es lo opuesto: es la capacidad reducida para responder a las demandas. El paciente está siendo atrapado en un pensamiento… Esto sugiere un objetivo terapéutico de acuerdo con esos principios: restaurar la capacidad de respuesta a la gama completa de señales que constituyen la demanda adaptativa de una vida “normal”».
La salud es, por tanto, la capacidad de adaptación de nuestro organismo, lo que genera acciones en todos los niveles, voluntarias e involuntarias, para prepararnos a lo que el cerebro interpreta como señales de peligro o de oportunidad de satisfacción. Esa interpretación adaptativa está alimentada o construida por aspectos somáticos, psicológicos, sociales e interpretativos.
Para este modelo, que entiende la salud como la capacidad de adaptación, la presencia o ausencia de una enfermedad -tal como la entendemos en el paradigma biomédico reduccionista- no es lo que define el estado de salud. Se puede tener una respuesta sana en presencia de una patología; y al contrario, estar enfermo sin que exista patología alguna, como pasa en los Síntomas Sin explicación Médica o en los malestares. Es la falacia de la causalidad física (dígase anatómica, fisiológica, celular, genética, proteínica..)
Dice Sturmberg sobre la falacia de la causalidad física:
«La falacia de la ‘causalidad física’ -o, estos cambios ‘causan’ esta enfermedad- se remonta a Giambattista Morgagni, quien describió las lesiones que observaba en un órgano afectado como el ‘asiento de la enfermedad’. Su interpretación coincide con las antiguas ideas sobre la enfermedad. Sorprendentemente, o tal vez no tan sorprendentemente, esta noción persiste en el presente: la idea de la «sede de la enfermedad» perdura en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) [ 10 ] y refuerza constantemente el concepto de que la principal tarea de la medicina es la identificación y el tratamiento de las «entidades físicas de la enfermedad»».
La ecuación «cambio físico = enfermedad» ya no es un marco viable. Esta ecuación pasa por alto que los cambios físicos identificables son el producto final de «procesos» y, por lo tanto, la verdadera pregunta tiene que ser: ¿cuáles han sido los desencadenantes en esta persona para activar las vías que «crearon» la lesión física de la enfermedad de esta persona?
En el modelo reduccionista toda enfermedad tiene un correlato físico que se establece como causa primera (causalidad abajo-arriba). Como no creemos en el alma y, aunque creyéramos, lo que está claro es que todo lo que nos pasa tiene un sustrato material, biológico. Pero eso material que nos pasa ¿es antes o después? ¿causa o efecto? El modelo biomédico establece que los cambios biológicos asociados a situaciones que podemos definir como malestares son la causa. La narrativa neurobioquímica de desequilibrio serotoninérgico o dopaminérgico en la sinapsis (refutada mil veces) alimenta este enfoque. Lo material viene antes; los síntomas después. Por eso, los fármacos que inciden en los cambios materiales cerebrales son terapéuticos. Van a las causas biológicas del malestar.
¿Y si consideráramos otra perspectiva? ¿Y si los síntomas vienen antes debido a patrones de respuesta, con sustrato físico, por supuesto, inadecuados? La respuesta no sería dicotómica entonces: eso que nos pasa no es completamente material (enfoque biologicista reduccionista) ni completamente vivencial/social/cultural/político (enfoque holista) en primera instancia sino todo a la vez: la sintomatología no es ni antes ni después sino «durante». Es decir, nos sentimos mal, dependiendo: el malestar es individual pero contexto dependiente.
Entendemos perfectamente la causalidad de abajo-arriba. Por ejemplo, hay muchas enfermedades genéticas (la hemofilia) o infecciosas que tienen este tipo de relación causal: la enfermedad se debe a una alteración física en un nivel inferior que acaba produciendo unos síntomas. Nos cuesta más entender la causalidad de arriba-abajo. Establecemos correlaciones estadísticas entre soledad e incremento de la mortalidad. Pero ¿cuál es su cadena causal material?
