Gracias a un amigo de NoGracias en Facebook, conocemos este texto del Profesor Germán Berrios, publicado en Febrero del 2010 en http://www.psicoevidencias.es y que apareció traducido en el primer número de la Revista Atlas.
Germán Berrios es peruano, Profesor Emérito y Jefe de la Cátedra de Epistemología de la Psiquiatría de la Universidad de Cambridge (Reino Unido).
La Medicina Basada en la Evidencia (MBE) es un tema que me ha inquietado durante años. Una mirada superficial podría darnos la impresión de que la MBE es un enfoque inocente y fundamentado en buenas intenciones. Sin embargo, se trata de un engaño con una capacidad destructiva de la confianza, y que exige una crítica decidida antes de que sea adoptada por los países en vías de desarrollo. El daño que ha causado a la práctica de la psiquiatría en el mundo desarrollado puede terminar siendo irreparable.
Desde que la MBE se puso de moda, el concepto de evidencia en sí mismo fue sometido a una crítica, particularmente por parte de aquellos que discreparon con la noción de que, para ser “científica” (y por lo tanto “ética”), la práctica médica debería estar gobernada exclusivamente por Guías Clínicas (1). Asumiendo una perspectiva etimologica y semántica, la mencionada crítica muestra triunfalmente que, a causa de que el significante “evidencia” se refiere a un ambiguo “significado”, la MBE es sólo una moda confusa y que confunde.
Aunque útil, esta postura crítica es insuficiente. El talón de Aquiles de la MBE debe encontrarse en otra parte, en lo profundo del concepto de ciencia que promulga y en los vínculos que tiene con la subcultura de los negocios, la cual, desde el comienzo, ha sido su fuerza impulsora.
Si no fuera por el hecho de que la MBE está afectando negativamente la calidad del ejercicio de la medicina y la atención de los pacientes, muchos sólo querrían considerarla como un pequeño ardid neocapitalista para hacer “dinero honestamente”.
Los temas de fondo
Hay poca “evidencia” disponible que demuestre que un ejercicio de la medicina basada en los principios de la MBE tiene ventajas estadísticamente significativas sobre el viejo sistema que aquella remplazó (un sistema basado en la experiencia médica, en la autoridad, y en el efecto placebo generado en el seno de la relación médico paciente).
Esto no es ninguna sorpresa ya que, después de todo, tal “evidencia” sólo podría ser obtenida mediante la realización de un “ensayo controlado” enorme que compare los dos sistemas, y la mayoría de las personas consideraría dicho ensayo como imposible de implementarse.
Por lo tanto, estamos frente a una situación paradójica en la cual a los médicos se les pide que acepten un cambio radical en la manera en que se desempeñan en la práctica clínica (ej.: abandonar los sabios consejos de su propia experiencia y seguir ciertos dictados estadísticos impersonales) SIN que exista una base real de “evidencia”; porque lo dicen estadísticos, teóricos, managers, empresas creadas para tal efecto (como el Instituto Cochrane) y capitalistas inversores (actores todos que, precisamente, aspiran a beneficiarse económicamente de la MBE).
El verdadero problema en relación con el concepto de “evidencia”
Se dijo anteriormente que muchos críticos habían comentado que los diferentes significados del término “evidencia” convierte a la MBE en inviable. Esto necesita ser desmenuzado.
En inglés, el término “evidencia” posee dos significados centrales. Existe un uso “ontológico” (el más antiguo), el cual se relaciona con “Energeia”, que era uno de los criterios griegos para la “verdad” y la “objetividad”. “Energeia” se refería a la situación básica en la cual un objeto se presenta a sí mismo de manera completa y ostensible para la percepción del observador. Dada la metafísica de la percepción predominante en aquella época, esto implicaba un contacto “físico” entre el objeto y el hombre.
El segundo significado del término “evidencia” en el idioma inglés es epistemológico y se relaciona con el hecho de tener “fundamentos para creer” en algo. Ahora bien, lo que realmente constituye “tener fundamento para decir una u otra cosa” nunca formó parte de la “definición” de evidencia. La razón es obvia: a lo largo de la historia tales fundamentos dependían de la corriente epistemológica de moda. Por consiguiente, en relación con su etimología, el problema no es tanto que el término “evidencia” sea confuso sino que su correcta aplicación requiere un aparato epistemológico cuya especificación ha cambiado a lo largo de los años.
