Imagen: Benigno Risueño de Amador. Cartagena (Murcia), 13-2-1802 – Bagnère de Bigorre, Altos Pirineos (Francia), 3-8-1849. Médico, profesor de Patología y Terapéutica en la Universidad de Montpellier
Ian McWhinney, el médico inglés considerado uno de los padres de la medicina de familia, escribió:
“El método clínico practicado por los médicos es siempre la expresión práctica de una teoría de la medicina, aunque no se haga explícita”
Es decir, la teoría y la práctica de la medicina están fuertemente influidas por la filosofía dominante del conocimiento y por los valores sociales de cada época. La medicina es siempre hija de su tiempo.
En el último siglo, la medicina no ha prestado mucha atención a la filosofía. Cuando nuestros esfuerzos se han visto coronados con éxitos tan grandes como los logrados por la biomedicina en el siglo pasado ¿por qué preocuparse de en qué se basan nuestras suposiciones?
Algunos autores opinan que la disociación entre medicina y filosofía ocurrió a finales del siglo XIX ya que los médicos comenzaron a verse a sí mismos como practicantes de una ciencia sólidamente basada en hechos observados, sin que existiera la necesidad de indagar sobre cómo se obtienen los hechos o, simplemente, de preguntarse qué es un hecho. Creíamos estar por fin liberados de la metafísica sin saber que nuestra práctica estaba basada en una perspectiva filosófica concreta, el positivismo, y una teoría causal específica, el frecuentismo.
Lo cierto es que las ciencias de la salud y la práctica asistencial están moldeadas y restringidas por lo que los epistemólogos denominan «suposiciones implícitas básicas» o sesgos filosóficos de los que los profesionales deberían ser conscientes. Se denominan sesgos porque determinan el desarrollo de hipótesis, el diseño de experimentos, la evaluación de las pruebas y la interpretación de los resultados. Como pensemos que es el mundo (ontología) se reflejará en la forma en que lo estudiaremos (epistemología) y en cómo creemos que se deberá practicar la medicina (modelo clínico).
Las suposiciones implícitas básicas del modelo biomédico, que domina la práctica clínica en los últimos 200 años, se generaron en la Ilustración europea, el siglo XVII, el “siglo del genio” según Whitehead. El capital de ideas creado en esa época ha fundamentado la modernidad y, desde luego, la biomedicina. Es el siglo de Galileo y Newton, de Descartes, Locke o Bacon. Bacon fue precisamente quien instó a la humanidad a dominar y controlar la naturaleza estableciendo la agenda de la ciencia. Pero fue Descartes quien puso el método: la separación de la mente y la materia; del sujeto y del objeto de estudio; la reducción de los fenómenos complejos a sus componentes más simples y la consideración de la materia como la única susceptible de ser estudiada por la ciencia ya que podía medirse, pesarse y definirse a través de las matemáticas. De todas las figuras del siglo XVII, ninguna ha tenido más influencia en la ciencia y la medicina que René Descartes. En su “Tratado del hombre” publicado en 1634, escribió:
«El cuerpo es una máquina, construida y compuesta de tal manera de nervios, músculos, venas, sangre y piel, que, aunque no hubiera mente en él, no dejaría de tener las mismas funciones”.
El concepto de Descartes del cuerpo como máquina tuvo enormes consecuencias para la medicina. Sustituyó la idea vitalista de la medicina premoderna e hizo posible el desarrollo de las ciencias básicas liberando a la medicina de las influencias especulativas filosóficas y espirituales previas.
