Reproducimos el valioso y emocionante testimonio de Mercedes, profesional sanitaria, en el acompañamiento al final de la vida en el nuevo escenario de la Ley de Eutanasia.

 

Ella no era vulnerable.

No, al menos, más que cualquiera de nosotros.

Su voluntad era firme y de ella provenía la certeza de que cuando las personas nos encontramos en una situación de desventaja física o psíquica irreversible, no nos convertimos automáticamente, en seres débiles y desvalidos.

Ella me enseñó que no, que la dependencia de otras personas, las limitaciones y otras amenazas a las que nos obligan muchos padecimientos, no señalan nuestro grado de vulnerabilidad. Me enseñó que cuando tenemos el control de nuestra vida y podemos decidir entre opciones significativas y válidas, no somos personas vulnerables sino enérgicas y decididas.

Ella tuvo el coraje y la humildad de entregar a la médica que eligió, su médica de familia, una solicitud de ayuda a morir sabiendo que iniciaría una serie de encuentros en los que no solo se hablaría de su enfermedad y sufrimiento sino del significado de su propia vida y las razones por las que ésta se había transformado en una condena.

«¡No quiero ser condenada a vivir hasta que la muerte natural ponga fin a mis atroces padecimientos!”

La condena, para Ella, se alargó más de lo que los propios plazos obligan pues su médica de familia decidió objetar, al igual que el resto de médicos del centro al que pertenecía. Una mañana recibí la llamada de la directora médica de Atención Primaria ofreciéndome la posibilidad de ser la médica responsable. Exactamente me dijo: “Nos está soplando en el cogote”. Una persona que sopla en el cogote exigiendo que se hagan efectivos sus derechos no es una persona vulnerable.

Sin embargo, a quien hicimos vulnerable, fue a un paciente que días antes se suicidó violentamente a la espera de la designación de un médico responsable pues su médico decidió objetar. El paciente se citó con su médico el mismo día que la ley entró en vigor. No era vulnerable entonces. Había estado esperando la ley para que su solicitud, hubiera dado paso a la deliberación sobre aspectos concretos de su historia clínica y vital. Pero la solicitud no fue ni autorizada ni denegada sino abandonada… Tres meses después de aquel día se suicidó. Me pregunto dónde y cuándo surge la vulnerabilidad de las personas que solicitan morir por eutanasia.

Volvamos a Ella. Acepté ser su médica responsable. Supongo que lo que aceptaba era el reto de mirarla a los ojos y acoger su relato para comprender la dimensión de su demanda. Acoger el re- lato es la única manera de acompañar a una persona que decide.

En seguida, llegó a mis manos desde la gerencia de AP, un sobre confidencial con la solicitud firmada por su médica de familia, un informe que ésta había realizado y un informe de la trabajadora social.

Ella no era, por tanto, paciente de mi cupo. Ni tampoco de mi zona. El primer contacto que tuvimos fue telefónico. Hablamos unos 15 minutos; me contó sobre el diagnóstico y el sufrimiento que experimentaba al tener que vivir con una limitación física progresiva que no le permitía disfrutar de sus personas queridas, trabajo y aficiones. Y también me comentó que llevaba mucho tiempo reflexionando sobre la manera de poner fin a su sufrimiento, incluso valoraba la opción del suicidio violento.

“Lo que para mí es vida, ha muerto ya”.

Concretamos una cita, tres días después, en su domicilio para lo que tuve que bloquear mi agenda desde las 11:30 de la mañana en adelante. Desde que entregó la primera solicitud a su médica de familia, habían pasado 20 días, por lo que, a la vez que se mostraba contenta y agradecida de que alguien se hiciera cargo de su solicitud, lamentó la demora pue suponía tres días más de tortura para Ella.