En ciertos contextos, por ejemplo en la Corte de Justicia, el uso epistemológico puede basarse en un significado ontológico putativo (el hecho de que un testigo haya visto a X haciendo determinada cosa puede tomarse como una evidencia fundamentada para creer que “X es el asesino”). En el caso de la MBE esto no sería correcto ya que “los fundamentos para creer” que el tratamiento T es efectivo (uso epistemológico) no están basados en ninguna “percepción” subjetiva (significado ontológico) de ninguna clase sino en una prestidigitación numérica, es decir, en la presencia o no de una significancia estadística arbitrariamente escogida (vg. del 5%). De tal manera, ese 5% termina siendo equivalente a “ver” cierto “objeto”, el que pasa a ser definido como objetivo o verdadero.
El talón de Aquiles de la MEB
Para continuar con esto es necesario proporcionar una mínima información sobre los antecedentes de la MBE. La historia comienza durante la década de 1920, cuando las viejas definiciones de “objetividad científica” (según fueron sostenidas, primero por el Baconismo del siglo XVII y, luego, por el positivismo Comtiano del siglo XIX), fueron puestas en tela de juicio. Ambas habían estado basadas en diferentes formas de inductivismo y experimentalismo, por ejemplo: la creencia de que la naturaleza puede ser interrogada o incluso manipulada de acuerdo a “respuestas dadas” (Galileo, Newton y todo el Iluminismo descriptivista ejemplifican esta corriente).
Finalmente, en la década de 1840, John Stuart Mill, en un manual canónico del inductivismo, agrupó todo en un listado de reglas lógicas que permitían obtener un conocimiento universal partiendo del análisis de una muestra de especímenes. Por lo demás, es interesante señalar que lo que Mill hizo fue reafirmar el modo el proceso mediante el cual la mente de cualquier experto (sea médico, plomero, abogado o ingeniero) opera para extraer “información genérica” de su propia experiencia.
A finales del siglo XIX, se cuestionó todo lo que Mill había establecido. Para la nueva filosofía de la ciencia (según fuera desarrollada por Frege, Russell, etc.), la creencia de que el conocimiento podría basarse en la “experiencia” personal (un concepto psicológico) fue aborrecida. Por el contrario, se propuso que la lógica y las matemáticas pasaran a ser las nuevas bases del conocimiento. Esto marcó el final del “psicologismo” y del positivismo comtiano, conduciendo directamente al desarrollo del positivismo lógico del Círculo de Viena, y con ello, a la noción de que una afirmación sólo puede ser verdadera si es “verificada” (así, la importancia recayó en el conjunto de operaciones que especificaban cómo tal verificación podría ser implementada).
Pronto quedó claro que la “verificación operacional” era impracticable y que para que fuera viable, se debían introducir algunas modificaciones tales como ampliar las definiciones de “verdad”, “verificación” y “conocimiento”. En dicho sentido, el desarrollo de las técnicas estadísticas, principalmente en Inglaterra y de la mano de Fisher, Pearson y Kendall, ofreció una nueva oportunidad. Lo que ha sido llamado “la revolución probabilística” describe la importación del razonamiento probabilístico al seno de la biología y de las ciencias sociales.
Una ayuda adicional provino de la erosión del paradigma newtoniano y, por lo tanto, del concepto de la “objetividad” del tiempo y el espacio como dimensiones fijas, por parte de las teorías de Einstein, Heinsenberg y Gödel. De acuerdo a éstas, las definiciones sobre la realidad requerían ser corregidas o completadas en función de la perspectiva del observador o de cierta información que no estaba contenida dentro de tales definiciones.
Para el final del periodo entre guerras, “objetividad” y “verdad” habían sido redefinidos como “conceptos probabilísticos”, plausibles de ser aprehendidos por medio del análisis estadístico, y determinados según un (arbitrario) nivel de “significancia” estadística.
El concepto de probabilidad llega a la Psiquiatría
Sin que fueran advertidas las importantes repercusiones epistemológicas y éticas que estos sustanciales cambios en la visión del mundo (weltanschauung) científico iban a tener, las propuestas probabilísticas fueron prontamente adoptadas por todos y por cada uno.
Una consecuencia inmediata de ello fue que los deberes y derechos epistemológicos esenciales (el sentido de la responsabilidad que todos los “científicos” deben tener en relación con las narrativas que ellos crean) fueron abolidos.