Fue en el “siglo del genio” cuando la razón fue entronizada y nació la ciencia moderna. Una ciencia que se basaba en una razón definida como lógica formal, divorciada de la experiencia humana, y que buscaba leyes universales para explicar los fenómenos naturales. Las matemáticas y la física fueron el modelo y los “Principia” de Newton el gran ejemplo. La idea de la naturaleza como una gigantesca máquina, incluido el cuerpo humano, parecía evidentemente plausible si Newton era capaz de adivinar la trayectoria de planetas y objetos. Todo estaba determinado en el universo. Era una cuestión de investigación encontrar las leyes universales en cualquier ámbito, incluida la biología. La incertidumbre no existía, no había contingencia o caos en la naturaleza; las probabilidades solo expresaban la falta de conocimiento completo del observador, no impredecibilidad en los fenómenos. Pero para encontrar esas leyes universales era necesario pagar un precio: ignorar los detalles particulares, las circunstancias, los contextos, los aspectos individuales.
Fue en el clima intelectual del siglo XVII, fuertemente influido por la agenda baconiana, el método de la física y el determinismo, cuando surgió el primer médico moderno. Thomas Syndeham utilizó la observación sistemática a pie de cama para describir los síntomas y el curso de las diferentes enfermedades, dejando de lado todas las hipótesis especulativas previas basadas en la teoría humoral hipocrática. Clasificó las enfermedades en categorías a imagen de lo que había hecho Linneo con los especímenes botánicos. Pensó que había un remedio para cada «especie» de enfermedad al encontrar utilidades a la corteza peruana, recién introducida, cuyo purificado era la quinina. Su gran innovación, sin embargo, fue correlacionar las categorías de enfermedad con su curso evolutivo, dándole al diagnóstico un valor predictivo.
El diagnóstico no había sido importante hasta entonces. En la medicina tradicional, desde los hipocráticos, se describían grandes síndromes, como typhus, disentería o hidropesía, pero sin la intención de otorgarles especificidad. Lo importante no eran las enfermedades sino las personas enfermas. La salud era considerada un estado de equilibrio y, por tanto, la enfermedad de desequilibrio entre los humores internos, entre la mente y el cuerpo y entre el organismo y el ambiente. Las terapias, así, siempre eran predominantemente sistémicas (hábitos de vida, vivienda, relaciones, medio ambiente) e individuales: nunca había dos enfermos iguales y siempre había que considerar las circunstancias particulares etiológicas de cada persona enferma.
Syndehan impugnó esta visión milenaria. ¡Claro que son importantes las enfermedades, entidades diferentes de las personas que las padecen! En 1761 Morgagni publica «Sobre las causas de las enfermedades investigadas por los anatomistas” conteniendo más de 700 historias clínicas con sus protocolos de autopsias. Medio siglo después, Laennec, el inventor del estetoscopio, correlacionaría los signos y síntomas de las enfermedades descritas por Syndeham con los datos de las autopsias de Morgagni. Las categorías descritas demostraron tener un gran valor predictivo, casi como las leyes universales de Newton. El modelo que consideraba la enfermedad como una entidad objetiva, universal e independiente del enfermo acabaría por consolidarse a finales del siglo XIX gracias a la demostración por parte de Pasteur y Koch de la existencia de elementos etiológicos específicos para algunas de ellas (las más prevalente en esa época, las enfermedades infecciosas). El médico alemán, Paul Ehlrich, coetaneo de los padres de la bacteriología y descubridor de los primeros antibióticos y de la toxina antidiftérica, hipotetizó la existencia de un tratamiento específico para cada enfermedad, una “bala mágica”.
Todo el proceso fue apuntalado por la introducción del método numérico, es decir, la aplicación de las estadísticas para describir las enfermedades y validar las terapias. Alexander Louis fue el primero en introducir estadísticas rudimentarias para describir cursos de patologías en grupos de pacientes con la misma enfermedad y evaluar la efectividad de las terapias (por ejemplo, demostró, después de 2000 años de utilización, la inutilidad de la sangría). Pero, el método numérico, se consolidó especialmente gracias a la escuela británica bioestadística con Galton, Pearson, Greenwood, Fisher o, en pleno siglo XX, Bradford Hill que en 1946 llevaría a cabo el primer ensayo clínico, testando la estreptomicina para la tuberculosis. Se cerraba el gran cambio de paradigma pasando de una medicina centrada en el enfermo a otra centrada en la enfermedad. De una atención médica cuya misión fundamental era individualizar la asistencia buscando terapias sistémicas a otra cuya misión era la estandarización, la uniformidad de los abordajes terapéuticos, centrados en cada enfermedad, objetivados por la investigación experimental y validados matemáticamente por las herramientas bioestadísticas. ¿Qué podía salir mal?
