No hay enfermedad postmoderna que no tenga su propio cuestionario de autodiagnóstico. Inventarios de síntomas inespecíficos que pululan por Internet o incluso en las revistas de cotilleo, que persuaden al preocupado ciudadano de consultar a un especialista a poco que haya alguna respuesta afirmativa al test. Aunque se ha vendido como una manera de romper el monopolio médico de la definición de enfermedad, la lógica que subyace no es más que la de empujar al futuro paciente a adoptar sumisamente un rol de cliente de medios de diagnóstico y consumidor de productos. El mercadeo de enfermedades sustituye al poder médico. Aunque, a veces, ambos confluyen en una peligrosa simbiosis.

El primer cuestionario inventado para identificar síntomas de andropausia recibió un acrónimo muy bíblico, apropiado a más no poder para aupar el renacer de una vieja enfermedad: el cuestionario ADAM (Androgen Deficiency in Aging Men). Su historia es un buen ejemplo de lo que podríamos denominar “ciencia de mierda”.

En 1997, un afamado especialista en geriatría endocrinológica de la universidad de Saint Louis, recibió el encargo de una compañía de origen holandesa, líder mundial en hormonoterapia, para crear un cuestionario que se pudiera rellenar por cualquier varón en plena crisis de los 40 que creyera que su falta de vigor físico y sexual fuera fruto de algo más que el simple paso del tiempo. A cambio, su departamento recibió una donación de 40.000 dólares para investigar el efecto de la testosterona en los músculos. Como el cuestionario era dirigido a público en general, y tenían previsto utilizarla en grandes campañas publicitarias para captar la atención de los potenciales clientes, los de la farmacéutica pidieron que fuera “cortito, facilón y con preguntas atractivas”. Ya se encargarían de publicarlo en alguna revista para darle el barniz científico necesario, ilustrando la publicación con cifras y datos que enmascararan la treta. El acuerdo tácito incluía el reparto de bienes: la autoría para el investigador-títere y los derechos de autor para el laboratorio.

El mercader no se complicó mucho la vida, y como buen mandado, hizo caso a la voz de su amo. En medio de un apretón, en apenas 20 minutos, en ese lugar íntimo donde se alumbran los grandes descubrimientos científicos que han cambiado el rumbo de la humanidad, el baño, nuestro amigo se inventó las 10 preguntas 10 del primer interrogatorio para el autodiagnóstico de la enfermedad que estaba a punto de nacer, entre las cuales estaban síntomas que la caída en los niveles de testosterona podrían explicar tanto como tener un jefe cabrón o descubrir al cabo del tiempo que tu apoltronada vida es un tanto absurda. Según este cuestionario, la mayoría de los españoles debemos ser andropáusicos, porque ceder a la tentación de echarse una cabezadita después de las comidas es signo de dicha enfermedad.

Quince años más tarde, el endocrinólogo no tuvo reparos en confesar, literalmente, en el New York Times que su inventario de síntomas “podía considerarse una mierda”. No se podía esperar otra cosa, dadas las circunstancias y el lugar donde surgió el invento.

Sin embargo, el hombre es un animal único, que se caracteriza por tropezar con la misma piedra cuantas veces sea preciso. Veremos si la historia se repite con el mismo protagonista pero con una nueva enfermedad inventada: la sarcopenia.


 
http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/21835526

http://www.metabolismjournal.com/article/S0026-0495%2800%2925964-7/abstract
http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/cordoba/abc.cordoba/2004/11/13/056.html
http://www.bmj.com/content/345/bmj.e6905
http://www.bmj.com/content/343/bmj.d5501
http://www.eje-online.org/content/151/3/355.full.pdf
http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4670738/table/tbl1/