De algún modo, el conocimiento estaba ahora determinado por mecanismos matemáticos impersonales, el conocimiento tenía un valor neutro y la ciencia era la única generadora de conocimiento. La experiencia y la sabiduría personal, la noble noción de Sophia, era descartada por ser fuente de sesgo y de distorsión de la verdad.
Este cambio, primariamente introducido en las ciencias naturales duras, alcanzó la medicina y las disciplinas humanas y sociales después de la Segunda Guerra Mundial. La psiquiatría resistió hasta la década de 1960, pero por vía del Caballo de Troya de los ensayos psicofarmacológicos, permitió el ingreso del análisis estadístico de una manera muy solapada.
Yo recuerdo claramente este cambio ya que, en aquel tiempo, era asistente del Profesor Max Hamilton, de la Universidad de Leeds, quien fuera el introductor de las estadísticas médicas en la psiquiatría. Al inicio, dichos análisis fueron sólo utilizados para evaluar los ensayos psicofarmacológicos y la mayoría de los psiquiatras podíamos anticipar que una vez que los resultados de dichos ensayos fueran conocidos, Sophia (sabiduría) y Empeiria (experiencia) tomarían el poder y el psiquiatra negociaría libremente, en la intimidad de la relación médico-paciente, que era lo mejor para su paciente.
El nacimiento de la MEB
Pero como suele suceder, la codicia ganó. Los grupos de investigación y las instituciones que habían sido creadas para reunir información de ensayos clínicos oncológicos fueron alentadas a creer que su actividad podía extenderse a todas las áreas de la medicina, incluyendo la psiquiatría. Para tal efecto era necesaria una nueva “justificación filosófica”.
El meta-análisis, una vieja y débil técnica estadística se eligió como el mejor candidato para convertirse en el “árbitro definitivo”, y todas sus debilidades estadísticas y matemáticas se minimizaron, a la vez que se ensalzaron sus maravillosas ventajas como herramienta de síntesis estadística. La palabra mágica “evidencia” fue desempolvada e importada a la medicina con una flagrante ignorancia de su significado y utilidad, y la medicina “basada en la evidencia” nació como una justificación conceptual a posteriori para lo que ya era el nuevo y obvio negocio de la construcción y venta de la información clínica.
No resulta sorprendente que la industria farmacéutica haya apoyado estas maniobras ya que tempranamente se dio cuenta de que los fármacos que pudieran “pasar” los test meta-analíticos, adquirirían un respaldo ético y legal novedoso, particularmente si se persuadía a los Gobiernos de difundir “guías” clínicas de prescripción. Es probable que también se dieran cuenta que tales Guías, en la práctica, destruirían la espontaneidad terapéutica en psiquiatría, cambiando el arte creativo y flexible de la prescripción por una actividad mecánica y reglamentada, la cual, en la práctica, ni siquiera requiere que quienes realicen prescripciones psiquiátricas estén médicamente cualificados.
Resumiendo
Para resumir, el sinsentido y el daño causado por la MBE no se origina en ambigüedades semánticas de la palabra en cuestión, ni tampoco por el hecho de que los filósofos de la corte que la diseñaron no advirtieran sus sutilezas históricas. Su problema se origina de una perversión epistemológica más profunda, resultante de la reificación de la actividad prescriptiva y del tratamiento de las personas que padecen un trastorno mental. Esta reificación, a su vez, está relacionada con las necesidades de una economía neo-capitalista de abrirse a nuevos mercados y de crear nuevas necesidades de consumo.
Antes que nada, es una perversión epistemológica porque propone una mirada de la práctica médica que es inapropiada y dañina. Esta mirada se vincula con el viejo verificacionismo, una aproximación epistemológica al significado de las cosas que fue abandonada aún por la física, la madre de las viejas ciencias naturales.