Desde mediados del siglo XIX, sin embargo, hubo resistencias a este cambio paradigmático. Un médico cartagenero, Risueño de Amador se declaraba enfáticamente contrario, en los debates de la Academia de París, a la utilización del método numérico a la clínica. Defendía el “principio de especificidad” que impedía generalizar las conclusiones del cálculo de probabilidades a los pacientes individuales. Decía: “Si la experiencia es que naufragan 100 barcos de cada 1000 esto no nos dice qué barcos van a naufragar ya que eso dependerá de otras variables individuales como la experiencia del capitán, la antigüedad del barco, el clima, etc.” Con sorprendente buen tino, Risueño aventuró que si la cuantificación clínica triunfaba se abría la puerta a que los médicos se convirtieran en esclavos de las estadísticas. Claude Bernard en su clásico “Introducción al estudio de la medicina experimental” (1865) expresaba su convencimiento de que la medicina científica solo podía basarse en la fisiología estudiada en los laboratorios (los mecanismos), la única capaz de dar certezas causales, y que el empirismo clínico expresado en números solo era “una ciencia de las conjeturas basada en las matemáticas”. Bernard reprobaba las medias estadísticas que eran utilizadas para describir enfermedades o la eficacia terapéutica: “los términos medios no han de ser aceptados porque, al tratar de unificar, confunden y, al tratar de simplificar, distorsionan”.
Otro gran fisiólogo, el padre de la teoría celular, Rudolph Virchow, cuando volvió de analizar las causas, comisionado por el gobierno prusiano, de la grave epidemia de tifus en la paupérrima comarca, ahora polaca, Alta Silesia, enunció su famosa frase: “La medicina es ciencia social, y la política no es otra cosa que medicina en gran escala” estableciendo las bases de la medina social. Volvió convencido de que eran las condiciones de vida las que habían provocado la epidemia, recuperando la vieja idea hipocrática de que las enfermedades estaban fuertemente influidas por los factores ambientales como la vivienda, la alimentación, la higiene o las condiciones laborales. Por tanto, para Virchow, siempre había elementos individuales en el origen de las enfermedades que limitaban la utilidad de las generalizaciones matemáticas en la clínica.
Incluso en la década de los años 50 del siglo XX había voces discordantes entre los propios estadísticos. Fue famosa la polémica entre Bradford Hill y Ronald Fisher quien acusó al primero de establecer la causalidad entre tabaco y cáncer de pulmón solo basado en correlaciones estadísticas que podían ser espurias. Hill respondió enunciando sus famosas leyes de la causalidad. Para establecer causalidad en biología debían agregarse cualitativamente diferentes criterios: la asociación estadística era uno pero además, la “constancia o consistencia” (conocer si la relación entre las dos variables ha sido confirmada por más de un estudio, en poblaciones y circunstancias distintas, y por autores diferentes); la “especificidad” (es más fácil aceptar una relación causa-efecto cuando para un efecto solo se plantea una única etiología, que cuando para un determinado efecto se han propuesto múltiples causas); la temporalidad (la causalidad es más probable cuando existe relación temporal entre las variables); la “relación dosis-respuesta” (el gradiente biológico, es decir, la probabilidad de la enfermedad aumenta con la dosis o el nivel de exposición); la “plausibilidad biológica” (la causalidad es más probable si existe de una teoría explicativa); la “coherencia” (la interpretación de causas y efectos no puede entrar en contradicción con el comportamiento propio de la enfermedad o lesión); la “experimentación básica” (el criterio más deseable) y la “analogía” (si un factor de riesgo produce un efecto a la salud, otro con características similares debería producir el mismo impacto sobre la salud). Estos matices del padre del ensayo clínico pronto quedarían olvidados.