Con el paradigma reduccionista basado en causalidades lineales explicamos muy pocas enfermedades en medicina. Para la mayoría de las enfermedades (especialmente las crónicas y los malestares) el paradigma debe ser el de los Sistemas Adaptativos Complejos con causalidades no lineales sino emergentes, contexto dependientes. La fijación de la ciencia biomédica por la «apariencia estructural» de la enfermedad desvía la atención necesaria para comprender CÓMO surgen la salud y la enfermedad, es decir, CÓMO los circuitos de retroalimentación interconectados de las interacciones fisiológicas básicas regulan las actividades genómicas, transcriptómicas, metabolómicas o proteómicas.
El modelo de la alostasis, que puede objetivarse a través de metodologías como las de la network medicine, permite entender como las cadenas causales van de abajo-arriba y también de arriba-abajo (ver esquema debajo)
Es decir, la network medicine permitiría identificar los elementos que establecen una causalidad para la afirmación «la soledad aumenta la mortalidad». Los determinantes sociales impactarían en nuestra biología al conformar en nuestro cerebro respuestas des-adaptativas. La enfermedad surge como resultado de una inadaptada retroalimentación reguladora de las interacciones de múltiples redes fisiológicas, en particular, las que regulan las redes de genes, las actividades del sistema nervioso autónomo (SNA) y el eje hipotalámico-hipofisario-suprarrenal (HHS). Esos patrones inadecuados de respuesta que acaban produciendo síntomas han sido generados en nuestro cerebro previamente debido a elementos biológicos, relacionales, sociales, culturales.
Sturmber lo explica mejor:
«El funcionamiento general del organismo está regulado por el eje HHS y las vías de regulación del SNA que controlan conjuntamente las respuestas del sistema inmunitario a los factores estresantes internos y externos… Es importante destacar que las experiencias pasadas y la valoración de las circunstancias vitales actuales modulan los controles del eje HHS y del SNA. Percibir tener los recursos o las habilidades para manejar una situación evita una respuesta fisiológica excesiva. Sin embargo, la experiencia consciente o subconsciente de un factor estresante como «pérdida de control» o amenaza para uno mismo provoca una sobreestimulación de los sistemas de estrés y la retirada de la influencia calmante del SNA» (la negrita es nuestra)
Las situaciones de amenaza a corto plazo activan el sistema nervioso simpático, provocando la liberación sistémica de altos niveles de epinefrina/norepinefrina que, a su vez, promueven la actividad del sistema inmunitario. Durante la recuperación, el cortisol y la acetilcolina inhiben la actividad inmunitaria, restableciendo así el equilibrio entre los sistemas neuroendocrino e inmunitario. La respuesta ante un depredador es siempre a corto plazo y la recuperación permite mantener los parámetros en un cierto rango.
Sin embargo, en condiciones de amenaza crónica (como las que establecen la soledad, la pobreza, la percepción de falta de oportunidades, la desigualdad, el patriarcado…) la recuperación del sistema nervioso puede no ocurrir y las células inmunes se vuelven resistentes a la presencia constante de cortisol que ya no puede funcionar como anti-inflamatorio. La producción de citoquinas proinflamatorias aumenta y continúa alimentando los sistemas de estrés, creando un círculo vicioso de retroalimentación negativa y una perturbación multisistémica. Esta respuesta fisiológica es la que establece la cadena causal material de arriba-abajo.
Como vemos en el esquema de arriba (tomado del libro ya citado editado por Sturmberg), las redes fisiológicas sufren constantes perturbaciones internas (agentes generadores de enfermedades) y externas (agentes sociales) que causan respuestas subjetivas y objetivas que van a ser integradas gracias a un sistema de retro y ante-alimentación por el cerebro. Llamó la atención sobre la vía que relaciona la respuesta de comportamiento (influida por la percepción cerebral) con la respuesta fisiológica.
En síntesis, los malestares claro que son una enfermedad y tienen un sustrato biológico pero determinado tanto por factores individuales como contextuales. Nos sentimos mal cuando tenemos una respuesta desadaptativa y tendemos a tener una respuesta desadaptativa cuando, como expresan bellamente Marta y Javi:
«…uno se está perdiendo la infancia de sus hijos, o la posibilidad de tenerlos, o extrañar a los amigos a los que cada vez ve menos, o no tener tiempo ni espacio mental para crear esa expresión artística que siempre sintió que estaba llamado a hacer. Puede ser que una vea un poco más cada día cómo se desmorona el yo que imaginó que sería, cómo las expectativas y el deseo de vivir se van rebajando, a veces hasta alcanzar un mínimo estable, a veces hasta casi extinguirse»
La siguiente pregunta es ¿Cuál es la solución?