Puesto que prácticamente nada se conoce sobre las causas de los trastornos mentales, la idea de que es posible crear sistemas de evaluación basados en etiologías especulativas es ridícula, peligrosa y poco ética. Dado que a lo largo de la historia todos los tratamientos propuestos en psiquiatría parecieron funcionar de acuerdo a la Ley de los Tercios de Black (un tercio se recupera, un tercio se recupera parcialmente y un tercio no se recupera, dando un porcentaje no desdeñable de recuperación del 66%, lo cual es lo que hoy en día se obtienen con los tratamientos psiquiátricos), y puesto que sabemos muy poco sobre la naturaleza y el rol del efecto placebo, es, por lo tanto, irresponsable ocultar todo esto por medio de meta-análisis y técnicas afines, las cuales tienen poca sensibilidad matemática para detectar diferencias en los niveles más bajos (ej.: al nivel de las personas que toman la medicación).
Es también una perversión epistemológica para los psiquiatras porque se les pide que acepten la MBE sin otra evidencia que el chantaje moral sustentado por la proclama de que la matemática representa la forma más elevada de la ciencia y, por lo tanto, todo lo que sea “matemáticamente demostrable” triunfa sobre todo lo demás. Ningún defensor de la MBE ha explicado jamás porqué los ensayos clínicos a gran escala, diseñados para demostrar que la prescripción y la toma de decisiones basada en la MBE, es significativamente superior que la toma de decisiones basada en la sabiduría y la experiencia de los médicos.
Es una perversión moral que, a los efectos de cuantificar, determinar los costos y manejar la “prescripción” – que debería ser considerada un componente menor de la relación médico-paciente- , la MBE necesita implementar una masiva reificación de los contenidos de dicha relación, incluyendo las profundas negociaciones emocionales y la esquiva respuesta placebo intersubjetiva.
En este contexto, “reificación” significa convertir las relaciones humanas en cosas u objetos inanimados, despojándolas de todo dinamismo, valor personal e importancia. Una vez reificadas, estas relaciones humanas por sí mismas ya no pueden explicar el cambio terapéutico, por consiguiente, cualquier cambio que sea medido por “estudios de resultado” ha de ser atribuido al ingrediente “activo”, esto es, el fármaco en cuestión. No es suficiente decir que dichos cambios dinámicos están perfectamente monitorizados, por el hecho de que los ensayos clínicos son “controlados”, “doble ciego”, etc., ya que las interacciones entre estos factores dinámicos y los efectos del fármaco pueden ocurrir a un nivel no consciente y permanecer más allá del alcance de un estudio con diseño controlado.
Puede incluso concederse que la reificación no resulta de la mala fe de unos poco filósofos de la corte. Desde los escritos clásicos de Marx y Lukács se sabe que tales cambios provienen de las profundidades de los sistemas económicos que aún prevalecen en el Este. La Salud, como otra comodity que puede ser vendida y comprada, es parte de este proceso.
Inteligentemente vendida a personas con el derecho de elegir cómo y dónde comprar salud con su propio dinero (testigo de esto es el actual debate que tiene lugar en EEUU en torno a la creación de un sistema nacional gratuito de cuidado en salud), el lenguaje en el cual los servicios de salud están siendo actualmente vendidos se asemeja al lenguaje de los supermercados. No hay más pacientes sino “compradores de salud”, los médicos “venden salud” y, así, es esperable que, al igual que un par de zapatos, los bienes vendidos (en este caso, la salud) deben ser perfectos y estar estrictamente regulados.
La ilusión de tener un supermercado de la salud ha destruido la relación médico-paciente, convirtiéndose en un contrato comercial sujeto a toda la parafernalia legal del mercado, y la prensa e internet se han asegurado que los “compradores” de salud sean conscientes de sus derechos a obtener una salud perfecta.
Puesto que el ejercicio de la medicina permanecerá para siempre como un arte imperfecto, una industria defensiva ha nacido para “proteger” a los médicos de la venta de bienes defectuosos y esto ha incrementado el ya alto presupuesto sanitario. La MBE crece con fuerzas en este contexto ya que vende “evidencia” a los abogados, tanto de los vendedores como de los compradores de salud.
Y en el medio de este hambriento frenesí, donde todos quieren hacer una “diferencia monetaria honesta”, la vieja relación médico-paciente y el viejo paciente sufriente desaparecieron para siempre. Esto es lo verdaderamente equivocado
con la MBE.
(1) Las Guías Clínicas, según el Instituto Nacional para la Salud y la Excelencia Clínica del Reino Unido (National Institute for Health and Clinical Excellence,N.I.C.E.), son “recomendaciones, basadas en la mejor evidencia disponible, para la asistencia de la población por parte de profesionales de la salud” (NationalInstitute for Health and Clinical Excellence. ‘The guidelines manual’. London: National Institute for Health and Clinical Excellence. 2006. Disponible en: http://www.nice.org.uk).