El epidemiólogo e historiador británico Francis Crookshank describía la dicotomía filosófica existente en un artículo en el Lancet en 1926 titulado “La teoría del diagnóstico”. Par el autor existiría un modelo ontológico según el cual la enfermedad es una entidad localizada en el cuerpo y conceptualmente separable de la persona enferma. Pero habría otro modelo, el ecológico: la enfermedad es el resultado de un desequilibrio dentro del organismo, y entre el organismo y el medio ambiente; y por tanto se hace difícil separar la enfermedad de la persona y la persona del medio ambiente.
Cada modelo se identifica con un método clínico, el ontológico se ocupa de los órganos y las enfermedades, intenta clasificar y nombrar la enfermedad como una alteración o disfunción independiente del paciente; separa mente y cuerpo y aísla los aspectos biológicos de los psicológicos o sociales; establece una relación clínica que debe asemejarse a la que un científico tiene con su objeto de estudio. Las herramientas son la simplificación en el diagnóstico (asumiendo la monocausalidad lineal) y la estandarización en la terapia (asumiendo que los resultados encontrados en los experimentos clínicos son extrapolables directamente a los enfermos reales porque enfermedades y tratamientos son universales)
El modelo ecológico requería otro método clínico: el médico no separa la enfermedad del paciente individual lo que hace necesario describir los síntomas de las personas en todas sus dimensiones, incluyendo sus rasgos individuales y contextuales. La relación clínica es necesariamente un encuentro entre personas; el profesional pretende “comprender” más que “examinar” ya que es imposible separar los aspectos biológicos de los psicológicos y de los ambientales particulares que se influyen mutuamente. Se acepta la complejidad en el diagnóstico (multicausalidad y emergentismo) y la necesidad de individualizar la terapéutica asumiendo las limitaciones de la extrapolación.
Hubiera sido lógico que la medicina mantuviera las dos definiciones de enfermedad (alteración y desequilibrio) y desarrollara los dos enfoques clínicos activando uno u otro dependiendo de la patología o situación: modelo ontológico centrado en la enfermedad, útil especialmente para la patología aguda y/o monocausal; modelo ecológico centrado en la persona, útil para la patología crónica, multicausal y en la que la interacción mente cuerpo establece el marco de actuación (como los malestares emocionales de origen relacional o social o los síntomas físicos persistentes antes denominado síntomas sin explicación médica).
Sin embargo, el éxito temprano de algunas balas mágicas como los antibióticos o la insulina, las nuevas fronteras de la investigación básica que parecían capaces de descubrir todas las dianas terapéuticas de todas las enfermedades, las mejoras de los indicadores de mortalidad y morbilidad a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la organización del conocimiento médico en especialidades (luego trasladado a la universidad y a los grandes hospitales) y la imposición del ensayo clínico como único criterio de causalidad necesario para utilizar una nueva terapia fueron arrinconando la visión ecológica de la salud y la enfermedad como un residuo histórico en un proceso que la filósofa Miranda Fricker ha denominado “injustica epistémica”.
Ha habido diversos intentos por equilibrar esta injusticia. El más importante a finales de los años 70. La gran crisis económica del petróleo permitió la emergencia de visiones alternativas al expansivo y caro modelo biomédico. Fueron elementos críticos con el modelo biomédico vigente la conferencia de Alma-ata (que estableció la especialidad de medicina de familia), el informe Lalonde (que recuperó la vieja idea de Virchow y la teoría de los determinantes sociales de la salud como las principales variables a considerar en su abordaje), las investigaciones histórico epidemiológicas de McEwon (que permiten modular los supuestos éxitos de las innovaciones biomédicas en la mejora de los indicadores de mortalidad y morbilidad siendo más bien las mejoras en las condiciones de vida de la postguerra las que procuraron estos avances), las críticas antropológicas de Illich (que denunciaba la expropiación de la salud por parte de los médicos generando una gran iatrogenia al desactivar los autocuidados y obviar la vieja idea hipocrática de salud como capacidad de adaptación), la conceptualización por Zola del proceso que denominó medicalización o la antipsiquiatría de Thomas Szasz (que impugnó la existencia de la enfermedad mental como entidad orgánica y acusó a la psiquiatría de ser una herramienta para el control socia). Todos estos elementos críticos permitieron el desarrollo de modelos de práctica clínica que podríamos llamar generalistas (para contraponerlo al especializado, propio del modelo biomédico): la atención centrada en el paciente de McWhinney, la atención centrada en la persona de Rogers y Balint o modelo biopsicosocial de Engel.