“Me siento víctima de una tortura diaria”

Al terminar la conversación revisé la historia clínica. Ella había sido una persona sana hasta el diagnóstico, lo que me facilitó la recogida de los datos duros con los que estamos acostumbrados a trabajar: resultados de pruebas diagnósticas e informes de varios especialistas. Me llamó la atención que ninguno de estos informes o pareceres, describiera algo que pudiera relacionarse con la persona que me acababa de contar su tremendo drama vital. Ni rastro del significado que ese diagnóstico concreto tenía en esa persona concreta. Podía ser la historia clínica de cualquier otra persona con su mismo diagnóstico. Entendí la entrega de su solicitud de eutanasia como una petición para dejar de lado los aspectos clínicos y ocuparnos de Ella, de su sufrimiento, de la persona que estaba encerrada en ese diagnóstico que tanto nos preocupábamos por detallar. La invitación que me hizo para dialogar sobre lo que Ella entiende y no yo, por una vida y un proceso de muerte dignos, esa invitación, es un tesoro que la ley de eutanasia nos ha traído pues nunca antes en consulta se habían dado las circunstancias para poder acoger y explorar la dimensión del sufrimiento de un paciente, con tanta franqueza.

“Una solución digna a la indignidad de mi vida es una buena muerte, que facilita la eutanasia”

En esos días me sentía tranquila y al mismo tiempo agitada debido a que había iniciado un camino desconocido y sabía que el primer viaje no iba a ser fácil. No me parecía suficiente mi compromiso con Ella ni conocer la ley ni el manual de buenas prácticas. En pocos días supe que el camino no lo recorrería sola y ese fue mi anclaje definitivo durante todo el proceso.

Llamé a la Unidad de apoyo para que tuvieran conocimiento del caso y me habilitaran el acceso al repositorio. Hubo alguna confusión con los correos para acceder por lo que tuve que contactar varias veces hasta que finalmente fue posible. Durante las llamadas me familiaricé con las compañeras de la Unidad y su ayuda fue muy valiosa durante todo el procedimiento.

Además, durante la mañana previa a la primera cita, recibí una llamada de un compañero, en la que me decía: “Mercedes, me han designado técnico de apoyo de eutanasia en la gerencia, así que cualquier cosa que necesites, no dudes comentármela pues haré lo posible por echarte una mano”. Pocas veces recibimos una llamada de estas características así que realmente me sentí afortunada y muy agradecida.

No termina ahí. Días más tarde me llamó a la consulta la secretaria de la Comisión para concretar algunos aspectos y también me ofreció su ayuda en la parte administrativa. Le sigo agradeciendo su disponibilidad en todo momento.

La Unidad de apoyo, los técnicos de salud de la gerencia y la secretaria de la Comisión, hicieron, por tanto, que este camino, desconocido y aparentemente solitario, fuera transitable.

El día de la cita ya tenía recopilados los datos relevantes de la historia clínica, preparada la entrevista y el documento informativo para entregarle. Desde las 8:00 de la mañana mi pensamiento estaba en Ella. Me costó aparcar cerca de su casa y al bajar varias escaleras, me caí. Iba tranquila y me siento ágil pero notaba cierta tensión. Era insólito para mí acudir a un domicilio de una paciente que me solicitaba que la ayudara a morir. No llevaba el maletín. Solo un sobre que con- tenía lo que había preparado.