Sí le extirpamos a la medicina el único vestigio que tiene de ciencia empírica, volveremos a las creencias magico-religiosas al chamanismo y las sanguijuelas. Cuantos años tuvieron que pasar para dejar de utilizar la digoxina y la lidocaina, que los expertos cardiologos promovían. Lo que se necesita es que agencias estatales inviertan en ensayos clínicos y no dejar toda la investigación en manos privadas.
http://www.nogracias.eu/2017/02/01/we-love-mbe-por-spence-greenhalgh-ioannidis-chalmers-glasziou-harrison-checkland-berrios-moreno-mandrola-henrad-et-al/
En relación a que usted manifiesta, permítame contar una historia:
Esta historia comienza en la segunda mitad del siglo XIX, en Alemania.
Paul Ehrlich nace en Prusia oriental en 1954. Su juventud se la pasó investigando el uso de
tintes de anilina en productos biológicos. Descubrió que estos tintes eran capaces de teñir los
tejidos teniendo éstos diferente afinidad según el compuesto. Por ejemplo, el azul de metileno
coloreaba cierto tipo de células, mientras que el rojo de metileno coloreaba otras. Estos
hallazgos los hace Ehrlich en la década de los 70 del siglo XIX.
Por esas fechas dos científicos, Robert Koch y Louis Pasteur, descubren que las enfermedades
infecciosas las causaban unos agentes biológicos determinados: los microbios.
Erlich pensó: “si imaginamos un organismo infectado por una determinada especia de
bacteria, será fácil realizar una cura si se han descubierto sustancias que tengan una afinidad
específica para estas bacterias y actúen solo contra ellas dejando indemnes al resto de los
componentes del cuerpo. En tal caso, tales sustancias serían entonces <>.
Erlich fue nombrado en 1899 director del Instituto Real de terapia experimental de Frankfurt e
inició allí la búsqueda de tales “bajas mágicas”. Hizo innumerables pruebas, primero para
atacar al Tripanosoma (parásitos unicelulares que causan diferentes enfermedades, como la
enfermedad del sueño), pero ninguna funcionaba. Cientos y cientos de fracasos. Por último, en
1909, uno de sus ayudantes descubre que el compuesto 606 mataba a las espiroquetas
causantes de la sífilis en los conejos, al menos sin matarles. El compuesto era el Salvarsán
convirtiéndose en la primera “baja mágica”.
Estos descubrimientos animaron la investigación científica de tal manera que en 1935 la
empresa química Bayer proporcionó a la medicina la segunda “ baja mágica”: la sulfanilamina,
un derivado del alquitrán que actuaba sobre los estafilococos y los estreptococos. Ya en 1928
Alexander Flemming había descubierto la Penicilina, por casualidad; pero no era capaz de
extraer y purificar suficiente cantidad para preparar un medicamento eficaz.
Pero llegó la segunda guerra mundial y en 1941 tanto EEUU como Inglaterra, aleccionados por
lo ocurrido en la primera gran guerra, en que la mayor parte de las muertes lo fueron por las
infecciones de las heridas, pusieron gran cantidad de recursos en manos de Merck, Squibb y
Pfizer para que el día D de 1944 británicos y estadounidenses fueran capaces de producir
suficiente cantidad de penicilina para todos los heridos de la invasión de Normandía.
A partir de ahí, las empresas farmacéuticas fueron descubriendo más y más antibióticos
(estreptomicina, cloromicetina, aureomicina, etc) y pronto pudieron poner a disposición de la
medicina más y más medicamentos que eran capaces de curar las neumonías, la escarlatina, la
difteria, la tuberculosis y una larga lista de enfermedades infecciosas. Hasta tal punto llegó la
euforia de las “balas mágicas” que en 1948 el Secretario de estado de USA George Marshall
vaticinó, convencido de ello, que las enfermedades infecciosas se erradicarían pronto de la faz
de la tierra. Pocos años después el presidente Dwight D. Eisenhower pidió “la rendición
incondicional” de todos los microbios…
En 1922 ocurre otro descubrimiento científico de primer orden: se consigue extraer y
conservar la insulina de la glándula pancreática de algunos animales. Se conseguía así, si no
una baja mágica, sí proporcionar lo que les faltaba a los diabéticos. Este hecho ha sido, al igual
que las “bajas mágicas”, determinante en armar una teoría biológica sobre las enfermedades
psiquiátricas y su tratamiento.