Pero este intento por recuperar la visión ecológica y el generalismo como enfoque clínico a finales de los años 70 fracasó por diferentes razones. Tras la crisis del petróleo se puso en duda que las teorías económicas que sustentaron las políticas públicas del bienestar en la postguerra fueran adecuadas, triunfando un modelo económico neoliberal que sospechaba de toda solución colectivista -como proponían los defensores de la teoría de los determinantes sociales de la salud- y apoyaba sin reparos la iniciativa empresarial y el capitalismo sin restricciones como solución a los problemas de la sociedad. Para el neoliberalismo, el enfoque generalista era sospechoso de ideología ya que no se basaba en hechos científicos tan sólidos como los que sustentaban el modelo biomédico. Ciertamente el generalismo no tenía una teoría científica comparable en su validación empírica y experimental a la reduccionista biomedica, pero, sin duda, la explicación de la enfermedad como un problema individual y no social estaba más en sintonía con el nuevo orden mundial. Pero las razones del fracaso no fueron solo políticas.
En los años 80 se inicia el proyecto Genoma Humano que prometía ser la última frontera del reduccionismo y la fuente de miles de nuevas dianas terapéuticas y balas mágicas genómicas. También nace el movimiento de la MBE, un loable intento para clasificar y evaluar el conocimiento pero con una agenda implícita donde se proponía un modelo de práctica clínica supuestamente científica que entronizaba el ensayo clínico como única prueba objetiva para validar terapias. Se produce la revolución tecnocientífica con cambios políticos mundiales (patentes, fomento de la iniciativa privada en el desarrollo de medicamentos, facilidades para la introducción en el mercado de los nuevos productos) que introdujo definitivamente los esquemas capitalistas en la actividad científica e innovadora, iniciándose un proceso de captura comercial de la investigación, la difusión y la aplicación del conocimiento. Y, finalmente, la introducción de la cultura empresarial como modelo de gestión de los sistemas sanitarios públicos, imponiendo esquemas industriales aplicables a las factorías en un intento por controlar la actividad clínica a través de procesos de estandarización basados en los parámetros biológicos prescritos por la MBE. Todos estos elementos acabaron con los tímidos brotes verdes que reivindicaban el generalismo y el enfoque ecológico: salud como equilibrio y capacidad de adaptación, necesidad de individualizar los abordajes terapéuticos, visión compleja de los procesos de salud y enfermedad, preeminencia del juicio clínico sobre el protocolo.
Aunque en esta época nació la especialidad de medicina de familia y la atención primaria, lo hizo bajo los esquemas conceptuales del modelo biomédico que seguía siendo el de referencia. La medicina de familia carecía de un método clínico distintivo y fue aceptada por el establishment porque permitía regular los flujos de enfermos a la atención especializada conteniendo las hordas de personas con síntomas banales o malestares de origen social.
Sin embargo, 150 años de hegemonía absoluta del modelo biomédico, especialmente con su intensificación en los últimos 40 años a través de los procesos de innovación comercial acelerada, han generado anomalías tan graves que el cambio de paradigma parece inevitable. Problemas como como el sobrediagnóstico, el sobretratamiento, el sobretest, la inseguridad de los pacientes, la medicalización de la vida, la polifarmacia, los malos resultados clínicos obtenidos por la biomedicina en el abordaje de patologías emergentes como el dolor crónico, los malestares emocionales de origen social o relacional, los síntomas físicos persistentes o la pluripatología; la falta de fiabilidad de la investigación científica o el fenómeno del rendimiento decreciente de la inversión sanitaria son suficientemente relevantes como para pensar que el paradigma reduccionista biomédico tiene que ser revisado en profundidad.