Desde luego la solución es principalmente individual. El malestar es individual y la solución tiene que ser individual. Otra cosa es qué tipo de respuesta individual debemos activar: desde luego no las basadas en tecnologías farmacológicas o psicoterapéuticas.
Sterling habla de la necesidad de «restaurar la responsividad» a través de principios que contemplen los mecanismos naturales que influyen en la regulación predictiva. El más importante mecanismo para restaurar la responsividad adaptativa es el tiempo. Esperar. Somos organismos resilientes naturales; es la clave de nuestra supervivencia. Sin ayuda externa somos capaces de actualizar nuestros patrones de respuesta adaptándolos para que poco a poco vaya desapareciendo el malestar. Por eso intervenciones tecnológicas como las farmacológicas o las psicoterapéuticas pueden ser tremendamente iatrogénicas.
Las intervenciones farmacológicas, con un papel muy limitado como tratamiento sintomático en fases agudas, acaban actuando sobre los equilibrios neurobioquímicos fijándolos e impidiendo que sigan respondiendo de una manera dinámica a los requerimientos en cada momento. Las herramientas farmacológicas tienden a cronificar los síntomas al evitar la recuperación del equilibrio. Como dice Sterling:
«Los valores de los parámetros varían ampliamente por encima y por debajo de la media, pero no porque sean «inapropiados». Más bien, se debe a que el cerebro predice cambios en la necesidad y vuelve a sintonizar los parámetros para mantenerlos de manera correcta.»
Y continua:
«Cualquier tratamiento que intente sujetar un parámetro clave a un nivel promedio en todo el cerebro en una sola escala de tiempo tenderá a reducir las variaciones sinápticas esenciales para el pensamiento, la atención y el estado de ánimo normales. Tal embotamiento puede empeorar las cosas. De hecho, esto explica ciertos efectos comunes de las farmacoterapias sinápticas (aplanamiento emocional). Estos no son «efectos secundarios» como comúnmente se los llama; más bien son exactamente lo que predice el modelo de alostasis: la pérdida de su función adaptativa y predictiva debido al tratamiento.»
Las intervenciones psicoterapáuticas también pueden ser iatrogénicas. En la diapositiva de arriba, que es de Alberto Ortiz, podemos ver varias razones
Para los autores de Malestamos (que critican el recurso farmacológico siguiendo el enfoque de Moncrieff y también el psicoterapéutico como una solución global) la iatrogenía derivaría de la posibilidad de que finalmente esas tecnologías consigan que los enfermos se adapten a situaciones inadmisibles:
«Si el sufrimiento psíquico se entiende como desadaptación y se trabaja para que el sujeto pueda volver a adaptarse al mundo, es fácil incurrir en hacerle adaptarse a una situación inadmisible»
Sin embargo, ese tipo de adaptación seguiría siendo una respuesta desadaptativa a un mundo imposible. Por eso, la restauración de la responsividad no es «adaptarse a la esclavitud» sino entender que se es esclavo y poner nuestro organismo en una situación para estar en condiciones de buscar soluciones externas (escapar del esclavista, luchar por condiciones laborales dignas en mi trabajo, militar como ciudadano en movimientos ecologistas o descrecentistas o feministas..) e internas (sentirnos libres y sanos como Frankl demostró que podía uno sentirse libre y sano en un campo de concentración rodeado de podredumbre y enfermedad).
Es decir, sanar es que desaparezca el malestar aunque continuen las condiciones estructurales que lo generaron. Sanamos porque, simplemente, somos más lúcidos, hemos encontrado algo de sentido a lo que nos pasa. Lo increíble es que ese sentido, esa lucidez (que no es nunca una revelación como la de San Pablo sino más bien una sensación, una intuición, una mezcla de trozos de pensamiento y gusanillos abdominal o genital, porque «nos vuelven las ganas») es capaz de generar patrones de respuestas más adaptativos. Las soluciones, por tanto, son todas «aguas arriba».