La psiquiatría, como especialidad, tuvo su origen allá por el 1844, fecha en que se reúnen en
Filadelfia 13 médicos que dirigían pequeños asilos para enfermos mentales. Estos asilos
propocionaban “terapia moral” a sus pacientes siguiendo básicamente las directrices de la
comunidad quáquera. Se trataban de Centros de reposo, en medio de lugares bucólicos y
tranquilos, donde se conseguía un ambiente relajado y favorable a la calma y el reposo
mental. Según un estudio de resultados a largo plazo del siglo XIX del asilo estatal para
lunáticos de Worcester (Massachusetts) el 58% de los 984 pacientes a quienes dieron el alta
siguieron bien el resto de su vida.
Pero a partir de ahí, los manicomios fueron incrementándose de forma desproporcionada
porque fueron entrando en ellos ancianos deteriorados seniles, enfermos de neurosífilis y
otros trastornos neurológicos, los cuales no tenían ninguna posibilidad de recuperarse. Quizás
por eso, con el tiempo esta terapia conocida como “terapia moral” fue considerada fallida.
En la reunión de 1892 los directores de manicomios acordaron abandonar la “terapia moral” y
emprender otras alternativas que denominaron “tratamientos físicos”: hidroterapias,
inyecciones de extractos de tiroides ovino, inyecciones de sales metálicas, sueros equino, e
incluso arsénico, etc. Ninguna de estas terapias lógicamente consiguió superar el paso del
tiempo.
A finales de la década de 1930 y principios de la siguiente, se preconizaron 3 nuevas terapias:
1. El coma diabético. 2.la terapia electroconvulsiva. 3. La lobotomía (por la recibió el premio
Nobel el médico protugués Egas Moniz). El New York Times escribía: “esta cirugía del alma
trasforma en pocas horas a los animales salvajes en tiernas criaturas”. Todo ello creó la
impresión de que la psiquiatría estaba haciendo grandes progresos en la curación de las
enfermedades mentales.
Hasta que a finales de la segunda guerra mundial la sociedad norteamericana descubrió, de la
mano de revistas como Life o periodistas gráficos como Albert Deutsch, que había 425000
personas encerradas en Centros psiquiátricos en condiciones lamentables (hombres desnudos
apiñados en inhóspitas salas, chapoteando en sus propias heces, mujeres descalzan vestidas
con túnicas burdas, atadas a sus bancos, personas durmiendo en catres astrosos en
dormitorios atestados, etc. Estas imágenes hablaban de un increíble abandono y de un gran
sufrimiento. Se hacía evidente que la nación necesitaba una renovación de los cuidados que se
prestaba a los enfermos mentales. Y esta concienciación llegó precisamente cuando, por otra
parte, los antibióticos estaban venciendo a las bacterias asesinas. La conclusión caía por su
propio peso: había que encontrar la base biológica de las enfermedades mentales para, desde
ahí, y como ocurrió con las enfermedades infecciosas, encontrar sus “balas mágicas”.
En 1946 el Congreso de EEUU aprueba una Ley Nacional de Salud Mental con el fin de
patrocinar la investigación sobre el diagnóstico, prevención y tratamiento de las enfermedades
mentales. Como consecuencia de ello, y para supervisar esta actividad, se crea en 1949 el
Instituto Nacional de Salud Mental. Estaba todo el terreno preparado para la trasformación de
la psiquiatría en una disciplina biológica más, como la medicina interna. La gente creía en los
prodigios de la ciencia y el país entero estaba convencido de la acuciante necesidad de mejorar
el tratamiento de los enfermos mentales. Existía la expectativa de que se avecinaban grandes
cambios y había ya, gracias a las ventas de antibióticos, una industria farmacéutica en rápido
crecimiento dispuesta a capitalizar estas expectativas. Y con todas estas fuerzas alineadas no
resulta sorprendente que no tardaran en aparecer medicamentos milagrosos para la
esquizofrenia, la depresión y la ansiedad.