Como describió Thomas Kuhn, los cambios de paradigma no solo requieren la acumulación de anomalías sino también la aparición de teorías científicas alternativas con mayor capacidad explicativa que las dominantes, aunque incluyéndolas, y que, por primera vez desde la revolución científica moderna, no son reduccionistas sino complejas. Teorías como la de la alostasis, la network medicine, la red de redes o interactoma humano, la teoría de sistemas aplicada a la biología humana o la conceptualización de salud como sistema adaptativo complejo, son capaces de integrar los elementos biológicos, psicológicos, cognitivos, sociales o ambientales en la explicación de los procesos de salud-enfermedad que ahora son mucho más personales y adaptativos. Es decir, la medicina está cambiando el marco de comprensión (ontología), los procedimientos para producir conocimiento (epistemología) y los procesos de atención clínica (modelos de práctica) pasando de un limitado marco biomédico a un prometedor modelo complejo.
Por ejemplo, el generalismo complejo asume teorías causales múltiples (no solo frecuentistas), el pluralismo evidencial (no solo el conocimiento cuantitativo y experimental sino también el cualitativo, el narrativo, el experiencial, el contextual..), la necesidad de intervenciones multinivel (pueden enfocarse las terapias a los procesos fisio-patológicos básicos asumiendo una causalidad de las enfermedades de abajo-arriba, pero también, pueden ir dirigidas las intervenciones al nivel ambiental, el social, el comunitario, el psicológico o el interpretativo, aceptando la causalidad de arriba-abajo gracias a los ejes descritos por el sistema psico-neuro-inmunológico). El generalismo entiende la salud como equilibrio, como capacidad o como adaptación y a veces eso implica curar enfermedades, pero muchas otras equilibrar capacidades y demandas atendiendo variables no biológicas como las sociales, las relacionales o las psicológicas y, por tanto, individualizando los abordajes terapéuticos. El generalismo acepta la medicalización y, por tanto el diagnóstico médico, pero siendo consciente de que es un proceso de simplificación útil en algunas ocasiones pero que nunca describe completamente la dolencia que, por otra parte, muchas veces no requiere ser etiquetada como alteración médica para beneficiarse de una interacción con una profesional sanitaria. El generalismo asume los hallazgos de las neurociencias que están permitiendo entender la relación entre mente y cuerpo y el protagonismo del sistema nervioso central y la plasticidad neuronal como instrumento básico para la adaptación predictiva del organismo, lo que puede llegar a perpetuar síntomas físicos sin que exista una clara correlación orgánica como ocurre con el dolor crónico o dolencias como la fibromialgia, el colon irritable o la migraña. En los últimos años, tras el fracaso de abordajes reduccionistas farmacológicos, se están realizado importantes avances en el manejo de estos síntomas a través de enfoques cognitivos y de acompañamiento sustentados en relaciones clínicas que solo pueden ser generalistas.
En fin. Es el momento generalista. Un momento que requiere un nuevo marco comprensivo de la salud y la enfermedad (capaz de incorporar el biomédico, pero superándolo en sus limitaciones) y ahora también un nuevo modelo de práctica clínica capaz de individualizar la atención a través de procesos asistenciales interpretativos y colaborativos, expansivos en su abordaje, complejos en su estructura y siempre apoyados en elementos como la longitudinalidad, la accesibilidad, la equidad, la coordinación o la integralidad. Ha vuelto la reflexión filosófica a la medicina de la mano de las anomalías de un paradigma, el biomédico, que ha traído enormes avances en el pasado (y todavía puede aportar sin duda nuevas terapias) pero que se muestra limitado en el abordaje de los retos clínicos emergentes en un mundo cada vez más complejo.
Abel Novoa es médico de familia. Fue presidente de NoGracias