Considerar que estamos enfermos y que esa enfermedad tiene un sustrato biológico y que la solución debe ser individual a través de estrategias que generen respuestas adaptativas no implica medicalizar las soluciones, justificar la intervención sobre parámetros biológicos neurobioquímicos, negar los condicionantes estructurales/sociales/culturales/políticos que requieren soluciones colectivas ni considerar que adaptarse sea aceptar la esclavitud. Sino más bien, entender que necesitamos recuperar las condiciones naturales que nos hacen organismos resilientes, con una enorme capacidad de adaptación y búsqueda de soluciones, tirando de los recursos que han sido evolutivamente útiles: la sociabilidad, las relaciones personales productivas, el ejercicio físico, la dieta saludable, las expresiones espirituales, artísticas y culturales o la lucidez para entender que vivimos en un mundo que nos enferma y tenemos que luchar para cambiarlo. Pero para luchar, antes, que desaparezca el malestar.
La interacción con figuras consideradas terapéuticas, como los profesionales sanitarios, también puede ser importante (y, yo diría, que hoy en día, inevitable). Arriba, Alberto Ortiz nos cuenta en qué está basada la indicación de no intervención
No es «no hacer nada». Es hacer algo para no interferir en la capacidad individual de adaptación
El libro de Padilla y Carmona es inmensamente más complejo y rico que lo que yo aquí torpemente reflejo y ellos mismos responden a algunos de los argumentos que utilizo en esta conversación. En mi opinión, aciertan cuando establecen los condicionantes sociales como determinantes de la epidemia de malestar que sufrimos y nos dan unas muy interesantes claves para superarlos colectivamente:
«Lo que sí queremos es plantear principios rectores o elementos mínimos básicos que consideramos necesarios para avanzar hacia sociedades menos generadoras de malestar. Elementos cuya consecución (parcial o total) pudiera traducirse en facilitar el ideal de vivir mejor, y de cuyos beneficios a este respecto hay, por lo menos, indicios en la literatura científica publicada. No hablamos de un horizonte imposible, sino de un camino que funciona como una variable continua, con infinitas paradas intermedias, cada una mejor que la anterior. Los cuatro elementos en cuestión serían: igualitarismo como mirada de futuro, infraestructuras sociales que posibiliten otras formas de relacionarnos, fomento del arraigo como elemento de seguridad y certeza, y supresión de la división sexual del trabajo como condición de posibilidad para que cuidar no sea un generador de malestar. Todos ellos operan dentro del marco de la cohesión social, la seguridad a futuro y la redistribución de las cargas de cuidados, aspectos que han mostrado promover el bienestar y aliviar el padecimiento psíquico»
Sin embargo la categorización que hacen de los malestares como no enfermedad no deja de ser profundizar en el paradigma reduccionista por exclusión. En un intento por desmedicalizar los malestares los expulsan de la categoría de enfermedad. En mi opinión, la consideración de los malestares como enfermedad -dentro de una definición ampliada de enfermedad no basada en la alteración física sino en la sintomatología- resuelve en parte la paradoja que persigue su argumentario: el malestar es individual y la solución debe serlo en primera instancia porque, en caso contrario, nunca estaremos en condiciones para enfrentarnos colectivamente a sus causas últimas. Porque la realidad es que considerar el malestar como una enfermedad no implica necesariamente que la solución sea medicalizadora, individualística o que promueva aceptar la esclavitud. Implica aceptar definitivamente nuestra complejidad como seres adaptativos en búsqueda de sentido; y que esa búsqueda muchas veces duele.
Abel Novoa es médico de familia
PD: le conté esta charla a mi hija que me ha dicho que el concepto de enfermedad tiene demasiado contenido biomédico reduccionista y que ella preferiría que, de encontrase con algún malestar, no lo etiquetaran de enfermedad. Quizás tiene razón y hemos de buscar otro término. Quizás dolencia podría servir. Los malestares son dolencias. Lo hablamos el sábado 29 en Torremocha de Jarama