Sin embargo, en el descubrimiento de los primeros fármacos psicótropos nada tuvo que ver el
fenómeno ocurrido con las enfermedades infecciosas en que, por una parte se descubre su
fundamento biológico (los microbios), y posteriormente sus “bajas mágicas”. Todos
comparten sin embargo un hecho común: son hallazgos debidos principalmente a la
casualidad.
Las Fenotiazinas se habían sintetizado primero en 1883 para usarlas como tintes químicos, y lo
que los científicos de la Compañía Rhone Poulenc querían era sintetizar fenotiazinas que
fueran letales para los microbios. Esta investigación no dio resultado, pero en 1946
descubrieron que una de ellas (la prometacina) tenía propiedades anthistamínicas. En 1949 un
cirujano de la marina francesa administró prometacina a varios pacientes del Hsopital
marítimo de Bizerte en Túnez y descubrió que, además de las propiedades antihistamínicas,
producía un estado de “quietud eufórica” que venía muy bien para las intervenciones. Como
consciencia de ello los laboratorios Rhone-Poulenc siguieron investigando y llegaron al
compuesto 4560RP, la clorpromacina. Este compuesto parecía desconectar parte de las
funciones cerebrales que tenían que ver con el movimiento y las reacciones emocionales.
Laborit utilizió la clorpromacina también en pacientes quirúrgicos sumiéndolos en un estado
crepuscular. Esto le hizo expresarse así: “tal parece que la Clorpromacina produce una
auténtica –lobotomía medicinal-“. En la primavera de 1952 dos psiquiatras franceses, jean
Dealy y Pierre Deniker, comienzan a administrar clorpromacina a pacientes psicóticos en el
Hospital Sainte Anne de París extendiéndose su uso a todos los manicomios europeos. Todos
los informes eran similares: las salas de los hospitales eran más silenciosas y los pacientes,
más manejables. Los psiquiatras estadounidenses llamaron <> a la
Clorpromacina que se comercializó con el nombre de THORAZINE. En Francia, los psiquiatras
antes mencionados, acuñaron el término <> para su descripción.
Al mismo tiempo que Rhone-Poulenc hacía los experimentos antes mencionados con las
Fenotiacinas, un químico de origen checo, Frank Berger, investigaba en Londres sobre algo
bastante parecido. Concretamente buscaba alguna sustancia que atacara a los bacilos Gram
negativos ya que, hasta la fecha, tanto la penicilina como otros antibióticos, eran activos frente
a los Gram positivos. Al parecerle prometedor un compuesto llamado mefenesina probó su
toxicidad en ratones. Para su sorpresa, el compuesto producía una parálisis fláccida reversible
de la musculatura esquelética voluntaria. Además, los animales mostraban un extraño estado
de aparente tranquilidad. Descubrió también que si se administraba a los ratones ese
compuesto a una dosis mucho más baja no se producía la parálisis fláccida pero permanecían
los efectos sedantes. El problema era que el efecto duraba muy poco tiempo. Entonces Berger
se trasladó en 1947 a EEUU y allí siguió con sus investigaciones llegando a sintetizar un
producto similar a la mefenesina, pero mucho más estable: el meprobamato. El meprobamato
fue comercializado el 1955 con el nombre de Miltown y fue descrito como el primer
tranquilizante que, para diferenciarlo de la clorpromacina, lo denominaros “tranquilizante
menor”. Posteriormente, en 1960, Hoffman-La Roche sacó al mercado Clordiazepóxido con el
nombre de Librium que pronto se convirtió en un Leader de ventas. Ya había medicamentos
para dos patologías psiquiátricas: la esquizofrenia y la ansiedad. Faltaba la tercera pata: la
depresión.
Hacia finales de la segunda guerra mundial, cuando Alemania comienza a quedarse sin oxígeno
líquido y etanol para propulsar sus cohetes V-2, los científicos desarrollaron un novedoso
compuesto que sirviera como sucedáneo: la hidracina. Al finalizar la guerra las compañías
farmacéuticas se aprestaron a utilizar este compuesto como posible “baja mágica”. Y así, en
1951, los químicos de Hoffman-La Roche, sintetizan la isonizacida y la iproniacida , que
resultan eficaces contra el bacilo de Koch. Al emplearla con los pacientes tuberculosos
observan en ellos un estado de euforia muy llamativo. Esta escena de enfermos tuberculosos
dando saltitos y alegres sugirió la idea de que estos fármacos podrían emplearse para tratar la
depresión. El 7 de abril de 1957, el New York Times resumía el extraño recorrido de la
iproniazida: “un efecto secundario de un fármaco antituberculoso puede haber abierto el
camino a la terapia química para el paciente con depresión severa resistente al tratamiento.