Cuando llegué a su casa, nos presentamos. Ella estaba acompañada por un familiar, así que le pregunté si prefería que la entrevista la mantuviéramos a solas. Lo consideró y lo prefirió. Yo sabía que debía entablar con Ella un proceso deliberativo. Me aseguré de que conocía bien su diagnóstico, su tratamiento actual, alternativas terapéuticas posibles y/o experimentales, las posibilidades de progresión, el pronóstico. La informé de la posibilidad de ser atendida en la unidad de cuidados paliativos, que agradeció pero rechazó al considerar que las medidas que se le pudieran ofrecer no le adelantarían la muerte, que era lo que Ella deseaba y consideraba su derecho, “inseparable del derecho a vivir”. Hablamos sobre el tiempo que llevaba reflexionando sobre la eutanasia como alternativa más válida para Ella, sobre su interés en participar en algunos acontecimientos familiares que consideró trascendentales y de cómo la importancia de esos acontecimientos daba paso a otro de similar trascendencia. Su muerte. Me quedaba claro que su solicitud no era impulsiva sino meditada desde la lucidez pues a lo largo de la conversación valoré su capacidad para tomar decisiones razonadas y descarté enfermedad mental aguda que pudieran originar su deseo de morir. Argumentaba de forma coherente en todo momento, tenía buena memoria sobre hechos pasados y presentes y disfrutaba contándome experiencias de su vida. Me contó cómo sus proyectos se habían esfumado con la enfermedad y de qué manera, su limitación le afectaba en todo momento a su vida cotidiana; tanto que consideraba que la enferme- dad le “había declarado la muerte en vida”. Sabía bien que nunca curaría como tampoco mejora- rían los síntomas derivados de la enfermedad y su progresión. !La enfermedad que sufro se lleva mi aliento vital, todo mi cuerpo aunque no mi corazón”. Habló varias veces durante la entrevista sobre los aspectos espirituales y me dejó claro que para Ella no suponían ningún conflicto. Tam- bién deliberamos sobre la suficiencia de apoyo socioeconómico y ayudas posibles. Durante la conversación me quedó claro que la decisión de morir por eutanasia era suya, sin presiones externas, pero a pesar de ello, le comenté que sería interesante que en alguna entrevista posterior estuviera presente algún familiar, lo que le pareció bien y así fue.

Estuvimos hablando cerca de dos horas. Al final de la conversación su mayor interés era saber cuándo podría realizar la segunda solicitud y si todo iba como Ella deseaba, cuál sería la fecha de la eutanasia. Quería mantenerse informada de todo su proceso. Tal es así que al poco tiempo pasamos de comunicarnos desde la consulta a hacerlo por el correo electrónico y en los últimas semanas, por teléfono propio. Fue una buena opción pues nos esperaban varios sobresaltos, incluida una exigencia por parte de una miembro de la comisión que terminó siendo desproporcionada, innecesaria y cruel.

Tras la entrevista describí en el informe del proceso deliberativo los aspectos que he detallado antes y tuve en cuenta, además, dos cosas. 1.- El sufrimiento que Ella me había expresado tenía que estar bien descrito pues es uno de los criterios que exige la ley y, como he dicho, no había nada al respecto en el resto de los documentos. 2.- Pensé que el informe también lo iba a leer un profesional jurista así que debía evitar o limitar los tecnicismos.

Una vez redactado fui a entregárselo a su casa. Lo leímos entre las dos y lo firmó.

En esos días yo aprendí a utilizar el escáner del Centro y a incorporar los documentos e informes en el repositorio y llamaba varias veces a la unidad de apoyo para cerciorarme de que se podían visualizar sin problema. Tenía dudas del tipo de si el segundo proceso deliberativo tenía que ser presencial o por otro medio. Me aconsejaron que fuera presencial, así que acudí varias veces más a su domicilio, lo que para mí terminó siendo caótico a nivel de organización de agenda aunque gratificante a nivel personal. Me alegra verla y escucharla. Me cuenta sus hábitos y costumbres. Tiene el saber estar de una persona sabia. Y aunque temo, cada vez, no estar a su altura, Ella hace que me sienta cómoda. Siempre me llama “doctora”.

Otro de los momentos solemnes fue el de la firma del consentimiento informado. Todo lo que habíamos dialogado desde el principio aseguraba que la información había sido completa y las posibles dudas, resueltas. En cuanto al consentimiento, había realizado dos solicitudes separadas en el tiempo, al menos 15 días. Pero el Consentimiento informado requiere también que se haya informado sobre el proceso técnico de la eutanasia, sus efectos, evolución y complicaciones así que fue en este momento cuando nos dedicamos a ello. Se lo entregué para que lo leyera mientras yo esperaba sus apreciaciones o dudas pero ella me pidió que lo leyéramos juntas en voz alta de manera que hacíamos una pausa después de cada párrafo para que no quedara nada por preguntar o por aclarar. Mereció la pena hacerlo así. Y al terminar, decidió firmar el documento del consentimiento.

Los días posteriores fueron de verdadera presión y no solo para mí. A esas alturas, no había ni médico que pudiera ser consultor ni enfermera preguntados que no hubieran decidido objetar. El buen trabajo de las gerencias de atención primaria y hospitalaria logró que, pocos días antes del fin del plazo correspondiente, fuera posible la designación de médico consultor, el cual, tras su valoración, resolvió de forma favorable a la petición de Ella.

Me dirigí a la Comisión a través de otro formulario, para que los dos miembros designados verificaran que concurrían los criterios y condiciones establecidas. Días después, emitieron su parecer autorizando la eutanasia. Se lo transmití a Ella en cuanto pude y eligió fecha de acuerdo a la organización de mi agenda, siendo su prioridad, en el hospital y cuanto antes. De alguna manera, la autorización hizo que el acto de crueldad ejercido por la miembro de la comisión hacia Ella pasara a un segundo plano en ese momento pero actualmente sigo sin comprenderlo.

Se acercaba el día de la administración de fármacos. Fueron días intensos, de continuos intercambios telefónicos y correos electrónicos pero a la vez provechosos, pues aspectos como la tramitación de la cama hospitalaria y la preparación y entrega de la medicación, fueron abordados por cada departamento implicado de forma impecable. Felizmente la relación Atención primaria-hospitalaria fue fluida, cordial y eficaz.

Pero, a pesar de los esfuerzos, seguíamos sin enfermera designada.

Dos días antes del día acordado, mientras estaba trabajando en la consulta, entró una de las enfermeras que trabajaba conmigo en el Centro de Salud. Puso una mano encima de mi mesa y mirándome a los ojos me dijo: “Mercedes, yo voy pasado mañana a administrar los fármacos».

Cuando he llegado al centro de Salud esta mañana, me han preguntado si ya me había apuntado en el registro de objeción. No sabía de qué me estaban hablando hasta que me han comentado que están buscando una enfermera para la eutanasia. A pesar de que la ley no nos tenga en cuenta a las enfermeras, no me parece que la manera de tratar este tema sea la invitación a objetar. Yo no voy a objetar. Además he trabajado muchos años en el 112 y estoy acostumbrada a utilizar este tipo de fármacos”. La miré con verdadera admiración y me sentí orgullosa de tener una compañera como ella. Se puso manos a la obra. Habló con la jefa de farmacia de hospital, revisó el protocolo que habían enviado, preparó el material excepto la medicación que la teníamos que recoger en el hospital, decidió el bloqueante neuromuscular que prefería utilizar y me comentaba cada paso. Para mí fue un momento hermoso de interés y complicidad profesional.

Hablamos de la vestimenta más oportuna con la que trabajar ese día en el hospital y decidimos llevar uniforme completo. Preparé el certificado de defunción e imprimí la ficha guía para detallar cada paso y las consideraciones durante el procedimiento. Metí ambos documentos en una car- peta que guardé dentro de una mochilita con el fonendo y el aparto de tensión aunque sabía que no los iba a necesitar.

Cuando le informé a Ella de que estaba todo resuelto para el día previsto y tal y como deseaba, se sintió aliviada.

El día anterior a la eutanasia, la enfermera y yo contactamos con los respectivos compañeros que habían llevado a cabo una eutanasia previa. Nuevamente sentí la complicidad de la que hablaba antes. Llamar a un compañero con el que nunca he compartido nada, para conocer cómo se ha sentido y acoger sus recomendaciones fue un intercambio desde nuestra alma, desde una dimensión nada técnica. Compartíamos, también, la extrañeza de trabajar fuera de nuestro ámbito habitual. Ellos, que trabajan en el hospital, realizaron la eutanasia en el domicilio y nosotras, trabajamos en atención primaria e íbamos a realizarla en el hospital.