Sus creadores lo llaman energizante en contraposición a tranquilizante”.
Estos fueron los primeros fármacos que pusieron en marcha la revolución psicofarmacológica.
En un espacio de tiempo muy pequeño (la década de los 50) la psiquiatría consiguió nuevas
medicinas para tranquilizar a los pacientes agitados, para la ansiedad, y para la depresión. Pero
lo cierto es que ninguno de estos fármacos se habían desarrollado después de que los
científicos hubiesen identificado algún proceso patológico o anomalía cerebral que pudiera
haber causados estos síntomas.
Posteriormente, en las décadas siguientes a la de los cincuenta, se acometieron innumerables
trabajos de investigación tendentes a demostrar que, como en las enfermedades infecciosas,
los trastornos psiquiátricos tenían una base biológica y, por tanto, también los psiquiatras
podían disponer de “balas mágicas”. Pero todos los esfuerzos han sido baldíos. Steve Hyman,
neurocientífico de formación, cuando era director del Instituto Nacional de salud mental
(1996-2001) escribió un artículo memorable por cuanto resumía todo lo que se había
aprendido sobre los fármacos psiquiátricos llegando a la conclusión de que el origen
bioquímico de las enfermedades mentales era una entelequia. Se publicó en el American
Journal of Psychiatry con el título iniciación y adaptación, un paradigma para comprender la
acción de los fármacos psicótropos. En definitiva, Thorazine, Miltown y Marsidil se derivaban,
como ya se ha expuesto, de compuestos que se habían desarrollado para otros fines
(antimicrobianos). Luego se descubrió que no eran tales, pero tenían propiedades que los
podían hace útiles en determinados pacientes psiquiátricos. David Healy , autor de varios libros
sobre la historia de la psiquiatría, escribió en su libro The creation of psychopharmacology que
los psiquiatras habían aceptado la teoría del desequilibrio químico de los trastornos mentales
porque les “montaba el escenario” para “convertirse en verdaderos médicos”. Los especialistas
en medicina interna tenían sus antibióticos o la insulina, y ahora los psiquiatras podrían tener
ya sus píldoras “contra la enfermedad”. Sus “balas mágicas”.
El hecho es que los fármacos psiquiátricos parecen funcionar y ayudan a las personas a llevar
una vida prácticamente normal. Así lo atestiguan muchos pacientes y sus médicos. Pero, al
mismo tiempo, el número de niños y adultos discapacitados por enfermedades mentales ha
aumentado en una proporción asombrosa. Por otra parte, los estudios de la OMS han
demostrado que la evolución de la esquizofrenia es mucho mejor en países pobres como la
India y Nigeria, que en Estado Unidos y otros países ricos, donde el uso de neurolépticos está
generalizado. Ante todo esto no tenemos más remedio que hacernos una pregunta obvia,
aunque sea de carácter herético: ¿Podría nuestro modelo de atención sanitaria basado en la
medicación estar alimentando de algún modo imprevisto esta plaga moderna ?. Robert
Whitaker lo expone con gran lujo de detalles en su libro “Anatomía de una Epidemia”,
traducción de J. Manuel Álvarez, editorial Capitan Swing S.L. . De él he extraído este
miniopúsculo. Recomiendo vivamente su lectura.
Un excelente artículo del Dr. Berrios. Claro en su exposición y profundo en su investigación.
Sin embargo cabe señalar que la Medicina basada en pruebas no es ningún sistema médico que se oponga o lesione ningún tipo concreto de relación médico enfermo a priori. Nada tiene que ver.
La Medicina basada en pruebas solo dice que si usted contempla la parte científica de la medicina como una ciencia, trátela usted entonces como una ciencia y aporte pruebas.
Si usted apoya determinado fármaco, o lo combate, o es usted naturista u homeópata, fenómeno por usted, pero solo, por favor, aporte pruebas científicas.
La Medicina basada en pruebas científicas es la aplicación del método científico en la ciencia médica. Nada más. No es responsable del mal uso que por ignorancia o mala fe pudiera resultar de la mala aplicación de las pruebas.