Al despertarme el día de la eutanasia, me pareció que llevar el uniforme no era lo mejor pues en todas las entrevistas que Ella y yo mantuvimos, yo iba vestida de calle así que a última hora le propuse a la enfermera que lleváramos solo la camisola. Parecen cosas menores pero el hecho de haber sido tan cuidadosa a lo largo de todo el proceso y con el máximo respeto hacia Ella me hacía pensar en este tipo de detalles.

Cuando llegamos al hospital todavía era de noche. La jefa de enfermería nos estaba esperando y se puso a nuestra disposición. Nos llevó a la habitación. Dos de hecho, pensando que los familiares querrían dejar sus cosas en una de ellas. Fueron muy amables. Nos comentaron que les había costado dormir aquella noche. Fuimos al servicio de farmacia donde nos entregaron dos kits con la medicación. La habitación estaba preparada e impecable. Se llenaba de luz a medida que iba amaneciendo. La enfermera preparó la medicación. Había llevado etiquetas que tenía en casa para identificar las jeringas. Lo teníamos todo previsto. O casi todo.

Cuando Ella llegó, acompañada por sus familiares nos saludamos y presentamos. Subimos en ascensor donde me comentó que había dormido bien. Le gustó la habitación y al ver el campo, nos recordó todo lo que para ella significaba no poder recorrerlo. Le pregunté si estaba segura de querer morir y afirmó sin ápice de duda. Nos pidieron unos minutos para despedirse y salimos de la habitación. Cuando nos avisaron volvimos a entrar, expliqué el procedimiento y la ayudamos a tumbarse en la cama en una postura cómoda. En uno de esos movimientos me miró y me dijo “hoy es mi día límite; no aguantaría ni uno más”. El sol daba de lleno en su cuerpo. Pensé que podía serle agradable pero era intenso así que le pregunté si le molestaba y me dijo que sí; hice medio giro y bajé la persiana hasta donde me indicó. Ella estaba tranquila. Recuerdo preguntarle en qué pensaba. Me contestó que en nada.

La enfermera se dispuso a canalizar las dos vías y entre golpecito y golpecito a la zona antecubital y dorso de manos torcía el gesto, me miraba y negaba con la cabeza. No me lo podía creer.

Mientras la enfermera dudaba, Ella corroboraba la dificultad que habían tenido siempre para realizarle las extracciones de sangre. ¿Cómo era posible que hubiéramos pasado esto por alto? El retraso en la designación de la enfermera supuso que llegado el momento, no se conocían y en la práctica suponía que la enfermera no había tenido tiempo para revisar los accesos venosos. No podía imaginarme recorriendo el hospital en busca de un anestesista al que pedir, por favor, que colaborara en la canalización de una vía central para realizar la eutanasia. Ella ya se había despedido de su familia.

Felizmente y tras unos minutos, la enfermera lo consiguió.

Estaba todo preparado. Ella confirmó que también lo estaba, así que di la orden a la enfermera para empezar y fue todo bien, serenamente, sin más sobresaltos. La velocidad de perfusión fue más lenta de lo que esperábamos y el procedimiento se completó en 30 minutos. Aunque no era necesario, realizamos una tira de ECG. Cristina retiró las vías y aplicó cuidadosamente un apósito en cada punto de punción.

Firmé el certificado de defunción, hablamos durante unos minutos con sus familiares sobre Ella y sobre algunas cuestiones administrativas y al salir, decidimos ir a tomar un café, un ratito necesario para abrazarnos y compartir nuestra experiencia.

Fue una mañana intensa, cargada de amor y solemnidad.

Pero Ella me enseñó que la eutanasia no hace referencia tanto al momento mismo de la muerte sino a la manera de vivir el proceso de la muerte. Me lo dejó muy claro un día cuando según salía de su casa, me dijo: “Doctora, me está dando la vida”.

 

Mercedes Martín Prieto es médica de familia.